La cara religiosa de Verdi
"Réquiem", de Giuseppe Verdi. Solistas: Andrea Gruber, soprano, Markella Hatziano, mezzosoprano, Francisco Casanova, tenor, y Sergei Koptchak, bajo. Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Dirección: Mario Perusso. Teatro Colón.
Nuestra opinión: Muy bueno
Comparado con todas las misas de difuntos escritas en los últimos 400 años, el "Réquiem" de Verdi es único. Y no es por cuestiones de valoraciones musicales o por la amorfa acusación que sobre él recae por presuntos abusos de contenidos operísticos, sino, sencillamente, porque ha sido escrito por Verdi. Así de simple. Hay ciertas peculiaridades de la obra y una historia de su autor que hacen que este "Réquiem" sea el único que puede aparecer dentro de la programación de una temporada lírica, más allá de algunos resquemores con sabor a sectarismo o a insalvable terquedad. Todos los otros réquiem, desde el de Mozart hasta los de Britten, Berlioz y Fauré, son magníficas obras eclesiásticas o conciertos sinfónico-corales, pero inadecuados, ajenos e inaceptables entre "Don Giovanni" y "Salomé" o entre "Aída" y "Wozzeck".
Esta introducción a la obra que cerró la temporada lírica 2001 viene a cuento a raíz de la larguísima discusión que se ha instalado prácticamente desde su estreno sobre la modalidad eclesiástica u operística con la cual este "Réquiem" debe ser interpretado, como si tal escisión teórica, suponiendo que fuera pertinente, pudiera ser realizada de algún modo. Ni Verdi como compositor ni los cantantes que en 1874 estrenaron la misa, verdianos todos ellos, deben haber sentido que tenían que abjurar de un pasado de ópera para abordar una obra de contenidos profundamente religiosos, llevada adelante con elementos propios de la tradición eclesiástica, pero también con otros, de notorio perfil teatral, que a Verdi le brotaban naturalmente desde su vida de operista.
Frente a esta dualidad congénita, en esta presentación, hubo una coincidencia general muy saludable para no abordar la obra con algún tipo de aproximación escénica. Así fue como se pudo percibir un respeto especial y una preocupación por no dramatizar inapropiadamente los sonidos con los cuales Verdi musicalizó los textos de la misa de difuntos. Además, el minuto de silencio solicitado por Perusso antes de comenzar a dirigir y sus palabras sencillas para dedicar la obra a la memoria de Vittorio Sicuri, el fallecido director del Coro Estable, agregaron un toque de solemnidad y trascendencia que despejó cualquier ambigüedad y alejó toda posibilidad de alguna lectura secular del "Réquiem".
Luces y sombras
En líneas generales, la producción fue más que correcta y Perusso no dejó detalle sin prestar una atención especial. Con batuta o sin ella, variando desde la gestualidad propia de la dirección orquestal a la de la dirección coral, condujo al todo con muy buen tino y suma expresividad. No obstante, no pudo evitar que el coro calara en el pasaje a cappella del Introito y, tal vez, debería haber cuidado un poco más la realización apocalíptica del comienzo del "Dies irae", que sonó un tanto farragoso, con demasiado volumen y poca claridad, sobre todo por los aportes desmedidos del coro. Del mismo modo, las entradas de la fuga del "Libera me" final no fueron todo lo precisas que podrían haber sido. También hubiera sido necesaria mayor transparencia para visualizar cada una de las líneas de la extraordinaria polifonía con la cual Verdi va llevando la misa a su conclusión.
El grupo de solistas, por su parte, se desempeñó en un muy buen nivel. La soprano estadounidense Andrea Gruber, de voz agradable y sin estridencias innecesarias, posee buen peso en el registro grave y se destacó particularmente en el último número, el cual reposa mayormente sobre ella, por su buen manejo vocal y su musicalidad. La mezzo griega Markella Hatziano fue, tal vez, la que más cautivó, por la tersura y los muchos matices con los cuales engalana su canto. Toda su actuación estuvo marcada por la certeza estilística y una sensibilidad muy especial.
Francisco Casanova, el tenor dominicano que este año protagonizó a Foresto en "Attila", se mostró demasiado histriónico, con una actitud musical poco atinada. Con algunos arrestos operísticos, incluso con algunos movimientos de brazos que no parecieron oportunos para un réquiem, fue lo más parecido a Manrico que hubo sobre el escenario. Por otra parte, su facilidad de emisión y su timbre vocal "a la Pavarotti" encandilan al público, aunque debería cuidar un poco más su afinación.
Por último, Sergei Koptchak, muy sólido y preciso, aportó bajos bien firmes cuando el cuarteto de solistas funcionó como tal y demostró una cantabilidad sumamente atractiva en los momentos en los cuales fue requerido como solista.
El final de la temporada lírica no fue operístico, pero sí verdiano. Y, por cierto, muy bien realizado. Ahora vendrá un silencio de ópera que deberá ser matizado con otras elecciones musicales. Por lo pronto, hasta que regresen Wagner o Puccini, el Festival Martha Argerich aparece como una excelente alternativa.
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