Kiss se despidió de los fans argentinos... por segunda vez: cómo fue el show y la pasión de los “kisseros”
En el festival Masters of Rock, que se llevó a cabo en el Parque de la Ciudad; también tocaron Scorpions y Deep Purple
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En la previa era fácil y tentador prejuzgar el Masters of Rock como un festival de la nostalgia, teniendo en cuenta que sus tres números principales vivieron sus momentos de gloria en las décadas del 70 y 80 y que Kiss, la banda que encabezó la grilla, se despedía de nuestro país (dicen) para siempre. Sin embargo, como pasa a veces, la realidad mostró otra cosa: en el público había, sí, muchos fans de la vieja escuela (algunos de ellos uniformados como cuando iban a ver La canción sigue siendo la misma al cine Lara), pero también había una enormidad de treintañeros, adolescentes y hasta nenes y nenas que bailaban al ritmo de los hits sin que ningún adulto les pusiera fichas, por puro amor al ritmo. Por eso, más que un mitin pasatista lo que hubo en el Parque de la Ciudad pareció un encuentro generacional, un pase de antorcha que deja en claro por enésima vez que ese género al que matan todo el tiempo no va a morir jamás.
De la misma forma podía existir la idea que el tándem de cierre, el de los grandes nombres, era un bloque monolítico de hard rock ortodoxo, y sin embargo acá también fallaron los prejuiciosos. No hay duda de que Deep Purple, Scorpions y Kiss (antes tocaron Horcas, Avantasia y Helloween) tienen en común el rock duro de guitarras, pero hilando fino se ven las diferencias, que no son menores.
Deep Purple empezó su show cuando todavía el sol bañaba el grandísimo predio del exparque Interama. La pieza Mars, the Bringer of War, de Gustav Holst (la misma que usaron John Williams como inspiración para la Marcha Imperial de Star Wars y Black Sabbath como base para su tema homónimo) le dio pie a “Highway Star”, y desde ese momento el espectador pudo notar que la banda ya no tiene como prioridad atropellar con velocidad y energía como en las épocas de Made in Japan (1972). Tampoco es que estén particularmente ajados o que dado un giro estilístico de 180 grados: los Deep Purple de esta época siguen siendo un grupo de rock intenso, sólo que ahora (porque los años no vienen solos) descansan más en su oficio, en su virtuosismo, en la fineza del ensamble y el placer de saborear la música juntos. Su manera de encarar los clásicos es comparable a tomar una copa de cognac en la sobremesa, especialmente cuando alargan las canciones (“Lazy”, “Hush”) con zapadas y solos. La voz de Ian Gillan perdió el pitch alto y suena esforzada pero conserva la potencia, mientras que el tecladista Don Airey hace las veces de showman (volvió a tocar su medley piazzoliano, que ya es costumbre en sus visitas) y el nuevo guitarrista Simon McBride aporta una juventud que no le viene mal a un proyecto con tanto camino recorrido. Seis canciones de Machine Head (las mencionadas “Highway Star” y “Lazy”, más “Pictures of Home”, “Space Truckin’”, el lado B “When a Blind Man Cries” y -por supuesto- “Smoke on the Water”) y una repasada de temas sueltos que llegó hasta “No Need to Shout” de Whoosh! (2020) fueron los ladrillos con los que construyeron su set.
Scorpions en vivo no es un sorbito de licor: es un vaso grande de cerveza, o dos, o tres. Uno puede cerrar los ojos y escuchar a los alemanes, y pensar que todavía vivimos en los años de la Guerra Fría: su propuesta está intacta. Su manera de encarar el hard rock no es deleite como la de Purple: es hedonismo, voluptuosidad, riff y algo de circo. Como pasa con grupos como Iron Maiden o Judas Priest, suenan (y se ven) anacrónicos, y ahí radica el secreto de su éxito: en hacer tan bien algo que ya nadie hace. Ellos saben que su caballito de batalla es Love at First Sting (1984) y lo explotan con cuatro canciones de las más celebradas de la noche: “Bad Boys Running Wild”, “Big City Nights”, “Rock You Like a Hurricane”, “Still Loving You” (los puntos altos provenientes de otros discos son las baladas “Send Me an Angel” y “Wind of Change”, ahora dedicada a Ucrania con letra especial). También hubo una profusa visita a su último disco, Rock Believer (2022) y el obligatorio picoteo por toda su discografía. De los padres fundadores cabe destacar el vigor del guitarrista Rudolf Schenker. Lo del cantante Klaus Meine, en tanto, es desparejo: mantiene sus agudos pero sufre en los graves, y su presencia escénica se ve perjudicada por el paso del tiempo.
Y entonces llegó Kiss, que -desde ya- también hace hard rock, pero su toque de distinción es que no parecen especialmente entusiasmados por tocar juntos como Deep Purple ni buscan enardecer a rafagazos de guitarra como Scorpions, sino que entienden la música dura como un engranaje en una maquinaria de entretenimiento que no le debe poco al teatro. Antes que nada, sorprende su justeza en la interpretación (su ex amigo Ace Frehley los acusó de usar pistas, y considerando lo afilados que suenan podría no ser una locura), el histrionismo imperecedero de su líder de hecho Paul Stanley (en lo que a relación con el público respecta, Gene Simmons es un actor secundario) y su set a prueba de balas, compuesto por no menos de quince hits. Con Destroyer (1976) y el debut autotitulado (1974) como núcleo del set, los íconos del rock clásico se acumulaban como si nada: “Beth”, “Detroit Rock City”, “Shout It Out Loud”, “Black Diamond”, “Deuce”, “I Was Made For Loving You” y más constituyeron un show digno de su leyenda, circense y pirotécnico. Nunca hubo clima de despedida ni se dejaron ganar por la añoranza: ellos estaban demasiado concentrados en divertir y el público, muy dedicado a gozar. El final, con “Rock and Roll All Nite”, dejó la vara alta: si es cierto que Kiss no vuelve nunca más, al menos se fue en buena forma. Y todo en el marco de un Masters of Rock que a vuelo de pájaro podía pasar por una celebración agridulce de tiempos mejores pero que a la hora de los bifes resultó ser otra demostración de que es mucho más difícil dar por terminado el siglo XX de lo que algunos piensan.
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