La fábula que nació del pedido de una maestra jardinera y se convirtió en un clásico del rock local
Sabemos lo que hicieron en el verano de 1966. En el compás que se abrió entre la iluminación de Elvis y el naufragio de Villa Gesell, Mauricio Birabent ( Moris , según la adaptación fonética de su maestra de francés) pasó del dixieland al jazz moderno, moduló hacia João Gilberto y leyó Los Vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac Siguiendo esa pista bajó hasta el sótano de La Cueva y, unos meses más tarde, montó el Juan Sebastián Bar en la playa. Ahí, entre los eucaliptus y los médanos metafísicos de la costa atlántica, selló una alianza con Javier Martínez para tocar un repertorio donde cabían tanto standards traducidos de blues y rock & roll como algunos boleros del Trío Los Panchos y "La sombra de tu sonrisa", de Astrud Gilberto. Esa alquimia, poco a poco, empezó a drenar sus propias canciones. Es decir, el rock argentino.
De regreso en Buenos Aires, grabó "Rebelde" junto a Los Beatniks y armó un escándalo situacionista frente a Mau Mau para promocionar el simple. Las cosas no salieron bien para el grupo, pero allanaron el camino de Los Gatos. El 19 de junio de 1967, cuando Nebbia comenzó a cantar en los estudios TNT, el público ya había preparado su sensibilidad para recibir la unción de "La balsa". Moris, que estaba veloz de reflejos, aprovechó el abordaje como un polizón y registró su propia versión de "Ayer nomás" junto a la letanía de "De nada sirve". El técnico le regaló las cintas con mucho sentido de la justicia: lo que estaba ahí dentro era un pedazo de vida.
"Eran todas composiciones de calle, de bar, de noche, de esquina, de vida, de ruta –dice Moris en Rock de acá, el libro de Ezequiel Ábalos–. En realidad, te diría que casi eran pedazos de vida, de la vida mía y de la vida de todos. Porque ¿sabés que pasa? Algo muy importante para todos nosotros, para la vida cultural argentina, es que en ese momento no había la sensación, como puede haber hoy, que si yo grabo una buena canción puedo tener un buen éxito o puedo tener un buen movimiento y que la puede pasar una radio y que tengo la promoción y que tengo el auspicio. En realidad, era como estar haciendo canciones para un público inexistente, para radios inexistentes, para conciertos inexistentes".
Un buen día, sin embargo, alguien le encargó una canción para un público muy específico. "Una maestra jardinera me pidió que le escribiera una canción para cantar con los chicos en el jardín de infantes –recordó Moris–. Tenía mi guitarra a mano y la compuse en el momento, en diez minutos. Está escrita bajo el influjo de las fábulas de Esopo y de La Fontaine. Argentina estaba bajo el gobierno militar de Onganía, la situación social era muy conflictiva y en ese contexto surgía el rock nacional. Casi nadie creía que un joven de pelo largo nacido en este país pudiera ser un compositor hecho y derecho".
Según el texto incluido en Treinta minutos de vida, Moris compuso la versión original en Do mayor. Si la letra salió de un tirón, como apuntó el propio autor, cabe suponer que versos y música nacieron de la mano: de Do hacia su relativo menor (La) y así. Apoyado en el formato de la fábula, Moris desplazó el sujeto lírico hacia la piel del animal y puso el relato en suspensión.
La canción sucede en dos tiempos. Desde un largo cautiverio de cuatro años, el oso cuenta su historia en cuatro estrofas armónicamente idénticas: el origen idílico del bosque, la llegada del hombre con sus jaulas, la vida en el circo, la melancolía irrenunciable. Entonces sobreviene uno de los grandes hallazgos de Moris como compositor. En el mismo momento en el que la simetría armónica y el relato alcanzan su punto crítico, se produce un cambio musical dramático y el oso encuentra su oportunidad: "En un pueblito alejado / alguien no cerro el candado / era una noche sin luna / y yo deje la ciudad". El resultado es épico.
La estrofa final sucede, como quería Ricardo Soulé (Vox Dei), en puro tiempo presente: "ahora piso yo el suelo de mi bosque / otra vez el verde de la libertad. / Estoy viejo pero las tardes son mías, / vuelvo al bosque, estoy contento de verdad". Entonces sobreviene un tarareo que pendula entre el perfume de la euforia y un fondo de tristeza. Es decir, la libertad. Mejor aún: el sacrificio de la libertad. "Después la canté por primera vez y lloré", anotó Moris. No era para menos.
El 12 de Noviembre de 1968, en la Sala Apolo, Jorge Álvarez y su equipo montaron una suerte de happening con una novia, un mago y tres números musicales: Los Abuelos de la Nada, Cristina Plate y los debutantes Manal. Además de transformarse en uno de los grandes eventos culturales del año, el lanzamiento de Mandioca habilitó el encuentro entre Moris y Álvarez. El editor, que tenía arte y olfato, escuchó las cintas del 67 y levantó el teléfono.
Para la grabación de su primer simple, Mandioca cerró un puñado de horas en los estudios TNT y le otorgó total soberanía. Moris reclutó a tres músicos de su absoluta confianza y, para el registro de "El oso", planeó una intro y subió la canción un tono completo. El contraste entre la crudeza de Moris y la sutileza del acompañamiento resulta, a medida que pasa el tiempo, más encantatorio. Richard Green, uno de los habitués de La Cueva, abre el juego con una melodía de órgano. Pappo toca un bajo funcional y, aunque el tema no tiene síncopa, los fills de Javier Martínez lo vuelven casi bossanovístico.
En la segunda mitad de 1969, Mandioca comenzó a distribuir el simple con "El oso" en algunas disquerías estratégicas. Por la similitud de sus nombres, un error bastante difundido en la historiografía dedicada a los orígenes del rock argentino ubica a "Escúchame entre el ruido" en el Lado B. No es así. Como corrobora Extraños de pelo largo (Vademecum), la inminente Enciclopedia del Beat en la Argentina firmada por Mario Antonelli, el lado B era una canción completamente diferente llamada "Escúchame": un beat confesional y up-tempo. Como era costumbre del sello, aquel simple (nº 8 en el catálogo) venía bellamente acompañado por una fotografía del artista y, en la contratapa, la reproducción de un artículo de Primera Plana.
En el retrato, Moris estaba apoyado contra la pared con la guitarra y su "pinta de varón". Aunque su estampa y su voz de barítono parecían girar alrededor de una idea arquetípica de la masculinidad, estaba decidido a mostrar los puntos vulnerables como una suerte de programa político.
En esa tensión entre su imagen y su palabra radica, en buena medida, el éxito de ese programa. Así, si "Escúchame entre el ruido" sería su manifiesto sobre la sexualidad (a la distancia, su deconstrucción), "El oso" trabaja sobre la base de la ternura: un color muy caro a los comienzos del rock rioplatense. La canción de Moris, en ese sentido, se inscribe en la tradición que une a "El rey lloró" con "Mariposas de madera", pasando por "Plegaria para un niño dormido" y la perla uruguaya firmada por Eduardo Mateo y Horacio Buscaglia: "Príncipe Azul".
"El oso", por utilizar una metáfora acorde, prendió rápidamente. No solo fue primera canción de fogón del rock argentino, sino que saltó el vallado del género y León Benaros la incluyó en su Cancionero Popular Argentino bajo el rótulo de beat. Moris no se inmutó: estaba en la suya. "Niego a todos los maestros del mundo –anotó en su diario-. Un gato está más cerca de la realidad que el Himno Nacional. Ford no puede fabricar una mandarina. Soy un Dios con una venda en los ojos".
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