Iron Maiden, en Huracán: un show con sello propio y una canción olvidada que se convirtió en la joya de la noche
La banda se presentó anoche y ofreció un recital único ante 45.000 mil testigos
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Cuando uno va a ver a Iron Maiden y está más o menos informado sobre lo que tiene por delante, hay dos factores que jamás lo pueden tomar por sorpresa. Por un lado, se sabe que la lista de temas no va a ser un display de hits: salvo en contadísimas excepciones (la gira “Somewhere Back in Time”, por ejemplo, que los trajo a Buenos Aires en 2008 y 2009), la Doncella se desmarca sistemáticamente de cualquier mandato y se dedica a mostrar lo que quiere mostrar. En este caso, lo que quiso mostrar es la mitad de Senjutsu, su último disco de 2021, un trabajo complejo de canciones largas que funciona como exhibición de la destreza de los músicos y el potencial creativo de la banda, pero que en pocos pasajes alcanza los niveles de atractivo inmediato de himnos como “Aces High”, “Hallowed Be Thy Name”, “2 Minutes to Midnight”, “Rime of the Ancient Mariner” o “The Number of the Beast” (todos ellos ausentes de la lista de esta presentación en el estadio de Huracán). Cabe señalar, como condicionante de este armado de set, que el baterista Nicko McBrain sufrió un derrame cerebral a principios de 2023 y que -pese a estar recuperado- no puede tocar varias canciones del listado habitual de Iron Maiden, con lo cual el grupo decidió simplemente dejarlas de lado (sin aclarar cuáles eran). Eso, más el hecho de que la gira que los trae (”The Future Past World Tour”) también está pensada a modo de autohomenaje a otro disco suyo: Somewhere in Time (1986), álbum del cual incluyen en el concierto cinco tracks. Así las cosas, un tercio de su actuación está dedicado a Senjutsu, otro tercio a Somewhere in Time y el restante a un surtido de elepés clásicos: nada que no hayan hecho antes.
Lo otro que uno sabe con seguridad cuando va a ver a Iron Maiden es que, aun cuando la lista de temas no sea todo lo “ganchera” que se puede pretender, el show va a ser una experiencia hiperestimulante para los sentidos. La principal arma, desde ya, es el cantante: Bruce Dickinson sigue negándose por completo a tener 66 años, y no cede ni en su performance vocal (su registro operático se florea en “The Writing on the Wall”) ni en su status de showman (con movimientos de gimnasta anima “Death of the Celts”). El tridente de guitarras compuesto por Dave Murray, Janick Gers y Adrian Smith se comporta como una defensa que comparte cancha desde hace mucho tiempo: sólida y tenaz, construye de memoria una base férrea para que el equipo entero se concentre en jugar, y ocasionalmente uno de ellos pasa al ataque (en “The Time Machine” Smith hace un solo cruzado y sucio y lo siguen con sus contracaras rápidas y limpias Gers y Murray). El integrante que falta nombrar, el bajista Steve Harris, aporta la mística de fundador y dirige en las sombras, sabiéndose líder sin ser frontman. Y además está el séptimo Maiden: Eddie The Head, el monstruo que espantaba señoras religiosas desde las portadas de los discos en los 80 y que en esta gira aparece en distintas encarnaciones a lo largo de todo el show (con un momento de particular protagonismo en el tiroteo que comparte con Dickinson en “Heaven Can Wait”).
Así que, en definitiva, no se puede decir que haya muchas novedades en la actuación de Iron Maiden, más allá de la gran novedad de verlos otra vez: como en todas sus visitas desde aquel debut en Ferro en 1992, la banda exhibe la calidad de sus intérpretes en individual, su ensamble preciso, sus estructuras difíciles milagrosamente convertidas en heavy metal irresistible y -sobre todo- su pasión por apabullar, por provocar a la audiencia. Su constante es esa: que al público no le resulte indiferente ninguna parte del show. Al contrario, el esfuerzo está puesto en generar todo el tiempo una excitación general que estimule todavía más la hermandad que se siente en sus conciertos: alejados de cualquier moda y no alcanzados por el concepto de “espectáculo imperdible” que convierte a muchos conciertos masivos en excusas para usar apps de fotos, los fans de Iron Maiden se perciben cofradía y la banda alienta esa sensación de comunidad con intensidad.
Como elemento distintivo de esta presentación tenemos la aparición de un favorito del seguidor incondicional que creíamos perdido en el baúl de la Doncella: nunca hasta esta gira habían tocado en vivo “Alexander The Great”, el último tema de Somewhere in Time, abandonado hasta ahora porque -Dickinson dixit- “Adrian Smith no se acordaba el solo”. Con cambios de ritmo y clima que la convierten en cuatro canciones en una (una intro lenta y épica, una segunda parte galopada con la reseña de las conquistas del personaje histórico de marras, un puente progresivo y la vuelta a la velocidad sobre el final), esta joya olvidada del cancionero de Maiden merecía, al fin, ser montada como la miniobra de teatro musical que es.
Otro momento destacable es el cierre del set, antes de los bises, con “Iron Maiden”: la reciente muerte de Paul Di’Anno, la voz en el debut autotitulado de 1980 del cual sale este track, le da una emotividad extra a una canción que se destaca del resto por ser más sucia, más brutal y más cercana al punk. Por lo demás, un set esperable (dicho esto sin intención de crítica), con desenfreno desatado en “Fear of the Dark” (el tema perfecto: épica, melodía, drama, velocidad y riff), “Can I Play With Madness” (acaso lo más pop que Iron Maiden alguna vez grabará) y “The Prisoner” (rock directo, crudo, que asoma como isla de simpleza en un mar de metal progresivo), apreciación entre efusiva y respetuosa de los temas de Senjutsu (especialmente “The Writing on the Wall” y los doce minutos del primer encore “Hell on Earth”) y un final a puro placer con dos fijas: “The Trooper” y “Wasted Years”. Unas dos horas después del primer acorde cae el telón y sobreviene a los 45 mil testigos una impresión compartida y paradojal: cada show de Iron Maiden es, al mismo tiempo, un evento previsible y una vivencia irrepetible.
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