La música, con faja de clausura
En su admirable introducción al libro de memorias de Max Gordon, Live at the Village Vanguard , Nat Hentoff describe un infierno que los músicos neoyorquinos imaginan que existe sólo para ellos, con un primer círculo demoníaco habitado por críticos, otro por representantes de artistas, un tercero repleto de dueños de grabadoras y, por último, el más temido, el que alberga propietarios de clubes nocturnos, diablos con todas las características perniciosas de los anteriores, más la deformación de que no les interesa ningún tipo de música.
Seguramente que muchos de los que tocaban y cantaban en la noche porteña y algunos de los que tienen la suerte de seguir haciéndolo deben sentirse identificados con esa fantasía de un infierno aparte donde hacerlos sufrir, porque se ha vuelto realidad después de la Nochebuena de 2004, cuando la tragedia de Cromagnon hizo salir de sus oficinas a una especie dormida de demonios con forma de burócrata, más peligrosa y desconsiderada que todos los comentaristas, agentes y empresarios juntos, empeñada en clausurar cuanto local le permitiera un conjunto de normas olvidadas, quizá por innecesarias, en una ciudad afortunadamente sin tradición en lo que respecta a siniestros en bares musicales.
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Para su crónica de hace diez días en esta sección, Sebastián Espósito no dejó sector por consultar ni testimonio sin recoger respecto del futuro de los pequeños espacios con intérpretes en vivo. Si es que lo tienen, porque, como puso en evidencia el minucioso informe, no parece haber un solo funcionario o legislador dispuesto a jugarse por reparar un daño que el pánico les hizo causar hace casi dos años y han agravado con un nuevo repertorio de decretos y regulaciones.
A pesar de que la causa de la cultura es mencionada sin que corresponda, porque en muchos casos se trata apenas de bolichitos con un cómico inferior o algún rockero envejecido, lo que se advierte es la convicción oficial de que lo que están matando no es un circuito importante y a los artistas perjudicados es fácil tranquilizarlos con la promesa de un par de fechas en ciclos de recitales gratuitos.
No es como ellos creen, porque nadie aprende su oficio sin ejercerlo. Igual que los nuevos médicos están obligados a padecer las residencias y los abogados sus pasantías, para los músicos en formación es fundamental la amargura de probarse, casi gratis, en un pub de barrio, ante público desconocido, indiferente y probablemente hostil, porque han venido a escuchar el número siguiente.
Sólo en esos lugares sin pretensión, pero muy exigentes es posible desarrollar los reflejos para manejar situaciones adversas con naturalidad y aprender los aspectos de la profesión que no tienen que ver con la música pero son esenciales para continuar en ella: la honestidad de reconocer que el repertorio de originales que fascinaba a novias y amigos resulta inaguantable para los extraños, que lo que sonaba logrado en los ensayos parece desastroso la noche del debut y que el conjunto de amigos encaminado a la gloria dejará de existir al terminar su primer show.
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No son espacios de experimentación trascendental lo que han cerrado sino simples bares con orientación musical, locales de entretenimiento donde el estilo de diversión suele cambiar según la concurrencia de la semana anterior y no sólo son necesarios para establecer músicos. También los oyentes se inician ahí, generaciones que han nacido con los auriculares puestos que descubren la posibilidad de escuchar la música directamente y que las canciones de Sabina emocionan más cantadas a cinco metros por un mal imitador que por el propio autor en la cancha de River.
Sin atreverse a poner su firma a la frase que lo volvería inmortal -"La música no es prioritaria"-, más de un político reconoce que ésa es la realidad, consecuencia de velar por la seguridad de los espectadores, como si no supieran que en la ciudad de Buenos Aires es mucho más probable ser ultrajado, asaltado, embestido o despojado del vehículo camino del pub que morir dentro de él. No es el bienestar de la gente lo que los obsesiona, sino evitar cualquier acción discutible que pueda dejarlos afuera de las listas sábana en preparación. Por eso seguirán sin hacer nada.
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