La observación lúcida de La Portuaria que convirtió en hit a "El bar de la calle Rodney"
Los marinos tenían razón: navegar es preciso, vivir no es preciso. A finales de los ochenta, Diego Frenkel y Christian Basso salieron eyectados por la separación de Clap y los avatares de la inflación. El viaje de Basso fue hacia afuera: atravesó Marruecos, giró por España y vivió una temporada en el departamento parisino de Los Jaivas. El viaje de Frenkel fue hacia adentro: las películas de Win Wenders, los poemas de Jorge Luis Borges, la roseta de una guitarra acústica. En algún punto del camino se reencontraron y decidieron armar una nueva banda. El nombre, a la distancia, parece caerse de maduro: La Portuaria.
En uno de sus habituales períodos de nomadismo interurbano, Frenkel subalquiló un departamento en Fraga y Lacroze. Una tarde de julio recibió la visita de su amigo Ricardo Holcer y salieron a caminar para mapear el barrio. Si bien era pleno invierno, el viento norte había subido raudamente la sensación térmica: el célebre Veranito de San Juan. "Chacarita, con su cementerio, sus talleres mecánicos, sus árboles añosos y veredas incitadoras, tenía una magia especial –dice Frenkel, en su libro A través de las canciones-. No podría llamarlo ‘belleza’, como la que sí tenía Palermo Viejo, que conservaba la gama arquitectónica porteña de principios del siglo XX. Chacarita, en todo caso, siempre guardó un spleen único, un poco industrial, algo obrero, algo de olor a hierro y chapa y aceite de taller mezclado con barrio de casas bajas y la presencia, sin duda contundente, del cementerio".
Atravesaron el Parque Dorrego y, a medida que caminaban junto a la necrópolis, se deslizaron hacia un sitio mágico de la ciudad. Sin esquinas, punteado de álamos y plátanos, atravesado por las vías del tren: con un paredón para separar el mundo de los vivos del mundo de los muertos. De pronto, como los marinos que divisan tierra, descubrieron un bar: su marquesina de chapa terraceaba sobre la esquina de Newbery y Rodney. Todo parecía muy british, pero más porteño imposible. Adentro, la mesa fija de los dinners convivía con la cortadora de fiambres, el cafecito y los viejos jugando al dominó.
"El bar de la calle Rodney era el limbo –dice Frenkel-. Un hombre de unos 85 años, tierno y simpático, estaba acodado en la barra. A pesar del calor, tomaba su ginebra y tenía puestos un sobretodo beige y una gorra. ‘Yo soy Zelaya. Trabajé toda mi vida de actor en el teatro de revistas con Marrone, Tristán y otras estrellas. Miren’. Para probar su identidad, Zelaya sacó del bolsillo su antiguo carnet de la Asociación Argentina de Actores. Para Ricardo, que siempre fue muy afecto a charlar con las personas mayores, esto era un regalo. Él, director de actores, admirador de todos los capocómicos del antiguo Buenos Aires, extendió largamente la conversación mientras yo escuchaba gustoso y me adentraba en ese clima onírico que el lugar y la tarde proponían".
Las estrofas de la canción, en ese sentido, parecen haberse escrito solas. Pero ahí está el punto: detectar la experiencia sensible agazapada en los pliegues de un día cualquiera. En el traumático comienzo de los noventa, "El bar de la calle Rodney" estira las manos hacia un mundo que se aleja: la vida digna del siglo pasado sobreimpresa en el alba seriada de los shoppings y el trabajo flexibilizado. Zelaya, después de todo, es un jubilado para la era de Norma Plá. Como quería Discépolo, la canción es "el problema de uno padecido por muchos", pero esto no suena en absoluto como un drama. Todo lo contrario.
"Como todos los compositores que trabajan en colaboración, con Diego tenemos una historia de chispazos –dice Basso-. Cuando le mostré la música de ‘El bar’, por ejemplo, lo primero que me dijo fue: ‘yo no toco chop’ [el rasgueo percusivo del reggae]. Me cayó bastante mal. Seguramente nos habremos peleado. Al final terminó tocando chop y la canción ubicó un lugar único. Es un tema raro pero parece normal. Como estar comiendo algo que no sabés lo qué es pero te gusta".
Unos meses después, La Portuaria se metió en los estudios ION para grabar Escenas de la vida amorosa (1991). La banda estaba en un gran momento. Expandido hacia un sexteto, el trío se permitía colores inusuales para el rockero promedio: el saxo barítono de Axel Krygier, el acordeón de Sebastián Schachtel, la batería electrónica y hiphopera que Fernando Samalea tocó con los dedos sobre la base. Además del alarido del estribillo, Frenkel metió un tarareo al estilo Lou Reed y, por primera y única vez, Basso se dio el gusto de grabar algunas guitarras: un slide y –sobre todo- la figura de tapping que abre la canción. Eran días de transición para el universo discográfico. Si bien el Portugués Da Silva trabajaba sobre una cinta de dos pulgadas, la tecnología analógica estaba dejando su lugar a la tecnología digital. El vinilo estaba por cederle su sitio al CD.
Como el Rodney, la canción también se inscribe en una intersección. Por un lado, la tradición poética de los bares argentinos: desde el café de Borges y Macedonio hasta los náufragos de La Perla del Once, pasando por los letristas del tango y cada una de las revistas literarias que nacieron, circularon y desaparecieron en alguna mesa de la calle Corrientes. Por otro lado, las grandes sagas de la migración marítima. No solo por el acordeón cosmopolita de Schachtel o el chop de rock-steady, sino por la punta del ovillo que se esconde en el estribillo: una cita a "Os argonautas", de Caetano Veloso ("Navegar é preciso / Viver não é preciso") que viene de un poema de Fernando Pessoa que tiene su origen en aquella frase de los marinos que se pierde en la noche de los tiempos. La canción, paradójicamente, une las puntas de ese lazo: "Perdiendo el tiempo / Yo quiero viajar / Adoro descansar, entre la gente / Charlar o dibujar / Sentado en cualquier bar". Ahora mismo, en algún punto de esta ciudad, Javier Martínez debe estar sonriendo.
Los directivos de EMI decidieron que "El bar de la calle Rodney" sería el corte del disco y asignaron una partida presupuestaria para el videoclip. La banda convocó a su amigo Pablo Fischerman como director y, después de recorrer varias locaciones, decantaron por un registro documental: sus amigos (por ahí andan Pichón Baldinú, Samalea, Holcer y otros), el propio Zelaya, el propio Rodney. "El video tiene mucho que ver con nosotros: con nuestros barrios, con nuestra vida cotidiana –dice Basso-. En esa época muchos artistas del rock local se iban a New York y se mostraban caminando por esas calles. En ese sentido estuvo bueno mostrar a Chacarita: la señora vendiendo Flores, el cementerio. Algo muy porteño y portuario".
La canción comenzó a rotar en las radios y las incipientes señales de videoclips. Como "Sur" o "Balderrama", sublimaba una esquina fatalmente idiosincrática. A diferencia de "Sur" o "Balderrama", lo hacía con una música deliberadamente universal. ¿O acaso las canciones de Troilo/Manzi y Leguizamón/Castilla también lo eran? Poco a poco, trascendió su nada desdeñable status de hit y se transformó en otra cosa. El Gobierno de la Ciudad acabó declarando al bar como Sitio de Interés Cultural y, a fines de 2006, el grupo aprovechó su featuring con David Byrne para hacer una suerte de remake: "Hoy no le temo a la muerte". Reunió a buena parte de la troupe y, alrededor del Rodney, montó un western porteño. Ahí está el paredón del cementerio, el puesto de flores, el acordeón, los parroquianos jugando al ajedrez. El cantante de los Talking Heads apostado en el mostrador. El close-up de Byrne cortando fetas de mortadela no tiene precio. Para todo lo demás…
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