La leyenda de Robert Johnson
Probablemente escarmentado por su experiencia con Fausto, el diablo optó por cobrar contra entrega en otro de sus pactos conocidos al volverse leyenda y se apresuró a tomar el alma de Robert Johnson a los veintisiete años, sin permitirle disfrutar de la gloria de haberse convertido en un genio del blues rural, gracias -se fantasea- a cierto convenio demoníaco celebrado en un cruce de caminos.
Todas las investigaciones que en el último medio siglo han intentado trazar una biografía oficial de ese esquivo personaje, consagrado con cierta precipitación como el más grande artista de blues y uno de los padres del rock and roll, sólo han servido para desarchivar documentos contradictorios, agregar testimonios odiosos de ancianos desmemoriados y terminar reconociendo la imposibilidad de certezas respecto de un solitario indescifrable que vivió con distintos nombres sin permanecer demasiado tiempo en ningún lugar.
Es indudable que ya no existía en diciembre de 1938, cuando el productor John Hammond, que lo anunciaba en el primero de sus conciertos "Spirituals to Swing", debió recurrir a Big Bill Broonzy ante la emergencia de que Robert Johnson había muerto en agosto, envenenado con estricnina, o apuñalado, o -más probablemente- de neumonía.
Medio Carnegie Hall lo lloró sin saber quién era mientras sonaban sus discos la noche del recital, pero luego de ese homenaje cayó en el olvido generalizado durante casi un cuarto de siglo, interesante sólo para eruditos del blues, por el sentido dramático con que expresaba letras desoladas y pesimistas, o admiradores de su maestría en el slide, la técnica de deslizar un cuello de botella sobre las cuerdas de la guitarra.
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El mismo John Hammond que no alcanzó a tenerlo en sus ciclos fue responsable de la resurrección popular de Johnson en 1961, cuando presentó el primero de los dos volúmenes de su obra completa -que se limita a veintinueve temas- con una espectacular ilustración de Burt Goldblatt representando un guitarrista agobiado y el contundente título "King of the Delta Blues Singers".
En un momento en que los norteamericanos habían dejado de desdeñar expresiones negras para admitirlas como parte de su tradición musical, el impacto de esos blues trágicos, sobre los que algo se podía leer pero casi nadie había escuchado, fue extraordinario, aunque lo que realmente puso a Robert Johnson en boca de todos los jóvenes del mundo fue un detalle tan trivial como la presencia de su long play en la tapa de "Bringing it all back home", el influyente álbum de Bob Dylan, no por casualidad, otro descubrimiento de Hammond.
Los ingleses no tardaron en sumarse a la causa: Keith Richards, Brian Jones, Peter Green y Eric Clapton, que ha confesado que de joven no le dirigía la palabra a alguien que no conociera a Robert Johnson y ahora acaba de darse el gusto de su vida tributándole "Me and Mr. Johnson". Con semejantes adhesiones, más la aureola de artista maldito en fuga asesinado por líos sentimentales, se completó lo que faltaba para canonizarlo como un gigante del blues.
A desmentir esa exageración está dedicado el último libro de Elijah Wald, "Escapando del Delta", que por primera vez devuelve el mito al lugar que le corresponde -el universo de todos los que componían y tocaban blues en el área del Misisipí durante los años de la depresión- y las conclusiones son polémicas, pero muy bien fundamentadas: Johnson fue una figura menor, comparado con sus contemporáneos; no tuvo ninguna influencia después de su muerte y sus pocos discos fueron recibidos con indiferencia por el público negro.
Adjudica el equívoco a una deformación de la historia del blues por escritores blancos, al error de considerar primitivos a profesionales muy versátiles y al racismo de confundir miseria, analfabetismo y disipación con autenticidad folklórica. Pero ya se sabe que el diablo nunca duerme, y siempre cabe la posibilidad de que este autor sea uno de sus abogados.
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