“La balsa” cumple 55 años: del “No creo que funcione” de Sandro a la eterna disputa por la autoría entre Litto Nebbia y Tanguito
El clásico que inauguró el rock argentino celebra un nuevo aniversario; la canción empezó a escribirse en La Perla del Once, una noche en la que “los náufragos”, como cualquier otra, habían llegado hasta el lugar tras empezar la velada en La Cueva
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Un grupo de náufragos elude encargados recién amanecidos que baldean las veredas de la avenida Pueyrredón de norte a sur. El contexto temporal es clave: si estuviéramos hablando de 2022 saldrían de una casa de artículos de decoración y llegarían al local de una cadena de pizzerías que alardea de sus empanadas, pero por suerte todo esto pasó mucho antes y -aunque las direcciones eran las mismas de ahora- los puntos de partida y destino eran otros: el trayecto unía La Cueva con La Perla del Once, un bar con un bar de otra clase, y el resultado de esa peregrinación no fue (solamente) un par de cafés con leche compartidos entre varios sino el nacimiento del rock argentino. “La balsa” de Los Gatos, canción fundacional que hoy cumple 55 años, se concibió así, en una tras-trasnoche que empezó en el reducto rockero de Avenida Pueyrredón al 1700 y terminó en el bolichón de la esquina de Rivadavia y Jujuy. Ahí, en un baño seguramente irrespirable, el brainstorming que tuvieron Tanguito y Litto Nebbia en la madrugada del 2 de mayo de 1967 se convirtió en himno.
La largada
El viaje empezó en un sótano donde hoy deben almacenarse almohadones y artículos de bazar esperando ser vendidos en la superficie. Hace más de medio siglo, el lugar era bastante distinto: “Había un espacio como medio circular donde entraba la gente para ver el show. Y después el escenarito, que estaba contra la calle. Vos entrabas, girabas la cabeza a la derecha y ahí estaba el escenario. Mirabas al frente y ahí estaba el público en ese sector circular que te decía. El decorado era bastante pobre, pero nosotros no íbamos a buscar un buen decorado. El decorado éramos nosotros”, describió alguna vez Miguel Abuelo, uno de esos náufragos (en ese momento ignotos, después célebres) que empezaban la noche en Pueyrredón y Juncal.
Le decimos “bar” porque servía whisky medio pelo, pero La Cueva gambeteaba cualquier categorización. Hay consenso en que las instalaciones no eran precisamente cómodas, ni agradables, ni mucho menos higiénicas (“La Cueva era una cagada”, resumió Litto Nebbia, yendo al hueso), pero por algún motivo el local se convirtió en espacio de confraternidad para un grupo de músicos, poetas, periodistas y lúmpenes surtidos de esos que hacen todo lo posible por demorar la vuelta a casa. En el suelo: unos almohadones que funcionaban como asientos, y en el escenario una total carencia de sistema de sonido que le habrá mejorado la proyección de la voz a más de un cantante (hace un tiempo Sam Malnatti, un pionero perdido del rock argentino que luego triunfó como productor de pop bailable en Brasil, se adjudicó en charla con LA NACION haber sido el DJ de La Cueva; Billy Bond, propietario del bar en ese momento, lo cortó menos diez: “¡Qué va a pasar música si no teníamos ni micrófono!”).
El aura bohemia de esas cuatro paredes no nació de un repollo: antes de ser La Cueva a secas, el lugar era La Cueva de Pasarotus, un punto de encuentro para la escena jazzera de principios de los 60 (el Gato Barbieri, Ricardo Lew, Néstor Astarita, Bernardo Baraj...) que fundó el trombonista y pianista Juan Carlos Cáceres. Antes había sido el cabaret El Caimán y antes, en el mismo rubro, Jamaica (considere el lector que la palabra “cabaret” no sólo implicaba el desfile de señoritas desabrigadas: en Jamaica, por ejemplo, tocó Ástor Piazzolla con su quinteto). Bond y Sandro lo descubrieron en la época de Pasarotus y sintieron que lo que se cocinaba en el mundo anglosajón con el rock iba a terminar llegando más temprano que tarde a la Argentina, y que todo ese hervidero necesitaba una casa. “Ahí vi por primera vez en mi vida fumar hachís. Estoy hablando de 1964, para nosotros eso era hablar marciano, ni siquiera en chino. Lo fumaban los negros que iban a tocar free, todos super locos”, le contó Billy al portal Rebelde. Al final Sandro se abrió y el nacido con el nombre de Giuliano Canterini se puso la diez.
Redecoración mediante, el nuevo regente tomó la decisión de devolverle al lugar la música en vivo. Así fueron llegando uno a uno los jóvenes intelectualmente inquietos que fundaron nuestro beat: Pajarito Zaguri, Javier Martínez, Miguel Abuelo, Moris (sus presentaciones con los Beatniks, alternadas con lecturas de poesías de Pipo Lernoud, fueron fundamentales para la construcción del nuevo paradigma) y -entre otros- Tanguito y Litto Nebbia, los mencionados padres de la criatura.
A las cinco de la mañana se hacía seña de redondear, las sillas hipotéticas se daban vuelta sobre las mesas inexistentes y había que empezar a buscar lugar donde seguirla. Existía un norte que, como dijimos, estaba al sur: “De La Perla nos sacaban a patadas por el pelo largo”, sentenció Litto en su cruzada desmitificadora, pero lo cierto es que no había muchos bares o pizzerías abiertos en Buenos Aires a esa hora. Así que, cortos de opciones, para allá iban.
La llegada
De vuelta en el tiempo a nuestros días: los náufragos en busca de un café salvador hoy se cruzarían en su caminata con murales que sin ellos no existirían, en una especie de Dark autóctono. Muro Sur, un colectivo de artistas plásticos, homenajeó al movimiento que ayudaron a gestar con una serie de retratos plasmados en persianas de negocios en la mano impar de Pueyrredón entre Corrientes y Rivadavia. Así, los peregrinos se irían cruzando con su compinche Sandro, con Charly, con Luca, con Hilda, con Chizzo. Y casi llegando a La Perla, a metros nomás, Litto y Tanguito mirarían absortos sus propias caras pintadas en una paradoja inexplicable.
Está la tentación de creer que lo que hoy es “la reina de las empanadas” era en los 60 un espacio de cultura e intelectualidad pero no: también era una pizzería qualunque. Sí es cierto que en algún momento Macedonio Fernández disertaba sobre metafísica y filosofía entre sus mesas, para un público entre el cual estaba nada menos que Jorge Luis Borges, pero todo eso había sido cuarenta años antes. La relación de La Perla con cualquier tipo de búsqueda de conocimiento en la época de los náufragos estaba dada por los estudiantes que elegían el lugar para repasar apuntes, lo cual -justamente- hacía que la guitarra de los músicos pudiera sonar en un solo rincón del local: el baño de hombres.
Si hoy hablamos de este bar y su toilette, es por culpa de Javier Martínez. “En el baño de La Perla del Once compusiste ‘La balsa’”, repetía en loop el baterista de Manal con una impostura medio tarambana antes de que Tanguito empezara a tocar el tema en Tango, el disco que grabó en TNT en 1970 y que recién salió en el 72, post mortem. Ese ¿chiste? le valió la bronca eterna de Litto Nebbia, que quedaba en la escena como un aprovechador que había parasitado la inventiva del mártir cuando en realidad no era así. “Estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda” era lo único que Ramsés VII (con ese seudónimo quedó registrado Tanguito en los créditos) había logrado componer hasta esa madrugada del 3 de mayo del 67. El rosarino, muchísimo más ducho en lo musical, aportó lo suyo, y la canción salió a cuatro manos. Cosa que le confirmó a Rolling Stone el mismo Javier Martínez: “Yo fui testigo de que la canción la hicieron los dos porque en La Perla había una sola guitarra, que la traía Tanguito. Litto, Sandro, Moris y yo nunca llevamos una guitarra. Me pasé cuarenta años aclarándolo”, dijo. Pero el daño ya estaba hecho.
“Aquí se creó el tema que por su trascendencia popular inició lo que luego se llamó el rock nacional”, avisa una placa con fecha de 2006 en la fachada del bar. La historia no registra cuándo se estrenó “La balsa” en vivo en La Cueva, pero sí hay constancia de que al menos una vez sonó informalmente. “Una noche en La Cueva vino Litto y me dijo: ‘Che, loco, ¿qué te parece este tema?’. Siempre hablaba así, decía ‘loco’. Y me pasó una canción apoyado en el guardarropa, con la guitarrita. Yo le dije: ‘Mirá, no está mal, pero no creo que funcione’. Opinaba usando mi sentido comercial, claro. Lo que me había hecho escuchar era ‘La balsa’”, contó Sandro, que claramente no la vio porque el 3 de julio de 1967 la RCA publicó el simple con “Ayer nomás” de Moris en el lado B, vendió 250 mil copias y -como reza el bronce- le abrió la puerta al rock en español.
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