Il Trovatore: una versión semi-montada que contó con el brillo de la excepcional Anna Netrebko
La ópera de Verdi regresó al Teatro Colón despojada, como si fuera un concierto; al lucimiento de la gran soprano rusa se le sumaron los soberbios aportes de Olesya Petrova, Yusif Eyvazof y Fabián Veloz
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Obra: Il Trovatore, ópera de Giuseppe Verdi en versión semi-montada. Intérpretes: Anna Netrebko (Leonora), Fabián Veloz (Conde de Luna), Yusif Eyvazof (Manrico), Olesya Petrova (Azucena), Fernando Radó (Ferrando), María Belén Rivarola (Inés), Santiago Martínez (Ruiz), Sergio Wamba (viejo gitano) y Cristian Taleb (mensajero). Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Director musical: Giacomo Sagripanti. Puesta en escena: Marina Mora. Concepto escénico: Gabriel Caputo. Diseño de iluminación: Rubén Conde. Función del Gran Abono, Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
Las razones por las cuales se decidió ofrecer una ópera en versión semi-montada dentro de la temporada lírica del Colón, seguramente nunca serán expuestas. Posiblemente podrían esgrimirse argumentos comprensibles pero todo quedará en el terreno de las suposiciones. Queda claro que no es imaginarse que en ninguno de los grandes teatros de ópera de todo el mundo se pudiera dar la situación de representar Il Trovatore en versión semi-montada. Después de todo y sin entrar en mayores disquisiciones, la ópera es drama en música y lo que se vio en el Colón fue, sencillamente, una versión de concierto, afirmación sostenida en el programa de mano en el cual Gabriel Caputo señala que “esta concepción escénica apuesta a expandir el universo visual en un concierto, sin la pretensión de ser una puesta de escena”.
Hechas todas las aclaraciones y sabiendo que el público de ópera, precisamente, quiere ver teatro, es menester decir que lo que se ofreció en el Colón fue un espectáculo de altísima calidad, de innegables bellezas visuales y con una protagonista excluyente, Anna Netrebko en un excepcional nivel de excelencia vocal, musical y artística. Y por alrededor de ella estuvieron una sorprendente Olesya Petrova, una mezzosoprano que, llegada como suplente de ocasión, dejó admiradísimos a todos los que colmaron la sala del Colón, y tres cantantes masculinos que, sin alcanzar esas alturas, cumplieron sobradamente con sus tareas.
La puesta en espacio y el concepto escénico consistieron, esencialmente, en despojar al escenario de absolutamente todo y ubicar dos gradas en el sector posterior, alejadas una de la otra, para que sobre ellas se posara el coro. Ahí estuvieron, indistintamente y con vestimentas de concierto, los soldados, los gitanos (sin yunques) o las monjas, todos con partitura en mano. La belleza visual llegó de cuatro estructuras circulares, cuasi mandalas con rayos internos que determinaban círculos internos huecos, que anduvieron flotando por diferentes espacios y alturas a todo lo largo de la ópera, todo matizado por exquisitos cambios de luces. Sin ninguna relación con el argumento de Il trovatore, sobre esta espacialidad atemporal y sin territorialidad alguna, todo quedaba libre para que por ahí fluyeran la música de Verdi y el canto de los personajes todos ataviados con vestimentas inespecíficas, los varones, con trajes oscuros, sin distinciones entre un conde y un trovador gitano, las mujeres, elegantísimas y lujosas, así una dama aragonesa como una vieja gitana desharrapada.
Se dice y se repite que para que Il trovatore tenga una representación cabal, hacen falta cuatro cantantes en estado de gracia. Si el patrón a tomar como referencia es el de Anna Netrebko estamos en problemas. La gran soprano rusa es una artista incomparable y que, a los cincuenta y un años, no sólo que conserva todas aquellas notables capacidades juveniles de soprano lírica y de coloratura sino que, con el tiempo, ha adquirido una voz más densa, con bajos profundos y con un color y un tono especiales que maneja con una ductilidad asombrosa y que le han permitido acceder, con holgura y seguridad, a papeles más dramáticos. En la segunda escena de la ópera, Leonora apareció cantando su arrobamiento por ese trovador de quien se ha enamorado. Cuando terminó su cavatina “Tacea la notte placida” y la posterior cabaletta “Di tale amor, che dirsi” se descerrajó una ovación tan atronadora como extensa como hacía mucho tiempo que no sucedía dentro de una ópera. Pero luego, a todo lo largo de la ópera, tan sólo con su canto y algunos mínimos movimientos, denotó el dolor por la supuesta muerte de su amado Manrico, la entrega y la paz espiritual cuando ingresa al convento, el odio más encarnizado hacia quien ha encarcelado a su prometido y la resignación ante un final inevitablemente angustioso.
Ante la ausencia por enfermedad de la fenomenal Anita Rachvelishvili, verdaderamente una cantante superior, llegó Olesya Petrova para meterse dentro de la gitana Azucena, un rol dramático y central dentro de la enrevesadísima trama de esta ópera. Con “Stride la vampa”, su primera aparición, en el segundo acto, Petrova ofreció una voz espesa, intensa desde unos bajos consistentes hasta unos agudos redondos y poderosos. Si a la felicidad de Leonora Verdi le dio vuelo melódico, ondulaciones y coloraturas, al horrendo dolor interno de Azucena, Verdi le plantó frases cortas, repetitivas e incisivas, graves y agudas por igual. A través de Petrova, Azucena expuso todas sus torturas, todas sus amarguras. La ovación que recibió, en el saludo final, fue fragorosa, conmovedora y merecidísima.
Como ya es costumbre, el tenor Yusif Eyvazof, el trovador en cuestión, demostró certezas, afinación y presencia. Con todo, el color de su voz es muy similar siempre y, por consiguiente, poco atrayente. Más allá de algunas inexactitudes en “Di quella pira” su canto fue correcto pero sin generar entusiasmo. A Fabián Veloz, seguro y firme, le hubiera venido bien algún asesor teatral (que en esta no-puesta no lo hubo) y, tal vez, algún director musical más comprometido, que le hubieran ayudado u orientado a poder expresar con su canto los distintos estados de ánimo del Conde de Luna. Con las mismas posturas y gestualidades, y también afinado, atinado y con presencia, su personaje pareció siempre igual a sí mismo independientemente de las peripecias que va sufriendo según avanza la ópera. Fernando Radó, en su aria inicial, cumplió con su deber de contar la historia del infortunado García con solvencia y buena presencia. Como ya es costumbre, tanto la orquesta como el coro cumplieron sobradamente con sus tareas y Giacomo Sagripanti, al frente de todos ellos, los condujo con precisión y certezas.
En el final, hubo algunos abucheos mínimos y extemporáneos cuando los responsables de la versión semi-montada salieron a saludar. No fueron ellos los que tomaron la decisión de presentar esta ópera de este modo. Las soluciones aportadas para la ocasión fueron más que meritorias. También es real que este tipo de apuestas exógenas a la ópera pueden salir bien si la música es de Verdi y si en el elenco aparecen cantantes como Netrebko o Petrova. Pero también es real que una representación teatralizada, en sí misma, tampoco es garantía de buena realización. Tanto en una como en otra alternativa, y más allá de las virtudes o carencias, podríamos afirmar que la “salvación” de cualquiera de las dos opciones viene de la comprobadísima genialidad de Verdi y de la excelencia de los cantantes. Con este elenco, esta puesta del Colón es un verdadero acierto.
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