Kiss se despidió de la Argentina con canciones, pirotecnia, sangre de mentira y lluvia de papel picado
Unas 50 mil personas vieron el show en el Campo Argentino de Polo; más de 160 mil lo hicieron a través de la pantalla de Flow
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Las luces se apagan y solo queda el resplandor de unos carteles luminosos a cada lado del escenario con la leyenda “Kiss Army” (en referencia a los fans de Kiss, que hay en todas partes del mundo). Cuando las pantallas se encienden, se ve a los músicos saliendo del camarín, seguidos por una cámara, en dirección al escenario. Parecen gigantes que asustan, enfundados en sus glamorosos trajes -donde predomina el negro y el plateado- y subidos a sus botas de altísimos tacos. Enseguida el telón negro que dice Kiss cae. Se escuchan los primeros acordes de “Detroit, Rock City”. Hay luces, hay humo, hay muchas explosiones, hay tres plataformas octogonales contorneadas por neón rojo que descienden y depositan a los dos guitarristas y al bajista sobre la superficie del escenario. El show, como hace casi cincuenta años, vuelve a comenzar, pero esta vez, será por última vez. Paul Stanley cumplió 70 años en enero; y Gene Simmons -su amigo y socio en esta aventura que ya pisa el medio siglo- los cumplió hace tres. Así y todo, siguen subiendo a cada escenario para enloquecer a cada uno de sus fans, aunque esta gira sea la última y el show de anoche haya sido el último en la Argentina.
Desde ese momento, en el espectáculo diseñado para la despedida habrá por delante casi dos docenas de canciones (con bises incluidos) entre las que no faltarán grandes éxitos como “Fui hecho para amarte” y “Rock & Roll All Nite”. Habrá solos instrumentales absolutamente efectistas, habrá más plataformas que se eleven y desciendan. Habrá fuego, pirotécnica y sangre (de utilería) brotando de la boca de Gene Simmonns. Porque hasta se podría decir que esto que nació a principios de los setenta y que se fue aggiornando con el paso de los años, es la base y guía de la historia de los recitales de rock & Roll en grandes estadios. De algún modo, Kiss fomentó la grandilocuencia y el concierto de rock como entretenimiento masivo y al aire libre. Nunca lo llamaron concierto, siempre lo concibieron como un show.
Y así será en cada parada de esta gira (quizás algunos temas cambien, tal vez ciertos efectos en algunas ciudades no estén), como en los shows recientes en Santiago de Chile, y como el que anoche la banda ofreció en el Campo Argentino de Polo de Buenos Aires, ante una multitud que conocía y coreaba la mayoría de los temas. Ayer fueron 50 mil los que lo vieron de manera presencial y 160 mil los que lo hicieron a través de la pantalla de Flow. Cada recital será una despedida, porque como ya lo indica de manera inequívoca el título del tour (End Of the Road – The final tour ever) Kiss se despide de los escenarios definitivamente.
Postales porteñas del final del juego
Treinta minutos después del horario previsto, la banda, que también alista a Eric Singer en batería y a Tommy Thayer en guitarra, subió al escenario con dieciocho canciones de programa y varios bises. Si bien la música de Kiss tiene otros matices, los temas rockanroleros se imponen en su repertorio en vivo. Son las mejores armas para abrir y cerrar sus actuaciones y los segmentos no suelen estar divididos por temas rápidos y lentos y por momentos eléctricos y acústicos sino por algunos muy breves comentarios del cantante o por esos minutos en los que la atención se posa sobre cada uno de sus protagonistas. Seguramente, con ojos y oídos críticos, no se vea mayor diferencia entre este show y los anteriores que el grupo ha dado en nuestro país. Pero a la vista de los fans, cada uno termina resultando único. Kiss tiene la leve desventaja de ser un grupo demodé (por estética y sonido) y, al mismo tiempo, la ventaja de ser absolutamente atemporal. Eso que lo hace clásico. No sólo porque con semejante trayectoria se haya convertido en una marca en sí misma, por encima de cualquier género musical. También lo es porque sus máscaras ocultan a quienes están detrás. Por su puesto que no disimulan las arrugas. Por supuesto que los movimientos de los músicos no son tan ágiles como hace treinta años atrás. Todo eso es cierto, tanto como que no se trata de un grupo de instrumentistas virtuosos. Pero lo que se vio anoche sobre el escenario no fue a una banda de viejitos que decidieron pasar a cuarteles de invierno sino simplemente a Kiss, respaldado por sus éxitos y por toda su pirotécnica, sin importar en qué momento del viaje se encuentre. Tanto es así que debajo del traje brillante de película del espacio que vistió Thayer muchos pudieron haber imaginado por un instante que también estaba allí Ace Frehley (primer guitarrista de la banda) cuando usaba ese mismo vestuario y esa misma máscara. Algo similar pudo haber ocurrir al ver el contorno de ojos en verde brillante del rostro de Singer y soñar que ese también podía haber sido Peter Criss (músico que participó en este cuarteto durante la primera década y luego regresó a fines del siglo XX). Excepto por el divismo de Gene Simmons y por el carisma de Paul Stanley, la banda transciende a sus integrantes.
El show (entendido como una sofisticada pieza de entretenimiento) incluso a veces por encima de las canciones, fue el gran protagonista durante dos horas. En todo ese tiempo no hubo sorpresas para los ojos que fueran recursos de estos últimos años, como la búsqueda de generar situaciones inmersivas para el público con la dimensión de las pantallas. Kiss seguirá siendo un clásico fiel a sí mismo, hasta su último día (que llegará pronto). Y lo que puede garantizar es que hasta esos efectos de vieja escuela, sigan siendo efectivos. En Buenos Aires, “Detroit Rock City” fue la banda de sonido de una catarata de explosiones. “Deuce” fue uno de los temas más viejos, que trajo a esas pantallas imágenes del comienzo de la banda. “Cold Gin” fue ese tema de clásico sonido Kiss que sirvió de antesala para que Tommy Thayer convirtiera a su guitarra en una bazuca lanzadora de cañitas voladoras. Como un artista de varieté que cuenta su propia vida en dos horas de show, Simmons cumplió su rol de demonio. De su boca salió sangre, fuego y su larga lengua (que es tan famosa como la del logo de los Rolling Stone). Pero esta es real.
Con “Love Gun” recuperaron el efecto coral del cuarteto. Con “Lick It Up” viajaron a su producción de la década del ochenta y con “Shout It Out Loud” hicieron gala de sus cualidades para hacer shows con lasers sin que pareciera una postal en movimiento de otros tiempos. Todo lo que se vio (o casi todo) ya había sido visto, pero aun así volvió a sorprender. Tanto como la respuesta del público. Porque ante los constantes “Olé Olé Olé” de la gente, Paul Stanley agradeció de todas las maneras posibles pero también pidió a su Kiss Army que hiciera silencio para poder seguir tocando.
Hay un dato curioso que no se debe dejar pasar en esta fiesta para los ojos y para los oídos de los más fanáticos. En la trastienda del escenario estaba escrita la lista de temas que el grupo tenía previsto interpretar con algunas indicaciones para el personal técnico. Cuando Paul Stanley se subió a una tirolesa y viajó por el aire hasta la torre de sonido, para cantar dos temas desde allí, había una indicación muy precisa, escrita en inglés. “Mientras Paul esté volando, los drones no pueden estar a menos de 30.5 metros de él”. Más allá de que el detalle alude a cuestiones de seguridad, es la prueba más clara de que Kiss ha sido, durante el último medio siglo, una de las bandas más profesionales del entretenimiento que habla con el lenguaje del rock. Minutos después de que el cantante volviera al escenario principal por ese mismo cable colgante, el Campo Argentino de Polo quedaba tapizado por una lluvia de papelitos y globos, mientras Kiss se despedía con “Rock & Roll All Nite”. Así terminaba la mayor fiesta inventada por el rock. Un show más para su extensa gira, un escenario menos de esta gira de despedida (uno que jamás volverán a pisar).
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