La historia de Roberto Edgar de Volcán: el éxito, la amistad con Maradona, las giras con Charly, la depresión y la fe
"Yo creí que lo que nos estaba pasando iba a durar para toda la vida. Me he equivocado muchas veces y me sigo equivocando, pero en su momento, con la vorágine, no entendía dónde estaba". El mareo de Roberto Pascual Rodas, conocido como Roberto Edgar de Volcán por cualquiera que haya transitado los 90, se explica desde la velocidad: a los 15 llegaba de Misiones a Buenos Aires con una mochila; a los 17, llenaba teatros en la calle Corrientes, almorzaba con Mirtha Legrand y giraba por Centroamérica. Pasó en tiempo récord de ser -literalmente- el último de la fila del casting de Pasión de sábado a rogar un día libre para salir con una chica. Para apaciguar el vértigo, pidió que por un tiempo espantaran a quienes querían contratarlo para fiestas privadas pidiendo triple cachet. "Cuando fui a la productora tenía la misma cantidad de shows. Pregunté qué había pasado y me dijeron ‘Roberto, yo pido el triple... pero la gente lo paga", recuerda.
A los 8 años entró a cantar a la banda que habían formado sus tíos. Su acervo musical incluía toneladas de sertanejo (una especie de country brasileño que se consume a granel en la frontera), algo de rock nacional ("fui a ver a Fito Páez y a Miguel Mateos Zas") y nada de cumbia. Su sueño era ser un cantante conocido, y su mamá Ilaria lo sabía mejor que nadie. "Un día me llamó desde Buenos Aires y me dijo: ‘Hay posibilidades de que hagas música, hice escuchar tu casete y gustó tu voz’. Roberto cursaba segundo año del secundario y pensaba ser guía de turismo. "Era un desafío porque yo dejaba mis amistades, mi pueblo, los estudios", cuenta, pero no lo pensó demasiado: armó el bolso y se fue solo, con quince años y sin un peso, a la Capital.
Lo recibió Patricia, ahijada de su madre, y juntos encararon para el casting que se hacía en Riobamba 280, el edificio de Crónica TV. Llegaron a las 4 de la tarde y había una cola de dos cuadras en la que Roberto era, como decíamos, el último. "Estuvimos hasta las 9 de la noche haciendo fila: cuando llegamos, el tipo que entrevistaba estaba agotado. Me pidió un demo para Roberto Fontana, el productor de Pasión de sábado. Yo no tenía nada, apenas un casete casero, no era un demo, así que me dio una tarjetita para que me acercara a un lugar para grabar dos temas, para que me escucharan", cuenta. Lo que parecía una gran noticia no lo era tanto: "Salí llorando. Le dije a Patricia: ‘Me vuelvo, no tengo un peso, no puedo conseguir la plata’". Grabar costaba -a plata de hoy- unos 8 mil pesos: inalcanzable para un pibe que había venido con lo puesto. Con todo, el esfuerzo familiar lo hizo posible: hubo demo y hubo presentación ante Fontana en un pub de la Avenida Directorio. Cantó y se llevó el ok ahí mismo.
Volcán era, al principio, una boy band "tipo Menudo o Tremendo". Hacían música pop que pasó con más pena que gloria hasta que Fontana vio el futuro: la cumbia juvenil, con pelo largo y gel y aritos y coreos y mucha cama solar, todo un despegue de la movida que -si bien ya estaba instalada en el mainstream- no tenía referentes en la generación X (hasta entonces los ídolos tropicales eran Riki Maravilla, Alcides, Pocho La Pantera y Gladys la Bomba Tucumana: todos bastante por arriba de los 30 años). El tercer disco se llamó Te sigo queriendo, salió en 1996 y disparó la volcanmanía de la mano de "Esa malvada", una canción que a Roberto no le movía el amperímetro ("la verdad: ni siquiera la consideraba un buen tema") pero que lo convirtió en estrella.
"Nosotros en Misiones tenemos una ciudad que se llama Puerto Rico. Un día llego a la productora y me dicen ‘llamaron de Puerto Rico’. Yo dije ‘ah sí, de ahí de Misiones’. No: ‘Puerto Rico, de Centroamérica’, me dicen. La cadena Guapa estaba interesada en editar un CD nuestro, hacer una gira por Miami, grabar un clip. No entendía nada", cuenta. Tampoco entendía nada Roberto cuando Fontana le informó cuál sería el siguiente paso: tocar en el Teatro Ópera, algo que hoy puede parecer habitual pero que en aquel momento era inédito para un grupo de cumbia.
"Hacíamos hasta nueve shows por noche en Capital Federal. Arrancábamos a las siete de la tarde haciendo matineé y terminábamos a las 9 de la mañana del otro día. También hacíamos tres provincias en una noche. A las 4 de la tarde La Pampa en un avión privado, después Mendoza a las 9 de la noche y a las 3 de la mañana La Rioja", dice. Un mediodía comía con Mirtha, otra noche visitaba a Susana Giménez en Hola Susana, a la semana se abrazaba a Tinelli en Videomatch: su cara era patrimonio nacional. "Yo vivía solo en Cabildo y Juramento y le decía a mi mamá, que estaba en Misiones, que me sentía mal y no podía bajar a la farmacia que tenía enfrente porque con el humor que tenía y estando enfermo iba a tener que firmarle un autógrafo a una persona, después a otra, después saludar a otra, y me iba a demorar muchísimo. Yo quería saludar y firmar, pero uno es un ser humano y tiene sus días. Y estamos hablando de Belgrano: ni hablar de si era Quilmes", recuerda.
En una de sus escasas noches libres fue a cenar al noventosísimo Ski Ranch. En plena comida el gerente lo llamó y él se molestó: "¿Este tipo no ve que estoy con mis amigos?", pensó. Pero le insistieron: "Vení, por favor, que te quiero presentar a una persona". Finalmente accedió, cruzó el salón apurado y llegó a otro que funcionaba como boliche. Lo recibió una ronda de personas que se fue abriendo de a poco para revelar a la persona que lo quería conocer: se trataba de Diego Armando Maradona.
"Roberto, tenés que venir a cantar, se viene el cumpleaños de Giannina, mostrame el pasito", le dijo el futbolista más grande de la historia, y le dio su número personal. Días después Volcán cantaba en la famosa quinta de Moreno (aquella de los balinazos a la prensa). "Y después he salido muchas veces con él a La Diosa, a La Morocha en Palermo, a varios lugares. Y la verdad que fue increíble porque siempre lo admiré", cuenta Roberto, como quien habla de un primo lejano.
La vida de Roberto Edgar era eso: sacarse una foto dándole un pico a Maradona, ir a la televisión, cantar en todos los boliches de la Argentina y pensar que lo suyo sería "eterno". Así fue hasta el día en el que cambió todo: el 19 de junio de 1999.
"Yo estaba en Chacabuco, a punto de hacer un show. Vino una persona del pueblo que estaba mirando Crónica TV y preguntó por mí. Le dijeron que estaba por subir a cantar y dijo: ‘Avisale que la mamá y Fontana tuvieron un accidente antes de llegar a Mar del Plata’. Mi manager de ese momento, cuando recibió la noticia, no me avisó: dejó que subiera a cantar y recién cuando bajé me contó. Priorizó la plata", dice. Los teléfonos de Ilaria y de Fontana sonaban y sonaban. Llamó a Pablo Serantoni, hijo del socio del productor: "Me atendió llorando y me decía: ‘Roberto, no hay nadie’. No me decía otra cosa: ‘No hay nadie, no hay nadie’, y gritaba y lloraba. Corté el teléfono y empecé a correr. Llegué a una remisería, me tomé un remis y me fui a Buenos Aires. Y en Buenos Aires agarré mi auto y me fui a Mar del Plata". Su mamá, su padrastro, Roberto Fontana y otros ocupantes del vehículo habían muerto. Y meses después de este golpe, otra tragedia: su hermano de quince años moría en un accidente de moto en Puerto Iguazú.
Cinco años le llevó a Roberto empezar a recuperarse. De verlo en todos los programas y en todas las revistas, el público pasó a preguntarse qué sería de él: dejó la música de un momento a otro y puso un bar en Palermo para sobrevivir, pero no podía levantar cabeza. Así, hasta que un día tocó fondo en su depresión y tomó la decisión de quitarse la vida.
"Estaba en el edificio de Cabildo. Subí a la terraza con la intención de arrojarme desde ahí: ya había decidido suicidarme. Agarro el picaporte, voy a girarlo y le pido a Dios que no deje que tome esa decisión. Le pedí que me dé fuerza, me arrodillé, me puse a orar y pude pasar ese momento", recuerda. Lo salvó su fe y la idea de que tenía que estar para sus hermanitos Joaquín y Micaela, que en ese entonces tenían tres y siete años: "Yo miraba alrededor, los veía a ellos y decía: ‘No puedo ser tan cobarde de dejarlos solos, me van a necesitar’".
Subí a la terraza con la intención de arrojarme desde ahí: ya había decidido suicidarme. Agarro el picaporte, voy a girarlo y le pido a Dios que no deje que tome esa decisión
En plena levantada se dio un gusto: comprarse su propia limusina. "Yo había grabado el clip de ‘El agua brava’ en una, y cuando subí dije: ‘Guau, en algún momento quiero tener una mía, para viajar con mis familiares, salir de joda, todo’", dice. Un día sonó el teléfono del bar: alguien le quería alquilar la limo que tenía estacionada en la puerta. "No, no la alquilo, es mía", contestó, hasta que escuchó las palabras mágicas: "Mirá que es para Charly García". Roberto la ofreció gratis.
"A partir de eso fueron seis años que Charly usó la limo. Muchas veces en notas pusieron ‘el chofer de Charly García’, pero yo alquilaba mi limusina. No ponían ‘la megastar del rock nacional alquila la limusina de Roberto Edgar’", dice. Él manejaba y, cuenta, había amigos que ofrecían pagarle para viajar con ellos.
Desde hace unos años Roberto volvió a Misiones. Se casó, es padre de un hijo de cinco años, conduce un programa en un canal local y maneja un boliche en Cataratas. Tenía a Volcán guardado en un baúl hasta que Agustín, el rubio del grupo, le propuso volver: "‘Tenemos que festejar los veinte años’, me dijo, pero le contesté que no. Me imaginaba las giras, las notas, meses sin mi familia, y dije que no". La contrapropuesta fue una vuelta de un solo show en Pasión de sábado, y ahí sí Roberto accedió.
"Hago el viaje a Buenos Aires, ensayamos el pasito de Volcán, todos los temas. Dije ‘voy a tocar y me vuelvo’, pero cuando me encontré con los chicos empezamos a recordar anécdotas y me generó una cosa tan linda. Es como encontrarte con tus amigos del secundario", cuenta. Desde ese momento Volcán existe otra vez, aunque lejos de la locura de los 90: "Hacemos dos, tres presentaciones en una noche. Llego temprano al lugar, me saco fotos con la gente, lo disfruto segundo a segundo", dice. Hoy Roberto Edgar, el amigote del Diego, el que se iba de gira con Charly García, el que bailaba en el living de Susana, tiene 42 años y vive por su música, su familia y su fe: "Si me preguntás si me mareé, te digo que sí. Pero hoy vivo de otra manera. Yo la pasé muy mal, y si alguien atraviesa momentos difíciles quiero dejarle el mensaje de que se puede salir: todo lo podemos llevar con la ayuda de Dios".
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