Joséphine Baker,diosa de ébano
En su primera obra maestra, "East Saint Louis Toodle-Oo", Duke Ellington describió musicalmente la sensación de riesgo que producía recorrer esa zona de la ciudad sureña habitada por negros, impresión que luego Count Basie corroboró con palabras: "Muy dura y peligrosa, perjudicial para la salud diría yo".
En ese ámbito, totalmente inapropiado para quien llegó a ser la vedette más famosa del siglo veinte, nació Joséphine Baker, no es necesario aclarar que en la extrema pobreza porque no existía otra posibilidad, aunque, no obstante haber pasado verdaderas penurias y aprendido a cantar con Clara Smith, una desgarradora intérprete de blues, lo único que hizo en su larga carrera fue transmitir felicidad y contagiar alegría de vivir, como alguien que no ha conocido otra cosa que el júbilo de finales con toda la compañía.
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Quien anteayer hubiera cumplido un siglo se llamaba Josephine Mc Donald y apenas si alcanzó a figurar en el coro de algún show de Broadway. La fantástica criatura que sería adorada como Joséphine Baker llegó al mundo diecinueve años después, la noche del estreno de "La Revue Nègre", en el Théâtre des Champs-Elysées, un espectáculo del que se adueñó instantáneamente.
Su primera entrada -vistiendo sólo plumas de flamenco en los tobillos y deslizándose cabeza abajo por la espalda del gigante que la cargaba para dar un giro completo y continuar con un charleston frenético- provocó una conmoción como no se recordaba en París desde que Nijinsky bailara en la misma sala "La consagración de la primavera".
La novedad no consistía en una hermosa mujer desnuda encima de un escenario de music hall, sino en que fuera negra -había gran interés por lo africano y Joséphine parecía una de esas esculturas que copiaban los cubistas-, bailara salvajemente, cantara con gran sentido del ritmo y además pudiera ser muy divertida en las parodias, habilidades imposibles de encontrar en las chicas que aparecían con poca ropa en el Bataclan.
El furor por todo lo que tuviera que ver con la Baker y su silueta perfecta para una época en que mandaba la estética art déco no hizo sino crecer temporada tras temporada. Fue pintada por Colin, dibujada por Cocteau, representada por Calder, tentada por Max Reinhardt, celebrada en textos de Gertrude Stein y Ernest Hemingway, llamada por el cine -cinco películas en dos años - y registrada en numerosos discos, más representativos de su dinamismo que del repertorio propio y el modo de cantar que elaboró más tarde.
A pesar de que comenzó a despedirse en la década del cincuenta, su carrera internacional -estuvo aquí varias veces- terminó durando exactamente medio siglo, y eso porque la muerte la sorprendió durmiendo en 1975, sin dejarla completar en Bobino una triunfal temporada de retorno que ni el presidente Giscard d Estaing quiso perderse.
Sus presentaciones tuvieron siempre formato de revista con una sola estrella que decía monólogos, bailaba como si nunca hubiera sufrido un infarto y cantaba en varios idiomas sin interrumpir el clima de excitación que le resultaba fácil conseguir. Lo notable es que alguien para quien el canto era sólo parte de una rutina creara un estilo muy personal para expresarse, inconfundiblemente negro, con rastros de blues y matices de emoción impensables en una frívola figura de la escena.
Un logro más raro todavía fue el de quedar definitivamente identificada con un par de canciones. Algo que resultó imposible para muchas vocalistas de tiempo completo y producción discográfica más regular, Joséphine Baker lo consiguió con "La pequeña tonkinesa", antiguo tema de Vincent Scotto al que supo encontrarle una variante cómica, y "Tengo dos amores", del mismo melodista, pero escrito especialmente para ella y su conflicto de si preferir el país natal donde no era reconocida o París, que hizo de ella una diosa con pollera de bananas.
Esa pieza -"Ja i deux amours"- es la que eligió Dee Dee Bridgewater como título de un reciente álbum homenaje, porque el canto de la Baker no ha sido olvidado. Tampoco el difícil arte que practicó mejor que nadie: bajar sensualmente una escalera empinada con un montón de plumas en la cabeza y muy poco, o nada, del cuello para abajo. Y no es necesario ir al Lido a comprobarlo; basta con mirar las puertas de los teatros de la calle Corrientes.
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