King Africa: la fama de los 90, la pelea "a muerte" con DJ Deró y el anonimato como guardia de seguridad
"Ahora mirá de nuevo el video de Viña 95". King Africa acaba de resignificar el clip de su momento consagratorio con un dato desconocido e invita a comprobarlo. Uno pone play y ve, en un primer acercamiento inocente, a un artista en su mejor momento: joven, exultante, desbocado, haciendo bailar a señores y señoras con el pelo rígido de spray, metiéndose en el bolsillo al temido "monstruo" de la Quinta Vergara como lo hicieron Ricky Martin, Elton John o Joan Manuel Serrat y -sobre todo- disfrutándolo.
Pero después Martín Laacré -así se llama este King Africa, el original, el que conocimos en 1993 con "Salta"- cuenta que apenas semanas atrás aquel performer incendiado había perdido a la madre que lo crió sola, la cual venía de pasar un año entero en coma por un accidente cerebrovascular autoinfligido. Y entonces lo que se ve en la segunda reproducción es otra cosa: un pibe de 20 años exorcizando el desconcierto, haciendo ruido para no escucharse. "Salía y era un agite en el escenario. Fue una catástrofe a nivel psicológico, y era como que la plata tapaba todo eso. Fue una etapa dura. Yo siempre digo que soy Zack de la Rocha (el vocalista de Rage Against The Machine) cantando boludeces, porque tenía un montón de sentimientos que me pasaban, mezclados con la alegría de mi música", recuerda.
A principios de los 90 la relación de Martín con la música era complicada. Había intentado sin éxito con la trompeta y cantado en una banda de ska. Los instrumentos no se le daban: se llevaba mucho mejor con el arte de pararse frente a una multitud para arengarla. Su diversión pasaba por ir a bailar a New York City -el mítico boliche de Colegiales que Luca Prodan inmortalizó en "La rubia tarada"- y convertirse fin de semana tras fin de semana en el alma de la fiesta. "Yo siempre era el payaso. Me hice visible y, bueno: chicas, popularidad, la gente que se reía de mí. Mis 16 años coincidieron con el estreno del Batman de Tim Burton y me disfracé de El Guasón, bailé el tema de Prince y me cantaron el feliz cumpleaños en la discoteca, todo eso. Me fui haciendo notorio", repasa.
En la City entabló amistad con DJ Deró, que por esos años abría una productora llamada Oíd Mortales con Tuti Gianakis y los hermanos Alejandro y Nicolás Guerrieri. Lo llamaron y le ofrecieron convertirlo en el Dr. Alban (aquel de "It’s My Life") argentino, un gran incentivo para Martín que estaba fanatizado con el hip hop "comercial" de Jazzy Mel pero también con el rap contestatario de Public Enemy y Run DMC, y que además se encontraba en plena exploración de sus raíces afro, estudiando a Malcolm X y Martin Luther King. "E-O-E (El africano)" fue su single debut, incluido en el compilado DJ Deró Vol. I (1992).
"Cuando salió el primer ‘sin pararrrr’ ellos se reían y yo veía gente que encontraba pepitas de oro. La primera época fue muy mágica. Escuché ‘Salta’ por primera vez y se me puso la piel de gallina", recuerda. El corte de El africano (1993), su primer disco, fue su puerta de entrada a miles de casamientos y cumpleaños de 15 en los años del jopo y los hot pants. "En Chile no podía salir a la calle, me tenía que disfrazar, me teñía el pelo, me ponía anteojos. Me acuerdo de que iba a Fantasilandia -que era como el Italpark acá- y la gente no me dejaba caminar, no me dejaban subir a los juegos. En un momento me peleé con una mujer y le dije ‘¡soy un chico, quiero divertirme!’. Me dijo ‘fome’ con cara de horrorizada", cuenta. Muchos años después volvió al parque de diversiones con su actual mujer y una chica le pidió sacarse una foto. "¡Me reconocieron!", le dijo a su esposa, pero la supuesta fan lo bajó de un hondazo: "No, pasa que sos igual a Lenny Kravitz".
En la Argentina el fanatismo no era tan unánime. "Algo que nos pasó a todos en los 90 (a Deró con Pappo, a Machito Ponce, a Jazzy Mel, a mí) era que no estábamos muy orgullosos de ser quiénes éramos. Había un montón de gente que entendía lo que hacíamos y otro montón de gente que te gritaba ‘ladri’. Me pasó que me escupieran en la calle, y salimos con mis bailarines a correrlos. Nosotros por adentro éramos pibes de barrio", dice.
A la pregunta de cómo le pega la fama y la plata a un pibe de 20 años, Martín responde con sinceridad: "Y... no supe qué hacer". Con los primeros pesos-dólares le compró un teclado a su madre, profesora de piano que no ejercía. También se hizo de un equipo de música bien potente y de una cantidad insólita de ropa de marca ("cuando me fui de King Africa armé una feria americana").
Con los cheques y los flashes llegaron las tentaciones: "Me acuerdo de que tuve que suspender un show en Ecuador porque me regalaron una caja de bombones llena de cocaína, y yo era un nene, un mono con pistola" ("igual nunca me quedé pegado a nada", aclara). Salió de gira por toda Latinoamérica, cantó en los Estados Unidos, cruzó a Suecia y Noruega, besó el suelo de la "mama África" en Cabo Verde ("un amor en cada puerto, como los marineros, una locura", dice). Pero a la vez se veía a sí mismo como en una experiencia extracorporal y se juzgaba: "Yo decía: ‘vos sos Martín, un pibe de clase baja, hijo de una enfermera que trabajaba doce horas por día en distintos laburos para darte educación y una manutención’. Siempre estaba primero Martín, consciente dentro de la inconsciencia de la juventud. Eso hizo que no me creyera la fama".
Cuando se sacaba el traje de King Africa, Martín vivía con su mamá y su novia de entonces en un departamento de Caballito: ahí atravesó su momento de quiebre. "Mi vieja tenía un problema de alcoholismo. No era esa alcohólica de whisky o cosas pesadas, pero por ahí tomaba birra y tomaba pastillas. Un día me voy a dormir con mi novia y al otro día me levanto y mi vieja se había inyectado, no sé si aire en las venas o insulina y se provocó un ACV. Quedó todo el 94 internada en el sanatorio Antártida", cuenta. Cuando intentó darle la noticia a su padre (separado de su madre desde antes de que él naciera) le avisaron que éste también había fallecido. Menos de dos meses después Martín dejaba todo ante el monstruo chileno.
A partir de ahí, dice, empezó a madurar. "Te das cuenta de que aparecen tus creadores con un BMW cada uno y decís: ‘pará, a mí me está yendo bien... pero no tan bien’". Empezaron las diferencias creativas: Al palo (1994) resulta ser un disco "tirado de los pelos", pero fue un episodio posterior lo que precipita la ruptura con los responsables de Oíd Mortales: "Llego un día al estudio y me hacen escuchar un tema del que ya tenían la letra, y ellos se reían como si fuera genial. Decía: ‘Johanna, tu padre la puerta no me abre’. El arreglo era la guitarra de ‘La ventanita’ de Sombras, y para mí la cumbia era mala palabra: acordate de que éramos muy vapuleados por muchos sectores dentro de la música, y a mí me pesaba. Me hicieron escuchar eso y yo me puse a llorar".
A los roces por cuestiones artísticas le siguieron disputas económicas con los Guerrieri, Gianakis y Deró: "Yo terminé peleado con los cuatro. Deró era mi primer amigo, el que me relaciona con ellos, pero con él es el odio más grande. Los dueños de Oíd Mortales -dice Martín- pretendían que mintiera en un juicio laboral, a lo que él se negó. "Bueno, entonces así no podemos seguir", habría dicho Deró. "Él pensó que yo me iba a asustar. Pero puse cara de nada y dije: "¿Ah, sí? Bueno, no seguimos’. Y me fui". Así moría King Africa. Éste King Africa.
Martín vendió todo ("hasta los perfumes empezados") y se fue a probar suerte a Nueva York, pero no pasó demasiado. Al tiempo volvió y recaló en un hotel de Palermo. Menos de dos años después de romperla en Viña, el artista antes conocido como King Africa era vigilador de Prosegur y vivía en una pensión.
Después de algunos vaivenes laborales consiguió trabajo en Tower Records, la cadena de disquerías que le peleó el liderazgo del nicho a Musimundo a fines de los 90. "Venía gente de otros países y los llevaba donde estaban mis discos y les decía: ‘este soy yo’: les quería vender el disco", cuenta. Mientras tanto, un nuevo King Africa metía hit tras hit en Europa: se llamaba Alan Duffy. "Alan formaba parte del equipo Oíd Mortales. Ellos se reían porque decían: ‘es un gordo que da re bien, vamos a grabar estos temas del Altiplano y los vamos a hacer dance’. Y de repente fue la única carta que tuvieron: agarrar a Alan y decirle ‘tratá de hacer la voz que hacía Martín’. Lo disfrazaron para que la gente no se diera cuenta". El nuevo King Africa grabó aquello de "Johanna tu padre la puerta no me abre" y convirtió el carnavalito "El humahuaqueño" en un éxito marchoso. Al día de hoy muchos siguen sin notar que Duffy no es Laacré.
En 2008 a Martín lo habían despedido de una casa de venta de cámaras digitales y ya no tenía más cuerda de donde tirar. De nuevo en la pensión, escuchaba cómo sus amigos lo instaban a volver al ruedo, algo a lo que se había negado sistemáticamente durante trece años. "Yo decía ‘ya estoy en el suelo, tocando fondo’, y cuando estás en la lona, aunque te cuenten diez no te queda otra que levantarte. Y dije ‘ma’ sí, se va a la mierda’. Y empecé de nuevo con King Africa". Asesoramiento legal mediante se enteró de que con alguna triquiñuela podía usar el nombre ("lo registré en Chile; acá el único que me salió a tirar la bronca fue Deró, simplemente por cagarme la vida") y desde 2009 recuperó su alter ego.
Volvió -cómo no- del otro lado de la Cordillera: cantó en las fiestas Kitsch (similares a nuestras Bizarren) y una semana después vio pasar una oportunidad y la aprovechó: "Justo venía Technotronic y fui y les dije: ‘quiero tocar con Technotronic, vengo gratis’. Le abrí a Technotronic en el Movistar Arena de Santiago en el cuarto show que hice después de estar trece años guardado. Después bajé, me mezclé entre la gente y cada uno que me pedía una foto lloraba abajo de los anteojos".
Hoy Martín vive de la música. Grabó algunos covers que pueden escucharse en kingafricamusic.com. Giró por Argentina, Bolivia, Uruguay, Ecuador. Armó un tour llamado 390, con Jazzy Mel y Machito Ponce. Se dejó los dreadlocks, bajó varios cambios, hace dieta cetogénica y ayuda a adelgazar a quien se lo pida. El vértigo del 94 y 95 quedó lejos, pero a su historia de auge y caída le llegó la redención: "Mi vida es una película. ¡Es Rocky!", dice, y no se equivoca.