Estrenado como “lado B” de “Balada para un loco”, el tango en tiempo de vals mantiene su lacerante vigencia en torno a las infancias vulnerables
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Fue el “lado B” de aquel vinilo simple que editó la CBS y que consagró a “Balada para un loco”. Con el tiempo, la profundidad de “Chiquilín de Bachín” convirtió a esta creación de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer en una de sus composiciones más trascendentes.
A 23 años de su edición -acontecida el 16 de noviembre de 1969- este tango mixturado con el tempo del vals puede ser leído como una semblanza dolorosa de la realidad de un tiempo, pero lo que conmueve, aún más, de aquella partitura pulcra es que su desgarro sigue vigente dada su flagelante actualidad en torno a esos niños arrebatados de infancia y puestos a trabajar.
Como tantas veces sucede, un personaje real inspiró a una de las duplas más prolíficas de nuestra música para plasmar esta obra, de bandoneón, piano y violín, difundida primero por la personal cantante Amelita Baltar, la misma que catapultó con su voz a la resistida “Balada para un loco”, y, un mes después, entonada y grabada por el cascado lamento de Roberto Goyeneche, quien le terminó de dar impronta inmortal al tema que tuvo tal repercusión que hasta Chabuca Granda grabó su versión.
Las vueltas de la creación artística y esas historias de realidades liminales que pueden ser inspiración para elevar la palabra poética, también llevaron a Fito Páez a escribir “11 y 6″, una de sus letras más profundas y que logró transmitir una historia de precoz encuentro amoroso. Allí, la calle y sus seres deambulantes de la periferia construyeron esa otra postal que puede ser leída como la resurrección del Bachín de la era moderna y con el sonido propio de Páez. “11 y 6″ formó parte de Giros, el segundo álbum de estudio del artista rosarino, editado en 1985. Mucho después, el músico escribió la continuación de su historia plasmada en el tema “El chico de la tapa”.
De poemas urbanos se trata y de pibes invisibilizados ante la indiferencia de un sistema que excluye sin contener.
“Por las noches caras sucias de angelito con bluyín, vende rosas en las mesas del boliche de Bachín. Si la luna brilla sobre la parrilla, come luna y pan de hollín”.
Entre conservadores y rupturistas
“Quiero que trabajes conmigo, porque mi música es igual a mis versos”. Palabras más, palabras menos, Astor Piazzolla encontró en Horacio Ferrer el poeta exacto para sus modos de componer.
En un contexto donde el Nuevo Cancionero modificaba el folklore, el tango se alteraba con las creaciones de Piazzolla y Ferrer, rupturistas que enardecían a los conservadores, quienes denostaban las formas con las que la dupla creativa alteraba los tópicos más tradicionales, al punto tal de excluirlos del catálogo del género.
Más allá de esos dilemas, siempre acontecidos en el choque de fuerzas entre pacatos y vanguardistas, lo cierto es que aquella década del sesenta y los primeros setenta fueron propicios para germinar algo nuevo que se convertiría en trascendente y que cruzaría las fronteras de nuestro país.
Astor Piazzolla y Horacio Ferrer venían componiendo con rigurosa constancia, aunque no todo lo que rubricaban era puesto a consideración del público. “Chiquilín de Bachín” tardó algún tiempo en ser mostrado y, cuando eso sucedió, rápidamente pasó a formar parte de los ineludibles de la pareja creativa que, por entonces, ya había presentado la operita María de Buenos Aires.
“Cada día en su tristeza, que no quiere amanecer, lo madruga un seis de enero con la estrella del revés, y tres reyes gatos roban sus zapatos, uno izquierdo y el otro ¡también!”.
El pibe del Mercado del Centro
Bachín era una parrilla, en realidad un bodegón con humaredas implacables, que se ubicaba sobre la calle Sarmiento, en el predio de lo que era el Nuevo Mercado de Buenos Aires que, años más tarde, sería demolido para ser reemplazado por el complejo teatral y gastronómico bautizado como Paseo La Plaza.
Horacio Ferrer, un sibarita que transcurrió gran parte de su existencia pernoctando en el Alvear Palace Hotel, conocía muy bien las averías de esa Buenos Aires de empedrado, de bulines y billares. Antes de recluirse en los oropeles de la Recoleta, Ferrer vivió en ese centro porteño inspirador. Uno de sus domicilios se ubicaba a sólo tres cuadras del reducto que lo alimentaba cada noche, luego de sus actuaciones. Su porte de dandy se contrarrestaba con el clima de tugurios amorosos como Bachín.
Allí, Ferrer conoció a ese niño que vendía rosas -en ramos armados por su madre- en las mesas del restaurante. Era una presencia habitual y familiarizada con el que había entablado un vínculo afectuoso. Ferrer sentía dolor ante esa criatura de “bluyín” -argentinismo del autor sobre la prenda que utilizaba el niño- y que “come luna y pan de hollín”, en contraposición a las carnes humeantes de la parrilla.
La letra de Ferrer es conmovedora, refleja con exactitud la vida de ese niño que deambulaba entre las luces de la noche, asediado por todo y con la ilusión arrebatada que ni siquiera le permite pensar en un regalo de Reyes. Otras urgencias atávicas atravesaban su vida.
“Chiquilín, dame un ramo de voz, así salgo a vender mis vergüenzas en flor, baleame con tres rosas que duelan a cuenta del hambre que no te entendí, Chiquilín”.
Sellaron todo con un beso
En plena primavera alfonsinista, ebullición de una nueva etapa del rock nacional, Fito Páez ofreció “11 y 6″, una historia urbana que también refleja el deambular de dos niños por los vértigos de la Calle Corrientes.
El compositor toma al bar La Paz como referencia, todo un ícono porteño, desaparecido hace no mucho tiempo, que solía ser refugio de las charlas de intelectuales.
El nombre de la canción refiere a la edad de los niños, quienes encuentran en el apoyo mutuo la forma de hacerle frente a la adversidad de la vida de carencias que encontraba en la calle tanto la subsistencia como el riesgo.
“11 y 6″ también es una radiografía de realidades dolorosas muy reconocibles que dialogan cruelmente con el presente, tal como sucede con la anterior “Chiquilín de Bachín”, que también fue registrada por artistas como Susana Rinaldi, Julia Zenko, Elena Roger y María José Mentana.
¿Quién era el Chiquilín?
Aquel niño se llamaba Pablo González y, tal fue el vínculo que estableció con Horacio Ferrer, que el poeta llegó a ser su padrino de bodas. Se supo que el “Chiquilín” había abandonado su escuela primaria en el tercer grado, debido a necesidades urgentes de subsistencia que debía atender. En el tiempo en el que vendía flores, vivía con su madre, su padrastro y sus hermanos en Pedrito, una pensión del Bajo, ubicada por Leandro N. Alem.
Además de Bachín, el niño también recorría lugares emblemáticos como el Tronío -ícono de la cultura española- y el sofisticado Edelweiss, muy concurrido por la farándula.
“Cuando el sol pone a los pibes delantales de aprender, él aprende cuánto cero le quedaba por saber. Y a su madre mira, yira que te yira, pero no la quiere ver. Cada día, en la basura, con un pan y un tallarín, se fabrica un barrilete para irse ¡y sigue aquí! Es un hombre extraño, niño de mil años, que por dentro le enreda el piolín”.
Sin perder peso dramático ni vuelo poético, una de las virtudes de la letra de “Chiquilín de Bachín” es la crudeza con la que retrata la vida del personaje. Al pibe no se le permitía el delantal escolar de los otros y en la basura encontraba mucho de su capital para sobrevivir. “Niño de mil años”, dice Ferrer en torno a esa criatura a la que la vida cacheteó y lo hizo crecer antes de tiempo.
Astor Piazzolla se hizo de bandoneón, piano y violín para desandar el camino de su composición, una partitura tan desagarrada como la poesía de su socio artístico, llena de atmósfera y dolor. La profundidad de las ideas musicales que Piazzolla le legó a este tema convierte a esa partitura en una pieza a la que muchos bandoneonistas han escindido de la letra para ejecutarla de manera instrumental.
“Chiquilín de Bachín” es un exponente de un tiempo creativo excelso en la historia artística compartida por los autores. Y es, fundamentalmente, la semblanza de una historia tan dolorosa como vigente.
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