Profundizando el enclave político, los periodistas Daniel Riera y Fernando Sánchez acaban de reeditar Virus. Una generación: su biografía dedicada a la banda de los hermanos Moura.
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No hace falta un libro de ciencia ficción: los viajes en el tiempo están ahí. En la primavera de 1981, Gustavo Santaolalla bajó de su vuelo desde Los Ángeles con su modernísima guitarra Schecter en la mano derecha. Traía la buena nueva de la new wave enredada en su corte de pelo. Empezando por Charly García, casi todo el circuito del rock argentino lo miró por encima del hombro. Apenas unos días después, atravesó la puerta de Uriburu 40, subió al primer piso de CBS y dispuso los equipos para grabar toda esa música de vanguardia que traía desde el corazón mismo de la contracultura. De pronto, entraron en la sala unos muchachos que parecían salidos de un dibujo de Renata Schussheim: ojos hipertiroidicos, remeras sin mangas, expresión hierática. Según explicaron, venían de La Plata pero ya estaban hablando la lengua argentina de pasado mañana. Un lunfardo donde se mezclaba la mano rockera con el lenguaje publicitario, el posmodernismo y el murmullo del levante. Virus, como dice Eduardo Berti, ya era una banda post-Malvinas antes de Malvinas.
En la flamante reedición de Virus. Una generación (Vademecum), los periodistas Daniel Riera y Fernando Sánchez reconstruyen la historia de la banda y se llevan puesto el zeitgeist argentino de esa encrucijada: la utopía de los setenta y el cuerpo de los ochenta. Como si fuera una nave nodriza, la saga de los hermanos Moura reclama todas las partes para su propio campo magnético. El resultado, a la luz de todos estos años es una obra incluso mucho más política de lo que se suponía. En ese sentido, que el kilómetro 0 del libro sea un Día de la primavera parece una broma maravillosa. Pero así fue.
El 21 de septiembre de 1981, durante su presentación en sociedad en el festival Prima Rock, Virus salió a la cancha para tocar todo su repertorio en apenas veinte minutos. Nadie está preparado para el desaire, pero la banda estaba lista para los naranjazos. “Los ametrallamos”, dice Julio Moura en el libro. “Veníamos de ensayar cinco horas al día durante un año, y fuimos los que mejor sonaron, lejos”. De manera que no eran inocentes. Los Virus no solo habían salido a matar al toro sino que, en el reinado de Spinetta Jade y las guitarras Ovation, canciones como “Soy moderno, no fumo” sonaban deliberadamente como una afrenta. El rechazo, sin embargo, fue menos resultado de la música que de un gran malentendido. Aunque para entonces la new wave era la sintonía planetaria, en la Argentina no representaba un cambio sino una regresión. Además, ¿quién diablos tenía licencia para ponerse a bailar el wadu wadu en plena dictadura? Por empezar, los hermanos de un desaparecido.
Para esta reedición, Riera y Sánchez decidieron poner un acento aún más marcado en la historia de Jorge Moura. El hermano mayor que, el 8 de marzo de 1977, fue secuestrado por un grupo de tareas disfrazado de cuadrilla de SEGBA. Esa herida, que durante mucho tiempo permaneció casi velada, arma un claroscuro que define con más precisión la parábola del grupo. “Amplié la parte de Jorge porque ayudaba más a entender el concepto de Virus y la pertenencia del proyecto artístico a una generación signada por determinados hechos, entre los cuales estaba la lucha armada del mayor de los varones Moura”, explica Riera. “Por otro lado, cuando publicamos el libro mucho no se sabía, o por lo menos nosotros no habíamos tenido acceso a fuentes sobre la militancia de Jorge. Bastante tiempo después se publicó un libro capital: Monte Chingolo, de Gustavo Plis-Sterenberg. Ahí se cuenta la responsabilidad que tenía Jorge en el ERP y el hecho de que conducía el camión que intentó entrar a Monte Chingolo. Es decir, era un cuadro muy importante y un combatiente. Así que me pareció importante destacarlo y contarlo, amén de que cuando hay un desaparecido uno tiene que hacer lo posible por contar quiénes fueron sus desaparecedores”, agrega Riera.
Los autores también profundizan la historia de Luis María Canosa, el cantante de Dulcemembriyo, la primera banda de Federico y Daniel Sbarra. Un carismático soldado de la psicodelia que, en el verano de 1978, fue detenido por posesión de una pequeña cantidad de drogas (“porros, un ácido, da lo mismo”, dice el libro) y terminó acribillado en la tristemente célebre masacre del Pabellón Séptimo de la cárcel de Villa Devoto. El Indio Solari no solo lo evoca en aquella canción de El tesoro de los inocentes, sino que muchos años antes se lo había encontrado en un pasaje onírico de “Toxi Taxi” (La mosca y la sopa, Patricio Rey y sus Redonditos): “Un sueño con Luis María / muerto cuando me decía / ‘cada día veo menos / cada día veo menos / creo, menos mal’”. A su modo, ambas muertes tocan trágicamente los límites de una experiencia: el sueño colectivo de los setenta cifrado en la militancia o la contracultura. “Me parece que la historia de Jorge y la historia de Luis María ayudan a entender de qué hablamos cuando hablamos de una generación”, dice Riera. “Y se relaciona con aquel texto de Gabriela Borgna donde decía que parecía que esa generación estaba destinada a que ninguno de sus integrantes se muriera de viejo”.
En efecto. “Una generación”, el subtítulo del libro, proviene del obituario dedicado a Federico Moura que Gabriela Borgna escribió para Página 12. El artículo se reproduce íntegro y Eduardo Berti, en el prólogo, reconstruye las circunstancias emotivas de su redacción. Alternativa y a veces simultáneamente, la periodista teclea y llora sobre su máquina de escribir. En todos los sentidos posibles, es una escena inolvidable. “Tras el fallecimiento de Federico, Gabriela ya apuntó una clave de lectura política de Virus”, dice Riera. “Obviamente, esta clave de lectura no era mayoritaria, no abarcaba al público masivo que en buena medida estaba compuesto por adolescentes. En esa época ya se hablaba del rock de la Primavera democrática, pero se lo hacía con cierta sorna. Con un cierto grado de desdén. Después se siguió diciendo lo mismo, pero con otra carga semiótica”.
La música de Virus puede leerse como un ensayo: una ética del hermano menor. Julio, Federico y Marcelo metabolizaron la experiencia de sus mayores tocando una música directo a los pies. Cínica, bailable, sensual. Inmediata. En lugar de caminar rumbo a la utopía social salieron disparados a recuperar la potestad sobre su propio cuerpo. Influidos por bandas como Devo y el pop-art del Instituto Di Tella, escribieron ese primer puñado de canciones y las tocaron en clubes y discotecas. La clave, la raíz de su gloria y del malentendido, es que cerraban la cocina con siete llaves. Un mago nunca debe revelar su truco. Si es que lo sabe.
Y entonces, Malvinas. A partir del 2 de abril de 1982, la cúpula militar hizo un llamado a los jóvenes y extendió un comunicado para cada uno de sus interventores en las señales de radio: nada de música cantada en inglés. Encendidos por un chispazo auténtico de solidaridad, algunos músicos del rock comenzaron a entrever un recital: un llamado a la paz y un gesto de empatía para todos los soldados argentinos que estaban en la trinchera. Daniel Grinbank, Pity Iñurrigarro y Alberto Ohanian, los tres grandes productores de la época, se pusieron manos a la obra y los militares extendieron su mano de hierro. Pusieron tanques y camiones en la entrada de Obras Sanitarias y, el 16 de mayo de 1982, “auspiciaron” el Festival de la Solidaridad Latinoamericana: un recital transmitido por televisión donde, mientras se reunían vituallas para las tropas, tocaron desde León Gieco a Luis Alberto Spinetta, pasando por Litto Nebbia, Pappo, Tantor, Rubén Rada, Raúl Porchetto, Edelmiro Molinari, Ricardo Soulé y Miguel Cantilo. El rock, uno de los movimientos culturales reprimidos y perseguidos del período, parecía recibir la bendición de la dictadura.
Virus declinó la invitación, pero no se quedó con las manos vacías: compuso una canción. Sobre un riff que pendulaba entre el punk y la música a-gogó, el letrista Roberto Jacoby escribió una alegoría swifteana: “Nos han invitado/a un gran banquete/habrá postre helado/nos darán sorbetes./Han sacrificado jóvenes terneros /para preparar una cena oficial/se ha autorizado un montón de dinero/pero prometen un menú magistral”. Federico canta con una mueca de distancia. Yo no quiero estar aquí, parece decir. Pero ahí está: en el corazón de la pista de baile, observando la repartija mientras apila la bronca como si fuera leña.
“‘El banquete’ habla de lo que pasaba en ese momento, cuando estaban llamando a toda la gente a apoyar la guerra de las Malvinas”, dice Jacoby, en el libro. “Virus fue el único grupo que no participó (nota del editor: tampoco Los Violadores participaron de dicho festival)... La historia después se inventa, todo ese surgimiento incontrolable de la juventud; lo que pasaba de verdad era que la juventud estaba apaleada, y las cosas que se hacían eran subterráneas. Tuvieron que prohibir la música en inglés y tuvieron que venir los militares a organizar a la gente... En ese sentido, Virus era muy estricto, algo curioso porque supuestamente era un grupo frívolo, pero fue el único que tuvo una posición clara, con la que se puede o no estar de acuerdo. En ese momento estaba clarísimo”.
Registrada en los estudios Panda, “El banquete” fue la punta de lanza de su segundo disco: Recrudece. A la distancia, resulta el primer estigma de la Santísima Trinidad del Cinismo. Las otras dos marcas, grabadas en el mismo estudio y en el lapso de un año, son “No bombardeen Buenos Aires”, de Charly García y “Pensé que se trataba de cieguitos”, de Los Twist. Uno quiere pasarla bien (poner un disco, hacer el amor con su novia), pero la amenaza de los DC 10 se lo impide. Otro es detenido por una patrulla parapolicial pero prefiere ver a seis amables cieguitos. Expuestos en la vanguardia, los Virus asisten al banquete solo para meter el dedo en la llaga: el pecado original del rock argentino.
“En general, siempre hubo una tendencia a pensar en Virus como una banda banal o light”, dice Riera. “Me parece que el tiempo ha desterrado esa visión prejuiciosa por lineal. Por básica. La combinación de Roberto Jacoby y Federico como cabezones en el concepto de Virus dio lugar a un mensaje muy poderoso y polisémico. Creo que ahora lo podemos apreciar en toda su profundidad. Y en toda su potencia”.
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