La sensualidad de Anita O´ Day
Eran mujeres jóvenes, obligadas a ser rubias y cantar como si no les importara, endurecidas antes de tiempo por miles de kilómetros recorridos de madrugada, en ómnibus y rodeadas de músicos adictos a todo, entre los cuales a veces se contaba su marido. El trabajo consistía en lucir resplandecientes, sentadas a un costado del palco hasta llegar el momento de sus tres o cuatro números con la orquesta que las llevaba de un pueblo a otro para temporadas de una noche.
Aquella raza de intérpretes capaces de cautivar con intervenciones de un minuto sin derrochar emoción debió extinguirse a fines de la década del cuarenta del siglo pasado, junto con la furia por las bandas bailables que la produjo, pero sobrevivió gracias a la cruel disciplina de las one nighters , que les sirvió a muchas de ellas para convertirse en estrellas de la tonta moda musical que vino después, ocupando espacios importantes en discos, radio, televisión y -como ocurrió con Doris Day- hasta en el cine.
El rigor de los caminos, las desdichas personales, los excesos inevitables al tener que sobrevivir solas en un mundo de hombres y el shock de pasar de la gloria al olvido por culpa de una música llamada rock and roll pueden haberles afectado la cordura, pero no lograron acortarles la vida. Muy por encima de los ochenta años, casi todas dispuestas a actuar cuando se acuerdan de ellas, Jo Stafford, Kay Starr, Kitty Kallen, Patti Page, Connie Haines, Fran Warren, Ruth Price y alguna otra de las voces que caracterizaron la era del swing están vivas.
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Hasta el mes pasado se podían citar más, pero los últimos días han sido fatales y casi simultáneamente hubo que dar de baja a tres muy importantes: Georgia Gibbs (87), que creó el suceso "Kiss of Fire", versión en inglés de "El choclo"; Martha Tilton (91), quien le dio a Benny Goodman sus pocos éxitos con canto, y Anita O Day, la más extraordinaria de todas las vocalistas surgidas en una banda, que, a veces en la indigencia y sin alcanzar nunca el debido reconocimiento, sobrevivió más allá de los ochenta y siete años.
La verdadera vida comenzó para ella en 1941, al sumarse a la orquesta de Gene Krupa, una agrupación que llegó a ser audaz con el paso de los años y donde estableció una deliciosa asociación musical con el trompetista Roy Eldridge, antes de irse a un año de innovaciones con Stan Kenton -en esa banda inauguró la tradición de canto cool y desilusionado, perfeccionada allí por June Christy y Chris Connor- y volver para otro ciclo en 1945, antes de lanzarse para siempre como solista.
De todas las cantantes de orquesta con nombre propio que dieron ese salto, Anita O Day fue la única que no lo hizo hacia el pop de posguerra, plagado de dúos mixtos y novedades con gusto a campo. Su destino fue el jazz, donde pronto desarrolló un estilo personal de transmitir las canciones, demorando ciertas palabras, anticipando otras, quedándose en silencio por algunos segundos muy tensos y retornando en un tono distinto, creando un clima de sensualidad como los que lograba su única influencia reconocible: Billie Holiday, aunque, al contrario de ella, no tenía reparos en valerse de la improvisación sin palabras -el canto scat- , una especialidad en la que ni Ella Fitzgerald la superó.
La gloria de Anita quedó documentada de manera contundente en los discos que hizo durante una década para los sellos de Norman Granz, dieciocho álbumes sin desniveles dentro de las fórmulas que gustaban al productor: jam sessions con los solistas de Jazz at the Philharmonic, en cuyas giras nunca la incluyó, songbooks de Cole Porter y Rodgers & Hart acompañada por Billy May, un tributo a Billie Holiday que resultó mejor que ningún otro, sesiones con arregladores tradicionales (Buddy Bregman, Russ García) y tan a la vanguardia como Jimmy Giuffre y Gary Mc Farland, con quien cantó una de sus mejores interpretaciones: "The Ballad of the Sad Young Men".
También hubo colaboraciones con grupos reacios a utilizar cantantes -The Three Sounds, el quinteto de Cal Tjader- y un histórico encuentro con el trío de Oscar Peterson en el que, por momentos, parece como si al prodigioso pianista le costara tocar a la velocidad de O Day, que podía ser más rápida que nadie sin omitir ni una sílaba.