Jorge Drexler: diario íntimo de un médico que se dedicó a hacer canciones
MONTEVIDEO. – Jorge Drexler no durmió bien. Viene de debutar en su ciudad con el espectáculo Silente. Todavía está nervioso. "La peor pesadilla es no conectar con tu clan y este es mi clan. Siempre es mucho más difícil tocar en la ciudad donde están tus padres en la primera fila y donde está tu historia".
Tocar en esta ciudad, lo atrae y lo inquieta. "En la sala había hasta pacientes de mi época de médico. Es una ingenuidad pensar que venís y todo es celebración. Es como decir que las reuniones familiares son las más divertidas. Son maravillosas en todo sentido, pero muchas veces son incómodas y hay conflictos".
Manda mensajes a Daniel, uno de sus tres hermanos, y a Carlos Casacuberta, amigo y productor del emblemático álbum Frontera, que le permitió hacer pie en Buenos Aires en el 2000. Quiere recibir opiniones de su nueva apuesta escénica de la gente que más confía. "Este es un concierto que todavía no termino de domar. Es un potro gigantesco que puede salir disparado para lados que no imagino. Le falta algo y no sé que es".
–¿Cómo definirías a Silente?
–Siempre busco trabajar el lado invisible del proceso, el no fenómeno, la cara B que es el otro lado de las cosas, el salvavidas de hielo que es una paradoja. En este concierto eso está llevado a un extremo. El show se llama Silente porque de alguna manera lo define la utilización del silencio como materia prima. Hay algo que tengo como fobia a lo previsible y a los procesos lineales. No sé porqué me complico la vida. No es un concierto de cantemos todos juntos las canciones. Es muy teatral.
Drexler lleva veinte conciertos desde que arrancó con Silente, ese artefacto extraño, emocional y performático con guitarra y voz. Es posiblemente el espectáculo más movilizante y arriesgado que haya realizado en años. Después de ganar tres Latin Grammy por el disco Salvavidas de hielo (2017) y el efecto imán que provocaron canciones como "Telefonía", "Movimiento" y "Asilo", Drexler apela a la aridez de un concepto sonoro que despeja toda atmósfera de éxito a su alrededor y que va más allá de las inseguridades como artista. "Para alguien que necesita tanto la aprobación y es un yonqui del cariño es como una desintoxicación, tan difícil como necesaria".
–¿Buscás desarmar ciertas situaciones de popularidad y fama? Lo hiciste cuando ganaste un Oscar en 2005 y ahora después de haber ganado tres Latin Grammy.
–Busco un equilibrio. No quiero ser raro. No quiero trabajar sorprendiendo a la gente. Quiero emocionar. Pero me gusta no hacerlo con herramientas básicas. Quiero seguir haciendo canciones para plasmar una experiencia personal y humana que te toque. Después del Oscar lo lógico hubiera sido irme a vivir a Miami o Los Angeles. En ese momento saqué el disco más oscuro de mi carrera: 12 segundos de oscuridad. Me interesaba transmitir que mi vida personal no estaba pasando por el momento luminoso que la gente veía en mí desde afuera. Me pareció importante ser sincero con eso y convencer a la discográfica en ese momento para sentar precedente. Si vos hacés eso en tus términos sin querer cavarte una fosa, logrando que escuchen tus canciones y encima te premian como pasó en los últimos Latin Grammy, es motivo de celebración. Es decir: nos salimos con la nuestra.
–Este nuevo espectáculo me recordó al ultimo concierto de David Byrne.
–Lo tuvimos como referencia. También hay algo de Stop Making Sense de Talking Heads y que todo sea una gran performance. Si te fijas en esa película el show empieza con el escenario vacío y se va armando a lo largo del concierto. Es un poco lo que pasa en Silente. Entrás como a un escenario vacío y casi que parece que no fuera a haber un concierto.
Montevideo es un nuevo punto cero de la gira y el lugar donde todo empezó para este cancionista uruguayo, que definió una nueva estética rioplatense dentro de la canción de autor. Acá aprendió uno de las lecciones más importantes para su estilo: la ley del contrapeso en la música. "El maestro Coriún Aharonián le llamaba el juego de la bella y la bestia. Si querés que algo sea bestia tiene que haber un punto de belleza. Y si querés hacer algo realmente bello tenés que conseguir un punto bestial en la canción. Si vos realmente querés manejarte en el rango de las emociones intensas no podés estar todo el rato ahí. Tiene que haber contrapeso. Siempre fue muy importante para mí esa imagen del péndulo. De un disco super extrovertido como Bailar en la cueva a este concierto donde la gente está un rato percibiendo la incomodidad del silencio".
Hace una semana que Jorge camina las calles que contienen su propia historia. "Estos días serán reveladores para mí y terminar de surcir algo". Aparece el recuerdo de la infancia en El Prado, barrio de músicos como Fernando Cabrera y Luciano Supervielle. "Viví ahí mis primeros nueve años que te forman para siempre. Soy fruto de ese lugar que tiene una impronta de melancolía y arraigo al folclore".
En 1973, las horas y los días pasaron en Punta Gorda, el suburbio costero que marcó la primera adolescencia. "En el momento no me di cuenta pero fue un cambio social para la familia. De un barrio de clase media trabajadora a clase media alta. Junto a Malvin y Buceo son barrios más hedonistas. De estar sentados con una guitarra en la rambla, un mate, un cigarrillo, una botella de vino, mirando el mar".
Los recuerdos bañan las costas de la memoria. Todo removido por los seis días que pasó viviendo con su padre, escritor y médico como él. Ahora se mudó a un hotel sobre la Plaza Independencia, con una vista al Palacio Salvo, el Teatro Solís y el Río de la Plata que bordea a ese Montevideo muy distinto al de inicios de los ochenta. "Era un país sin músicos –recuerda–. Se habían ido casi todos porque era imposible vivir en dictadura. Uno de los que se quedó fue Eduardo Mateo, que vivía en una realidad paralela. El tipo seguía tocando en casas de amigos y sacando discos increíbles en un contexto horripilante. El mejor concierto que vi en mi vida lo hizo Mateo en los ochenta, en un bar llamado Amarcord. Llegó una hora y media tarde, sin guitarra. Dio un concierto de tres horas. Nunca vi una musicalidad tan sólida y exhuberante. Eramos seis".
Hay cuatro fechas claves en la vida de Jorge Drexler. En 1979 vivió una año en Israel. "Era una sociedad mucho más abierta: fui a mi primera manifestación, di mi primer beso y escribí mi primer boceto de canción". Cuando regresó sintió que volvía literalmente 25 años atrás, "al tiempo que te cortaban el pelo largo en la escuela o las chicas tenían que usar el dobladillo de las polleras hasta la rodilla". En el 83 entró a la facultad de medicina. "Coincidió con la apertura política y de golpe era el más uruguayo de todos, cuando hacía dos años hablaba hebreo en mi casa. Estaba a punto de ser otra persona, pero esa construcción de mi identidad culmina con los dos discos que saco en Uruguay".
En 1989 compone en las playas de Rocha su primera canción llamada "La aparecida", con un aire de chacarera de impronta spinettiana, que se la mostró a su maestro de música Esteban Klisich, presente el día del concierto en Montevideo. "Creo que no le gustó mucho porque no le pareció lo suficientemente local. Me dijo que iba a triunfar en la Argentina. Fue una crítica más que un halago. Yo quise hacer una premonición de mi vocación internacionalista, aunque soy uruguayo hasta la médula. Mi acento, mi manera de tocar la guitarra, escribir canciones, entender la música, están determinadas muchísimo por el entorno en que me críe".
De su primer casette, La luz que sabe robar, donde aparecían gemas como "Luna del Cabo", vendió 33 unidades. "Conocía personalmente a 31 de las personas que me compraron el disco. Pensé que si podía convencer a una persona que no me conocía seguiría en esto". Después de grabar dos discos que pagó con su trabajo como otorrinonaringólogo, Jorge Drexler se fue a vivir a España en el 95: Joaquín Sabina, a quien en el último disco le dedica la canción "Pongamos que hablo de Martínez", le abrió las puertas del Viejo Mundo.
Drexler finalmente empezó a trabajar de músico y compositor. Armó familia. Primero con la cantante Ana Laan, con la que tuvo a Pablo (21 años), que ahora está estudiando música electrónica en Londres y cuya primera canción se utiliza en el concierto de su nuevo espectáculo, Silente. "Siento orgullo porque no me deja postear sus canciones en mis redes. Fue todo un tema convencerlo para incluir el tema en el espectáculo". Después, con la actriz y cantante Leonor Watling y cantante del grupo pop Marlango, tuvo dos hijos –Luca y Leah– a los que le lee historias de Julio Verne. A esta altura no tiene que elegir por un lugar o por otro. Cuando regresa a Montevideo la sensación se repite: "Estoy en casa".
–Tu historia es la no pertenencia a un sólo lugar.
–Uno reacciona de acuerdo a lo que es. En la primera línea de la canción "Frontera" digo: "Yo no sé de donde soy, mi casa está en la Frontera". Me puedo sentir muy montevideano y muy madrileño a la vez. Estoy hecho de mitades bastante incompatibles. Soy músico y médico. Si entrara en identificaciones dicotómicas me autodestruiría porque no tendría forma de explicarme a mí mismo. Sería un esquizofrénico con dos personalidades. Tengo otros problemas, pero ese no.
–Tu historia familiar también te define de alguna manera.
–Siempre tuve esa doble situación. Algo muy cosmopolita, de una pertenencia muy abierta al mundo, por parte de los Drexler que vinieron de Polonia, Alemania y Ucrania y por el otro de una pertenencia muy de la tierra por parte de los Prada Da Silveira, que son dos apellidos con muchas generaciones en el continente y mucho arraigo.
–¿Tu padre escuchaba a Los Beatles en un cinta abierta, pero tu mamá te dio todo el costado más telúrico?
–Mi madre, Lucero Prada, se crió en el campo, en una escuela rural donde sus padres eran los maestros. La puerta del dormitorio daba al salón de clases. Era una familia que no tenía músicos originalmente pero empezaron a salir uno detrás de otro. El pionero de eso fue Gabriel Prada, hermano de mi madre, papá de Ana Prada, que tocaba la guitarra y el piano. Lo primero que aprendí a tocar en el piano, además de Los Beatles y estudiar clásico, eran los valses criollos, las zambas y milonguitas, que mi tío tocaba en la guitarra.
–¿Cuáles son las razones por las que escribís canciones?
–Mi razón era que quería poner un disco en el anaquel de la música uruguaya que estuviera al lado de los de Fernando Cabrera, Eduardo Mateo, Rubén Olivera, Leo Maslíah y Jaime Roos. Quería integrar ese mundo y decir soy un músico uruguayo. Otra razón importante, la más importante de todas, es que sentía que tenía algo para decir. No sabia muy bien cómo pero quería transmitir una visión de las costas de Rocha, una percepción del paso del tiempo, una alteración de los estados de conciencia, una manera de vivir la realidad que rodeaba a mi generación en ese momento. Esas son las razones por las que hay que hacer discos. Y agradezco enormemente haberme criado en un país sin expectativas económicas ni mediáticas como era el Uruguay de esa época. Ibas a un concierto y no se te ocurría que un músico como Rubén Olivera estaba intentando vivir de eso. Era triste de alguna manera, pero a la vez el tipo tenía unas ganas de decir cosas. No te iba a servir para hacerte rico ni famoso. Te iba a servir para esa noche, esa experiencia, ese disco, ese momento, decir algo, desesperadamente decir algo. Poner un barquito de papel en ese río y verlo como va.
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