La Orquesta de Cámara de Múnich y la pianista Lise de la Salle brillaron sin necesidad de que una de las partes impusiera el mando
En el Teatro Colón y presentados por el Mozarteum Argentino, interpretaron el Concierto para piano y orquesta n° 2, de Chopin; la Serenata de cuerdas, de Dvórak y Langsamer Satz, de Webern
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Concierto: Orquesta de Cámara de Múnich (director, Rodolfo Barráez) y Lise de la Salle (piano). Programa: Langsamer Satz, de Anton Webern; Concierto para piano y orquesta n° 2 en fa menor, opus 21, de Frédéric Chopin ( transcripción para piano y cuerdas de Berhard Jestl.); Serenata de cuerdas, opus 22, de Antonin Dvórak. Ciclo: Mozarteum Argentino. Sala: Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
La pregunta que Leonard Bernstein formuló retóricamente en la famosa presentación, hacia 1962, del Primer concierto de Brahms con Glenn Gould como solista fue quién era el jefe en un concierto para piano y orquesta: ¿el director o el solista? Esa pregunta no tiene respuesta y podría ser incluso que la respuesta, si la hubiera, no cayera de un lado (el del director) ni del otro (el solista). Fue lo que pasó en la actuación para el Mozarteum Argentino de la pianista francesa Lise de la Salle con la Orquesta de Cámara de Múnich, dirigida por Rodolfo Barráez. No hubo en el Concierto en fa menor de Chopin ningún jefe, ni siquiera un primus inter pares. El acuerdo resultó en este caso sin fisuras; con todo, sería un error concluir que el acuerdo entre director y solista sea de por sí propicio (el éxito o la catástrofe pueden estar tanto en la fricción como en la conformidad), pero es evidente que, a diferencia de la fricción, del acuerdo derivan decisiones que implican a las dos partes en idéntico sentido.
Quien recuerde su versión del Concierto “Jeunehomme” de Mozart en el Colón (fue en 2019, también para el Mozarteum y también con la Orquesta de Cámara de Múnich) sabrá que De la Salle es particularmente alérgica a cualquier énfasis que venga de afuera, es decir, a los subrayados que sean cosecha del ejecutante y que, por lo tanto, la pieza no imponga como necesidad propia. Lo que valía para Mozart vale también para Chopin, en la medida en que Mozart -y Bach- eran los maestros de Chopin. Aun cuando los modelos del concierto de piano fueran para él más bien Hummel y John Field, el tratamiento de las voces es enteramente mozartiano. El “Maestoso” se escuchó estricto, escrupulosamente a tempo, como si el director Barráez y De la Salle se mantuvieran mutuamente a raya. Hubo una ponderación entre el gesto melódico amplio y la transparente unificación motívica. La respiración cambió en el “Larghetto”. Todo transcurre en una conversación consigo mismo semejante a la de los nocturnos, en la que De la Salle se tomó mayores libertades.
El rubato de De la Salle es un ejemplo de cómo ser expresivo sin ser cursi. Podría pensarse además en el cantabile tan propio de este movimiento, pero con la salvedad de que Chopin -enemigo de todo espejismo programático- concibió un cantabile que únicamente puede cantar el piano. De la Salle conoce bien ese cantabile, que Chopin tradujo al piano de la ópera italiana, pero no de cualquier ópera: de la de Bellini, maestro de la limpieza de la línea y del pudor. La pianista ofreció una sola pieza fuera de programa: una transcripción del lied “An die Musik”, de Schubert, que tocó para pedir, dijo ella al público, “por la paz en el mundo”.
Antes del Concierto de Chopin se escuchó Langsamer Satz, pieza temprana de Anton Webern -apenas se había convertido en discípulo de Arnold Schönberg- en la que Barráez fue detallista en los dos extremos: el origen brahmsaiano con un cromatismo cuyo color procede más bien de Mahler, y esos recursos después tan webernianos como el sul ponticello.
La segunda parte la ocupó la Serenata para cuerdas opus 22, de Dvórak. Brillaron aquí de nuevo el detallismo de Barráez en los perfiles melódicos (necesario para contener la lasitud y liviandad de la serenata) y ese sonido de la cuerda tan espesamente alemán que, a pesar de los amasijos y los igualitarismos globales del sonido de las orquestas, todavía asoma felizmente cada tanto. La única pieza fuera de programa fue el Lyrisches Andante, de Max Reger; una extravagancia para el encore, ciertamente, aunque una extravagancia repetida, porque fue la misma con la que la Orquesta de Múnich concluyó su actuación en 2019.
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