La encrucijada que llevó a Soda Stereo a cambiar para convertirse en la banda más grande de Latinoamérica
Como parte de la colección Vademecum, acaba de editarse Uniendo Fisuras, el libro del periodista Diego Giordano que cuenta la historia de Signos y el gran salto continental de Soda Stereo. Una saga de histeria, oscuridad, excesos y el alba del genio de Gustavo Cerati.
En el invierno de 1986, Gustavo Cerati recibió un llamado desde España. Interferida por la estática del océano y la distancia, su exnovia Noëlle Balfour le contó que estaba embarazada y cerró el capítulo de la historia. Solo, en el medio del departamento de Juncal que debía compartir con Noëlle, Cerati se atrincheró detrás de sus guitarras, una portaestudio Tascam 388, un procesador Yamaha y un sampler Akai. No era precisamente un tiempo de paz. Ensayaba casi a diario, tocaba todos los fines de semana y, para calmar su pantagruélica sed espiritual, giraba por boliches como Line o Fire durante la jornada hábil del resto de los mortales. Por entonces, Soda Stereo se enfrentaba a la arquetípica encrucijada del tercer disco. El cierre de su contrato con CBS ponía sobre la mesa una disyuntiva: o pegaban un verdadero salto o quedaban condenados al circuito porteño. Absolutamente confiado en el talento de sus protegidos, el manager Alberto Ohanian programó el comienzo de una gira continental para la primavera. ¿Presión? ¿Quién dijo presión?
Uniendo fisuras, el libro del periodista rosarino Diego Giordano que acaba de editar la Colección Vademécum, cuenta y decuenta la historia del resultado: Signos (1986). "Es el disco que marca el salto evolutivo más importante en la carrera de Cerati como compositor de canciones –dice Giordano-. Hasta Nada personal, Cerati se atenía a un esquema formal tradicional, con estrofas y estribillos bien diferenciados. En Signos aparece una concepción dinámica mucho más sofisticada y, por primera vez en la discografía del grupo, la ‘fórmula’ de sus más grandes éxitos; me refiero a la conjunción de melancolía y heroísmo que tiñe canciones posteriores, como ‘En la ciudad de la furia’ y ‘De música ligera’. Además, es el álbum en el que Cerati reformula su estilo como cantante. Y, al haber sido compuesto en un breve período, el disco posee una unidad conceptual muy fuerte. Y no hay que olvidarse que Signos inicia el proceso que llevó a Soda Stereo a la cúspide del rock latinoamericano".
El periplo del disco, en ese sentido, es un concentrado de tinta madre. A la distancia, también representa el gran salto y el huevo de la serpiente: el grupo logra respeto y masividad pero, en ese mismo gesto, revela las grietas que lentamente lo van a desangrar. Así, en el arco de ese año, pasa exactamente de todo. La punta del ovillo, apunta el libro de Giordano, está en algún punto de Europa.
Después de la presentación de Nada personal en el estadio Obras y una gira interminable, los tres integrantes de Soda se tomaron un respiro. Gustavo Cerati, Zeta Bosio y Charly Alberti subieron a un avión y, tras pasear por España y Francia recalaron en el festival de Glastonbury. Mientras Maradona metía sus dos goles metafísicos frente a Inglaterra, vieron en vivo y en tiempo real a la última avanzada gótica y new romantic. De regreso a Buenos Aires, tenían el cuaderno en blanco y algunas certezas. Si sus dos primeros discos habían sido una carrera de pop lúdico detrás de la novedad tecnológica, el nuevo material privilegiaría la interpretación y una producción más orgánica. Sobre la mesa de la sala, dejaron la vara de la medida: Ocean Rain, de Echo & The Bunnymen y The Unforgettable Fire, de U2.
Apostado en la casona belgranense de Naón y Sucre, el grupo comenzó a ensayar canciones como "El rito" y consideró la posibilidad de sumar a un tecladista. Entre los nombres en danza apareció Andrés Calamaro ("ahora es imposible pensarlo –dice El Salmón-, pero me hubiera gustado mucho formar parte de Soda"), aunque la elección final decantó por Fabián Quintiero. Su sintonía musical con Cerati y los antecedentes como sesionista del grupo parecían rubricar una decisión sencilla, pero la relación pendía de un hilo.
El descuento de la afinación de su piano eléctrico en la liquidación de una gira es uno de los datos más atendibles del libro. "A esa altura era obvio que yo no iba a ser el cuarto Soda, y la razón era económica –dice Quintiero–. La gente suele pensar en todo esto de una manera romántica, pero es un negocio y se mueve mucha plata. Y también había una inseguridad, no en Gustavo sino en la banda, con respecto a que se sumara un miembro más. A mí me llamaron medio de emergencia antes de grabar Signos, así que la onda entre nosotros era medio rara".
Si bien nunca dejó de tocar en vivo, Soda intensificó sus ensayos camino al disco pero las letras seguían sin tomar su forma definitiva. Cerati convocó a Isabel de Sebastián y Jorge Daffunchio (la anécdota es célebre: aquel ignoto muchacho del concurso que terminó poniendo los versos de "Persiana americana") y, una noche fatídica, cerró de un golpe de puño toda la lírica. Encapsuladas en el concepto de la caja negra, las canciones eran un registro poético de los instantes finales antes del derrape del amor. La música de canciones como "Prófugos", por ejemplo, ya no concedían la mueca del cinismo. Los pliegues del sexo, la fama y la paranoia de la larga noche de los años ochenta quedaron en un primer plano: deformados por el ojo de pez blanco y las alas del deseo.
"El álbum fue compuesto y arreglado casi en su totalidad por Cerati –dice Giordano–. Hasta Nada personal, las canciones encontraban su forma final en la sala de ensayo. En Signos, Cerati presentó al grupo las canciones prácticamente terminadas. Este cambio en la forma de trabajo, que se repetiría en los discos siguientes, y la pelea por los derechos autorales, que en Signos se profundizó por la cantidad de dinero que el grupo comenzó a generar, modificaron para siempre las relaciones internas".
Soda Stereo ingresó a los estudios Moebio entre las réplicas del fervor mundialista, la edición de Oktubre, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Era septiembre de 1986. Apuntalados por Mariano López como ingeniero de sonido, trabajaron durante un mes y medio en horarios mayormente nocturnos. Con treinta y dos canales a disposición, los arreglos de viento del Pollo Raffo (Cerati le mostró So de Peter Gabriel como referencia para la apertura) y varios metros de cinta magnética. El horizonte, además de la música, era un deadline.
El 3 de noviembre, mientras la banda subía a un avión rumbo a Colombia, el disco finalmente llegó a las calles. Signos comenzó a rotar y abrió rápidamente un surco en el gusto continental, pero la pulseada con la crítica fue un poco más ardua. Tachada hasta entonces de frívola, la música de Soda Stereo había cifrado un cambio de guardia generacional que buena parte de la prensa se esmeraba en resistir. Su consagración en el festival de Viña del Mar no facilitó las cosas. Concebido por la revista Pelo como un producto pinochetista de distracción, la mera actuación de Soda sonaba como una claudicación ("Vergonzante éxito del rock argentino", tituló). Los tres shows en Obras, en ese sentido, fueron inclinando la balanza a favor de la banda. "Los Soda atacaron con un show más visceral que prolijo –decía De La Puente en su cobertura para Rock & Pop, de mayo de 1987–; efectivamente su temática está cobrando un giro evidente, tendiente a la rockerización de su sonido".
La música, como la fruta, empezaba a caer por su propio peso.
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