La banda regresó al país para tocar en Vélez y demostrar que ningún obstáculo podrá detenerla
Con talento, con tiempo y con trabajo uno logra convertirse en leyenda, y a partir de ahí se abren dos caminos. Está la posibilidad de echarse a disfrutar de una bien ganada incondicionalidad, dando shows correctos con todos los grandes éxitos, sabiendo que de una u otra forma el aplauso y el cachet seguirán llegando. Pero también se puede hacer lo que hace Iron Maiden : sobreponerse al diagnóstico de cáncer de su frontman sacando un gran disco nuevo ¡doble! (The Book of Souls, 2015), salir por el mundo a presentarlo tocando seis de sus temas en un setlist de quince (y de alguna manera lograr que esa media docena de canciones no sean un "descanso", sino puntos altos de los conciertos, casi a la altura de cualquier hit), con un sonido impecable, una puesta en escena que impresiona y una juventud física y espiritual que pone en vergüenza a más de un muchachito del momento. Nadie les reprocharía nada si decidieran patearla al corner y pasar a cobrar, pero la realidad es otra: en 2016, con todos los palos de la vida encima, Maiden se sube a un escenario y es... increíble.
No está en la esencia del grupo dejarse doblegar. Así como el Ed Force One se la dio contra un tractor y quedó varado en Chile pero igual los equipos llegaron en tiempo y forma ("Lo logramos porque tenemos la mejor crew del mundo", dice Bruce Dickinson antes de tocar "Children of the Damned", porque además es generoso con los laburantes), el primer alarido de "If Eternity Should Fall" deja en claro que esa garganta no iba a permitir que ninguna enfermedad la melle. Bruce está intacto en su rol de vocalista, actor y maestro de ceremonias, corriendo por las falsas ruinas mayas del escenario sin descuidar un agudo. Mientras, en "Speed of Light" el baterista Nicko McBrain le da paso al solo (tocado en turnos por el triple ataque de guitarras) con un redoble de tambores que suena virtuoso pero a la vez se ve como en cámara lenta, y demuestra que el suyo es el lugar opuesto al de Dickinson: él está para aportar aplomo, no pirotecnia.
"Tears of a Clown" (otra del último álbum) es anunciada como "una canción triste" pero su pulso glam parece decir otra cosa. En tanto, en "The Red and Black" (¡otra más!) citan apócrifamente a "Holy Diver" de Dio sobre una base de bajo al trote de Steve Harris, el alma de todo esto, el que no reclama protagonismo (sólo es el centro de la fiesta cuando se le canta el "Feliz cumpleaños" con cuatro días de retraso) pero que sí amalgama, agrega nervio a la música, impulsa a sus compañeros y así convierte a Maiden en la fuerza de la naturaleza que es.
Ahora sí, el uno-dos clásico de "The Trooper" y "Powerslave", respectivamente con bandera británica al aire (por una vez el estallido logró tapar los infaltables silbidos) y otro de tantos solos milimétricos, repartido entre Dave Murray (lento, sentido, con wah wah) y Adrian Smith (técnico y veloz). Y entonces otra vuelta por The Book of Souls con "Death or Glory" y el tema homónimo, que incluye el ingreso de un Eddie live action de unos tres metros al que Dickinson termina arrancándole el corazón.
El cantante en performance con una soga al cuello y un arpegio matizado con campanas dan entrada a "Hallowed Be Thy Name", que a su vez sirve de preludio al riff que las 45 mil personas presentes más estaban esperando cantar: el de "Fear of the Dark". Sobre el (primer) final, "Iron Maiden" y otro Eddie, éste inflable y gigante, de los más impresionantes que les hayamos visto. Y para los bises, "The Number of the Beast" y el caos, el fuego, la velocidad hardcore, Harris con la celeste y blanca, un diablo XL supervisando todo y otras muestras de saludable exceso. Una opción curiosa con "Blood Brothers" de Brave New World (2000) y, por último, "Wasted Years" con Dickinson recordándole a cualquier distraído que este fue un great-fuckin'-show.
Cada elemento de esta gira parece pensado para subir la apuesta: el setlist caprichoso pero efectivo, el vocalista sanísimo y endemoniado, las animaciones, los fogonazos, el escenario, los muñecos, cualquier interacción entre los seis. Todo es un poco más grande, más intenso y más desafiante. Las verdaderas leyendas son así: no saben cómo parar de crecer. Ya dormirán cuando mueran.
Por Diego Mancusi
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