Horacio Malvicino: el músico de los mil nombres que recorrió “diez veces” el mundo junto a Astor Piazzolla y le puso melodía a los grandes éxitos de la TV
Compositor, arreglador y notable intérprete, fue una figura fundamental del jazz argentino y participó de la gran época de la industria discográfica argentina con decenas de grabaciones muy exitosas; formó parte de varias de las mejores agrupaciones del creador de “Adiós nonino” y contribuyó con su guitarra a darle forma a ese sonido renovador del tango
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“Seguiré prefiriendo más los sueños del futuro que las historias del pasado”, escribió Horacio Malvicino antes de ponerle el punto final a su autobiografía, publicada en 2007. La vida entera de este músico excepcional, participante decisivo de algunas de las grandes corrientes de la historia de la música popular en la Argentina a lo largo de las últimas ocho décadas, se resume en estas pocas palabras.
“Malveta”, como le decían todos sus amigos, falleció en la madrugada de este martes 21 de noviembre a los 94 años. Conservó hasta cerca del final de su larga vida un envidiable espíritu emprendedor que lo llevaba a imaginar nuevos proyectos artísticos y la continuidad del compromiso con sus colegas músicos desde la conducción de la Asociación Argentina de Intérpretes (AADI), el último de los espacios marcados con su sello. Y al mismo tiempo, a través de una memoria portentosa, recuperaba una y otra vez recuerdos de una historia personal que inmediatamente se convertían en grandes momentos de la vida artística argentina en el siglo XX.
Lo primero que se recordará de Malvicino es su decisiva participación en varias de las mejores etapas de la vida musical de Astor Piazzolla. Hasta podría decirse, con alguna exageración, que el hito inaugural de la causa renovadora del tango enarbolada por Piazzolla fue la incorporación en sus formaciones del sonido de la guitarra, ese “acústico y ancestral instrumento ya amplificado por el jazz”, según cuenta propio Malvicino en su libro de memorias, El Tano y yo.
El Tano es, por supuesto, Piazzolla. Y el primer encuentro entre ambos se produjo en 1954 en la vieja confitería Electra, de Callao y Cangallo, lugar al que fueron convocados varios músicos para la creación de “lo que sería –recuerda Malvicino- la bisagra del desdoblamiento de los gustos tangueros de la época”. El Octeto Buenos Aires dividió desde allí a los tradicionalistas y los “locos del nuevo tango”, seguidores de las audacias y las innovaciones que a partir de ese momento proponía Piazzolla.
Pero seríamos muy injustos con Malvicino y su memoria si lo evocamos nada más que a través de su decisivo vínculo musical y personal con Piazzolla, extendido luego del Octeto a otras de sus grandes formaciones como el Quinteto (junto a Pablo Ziegler, Héctor Console y Fernando Suárez Paz) y el recordado Octeto Electrónico, en el que también brillaban Adalberto Cevasco, El Zurdo Roizner, Juan Carlos Cirigliano y Santiago Giacobbe. “El que mejor comprendió todo lo que yo escribí es Horacio Malvicino”, llegó a decir el propio Piazzolla.
Más allá de su vida junto a Astor, con quien recorrió “diez veces el mundo” según propia confesión, Malvicino fue una figura fundamental en la historia del jazz argentino y protagonista al mismo tiempo del mejor momento de la industria discográfica local. Como director musical de RCA Victor impulsó la carrera de varias destacadas figuras locales de la canción popular. “Estuve allí unos 20 años, en la época en que creamos a Palito Ortega, Violeta Rivas y tanta gente. Tenía que entrar en el juego de otro tipo de música. Pro también me di cuenta de que había que encontrarle el sabor a la música”, recordó en 2016 ante LA NACION en una charla con Mauro Apicella.
Por entonces, sobre todo en las décadas de 1960 y 1970, el destino de los músicos encargados de lo que se conoce como “artistas y repertorio” de un sello discográfico, una tarea hoy casi extinguida y reemplazada por otro tipo de productores musicales, era el anonimato. Los nombres de estos inspirados artistas aparecían muy chiquitos en las contratapas de los discos o en las placas mismas en comparación con los artistas a quienes servían como directores o arregladores.
Pero Malvicino encontró un lugar inesperado para darse a conocer con su verdadero rostro y un seudónimo que se convirtió muy rápidamente en garantía inmediata de ventas millonarias, cuando los álbumes de larga duración (los famosos LPs) eran los únicos vehículos de difusión para la música y los músicos.
Esa oportunidad apareció después de que Malvicino empezara a ganarse un nombre y a trabajar como músico profesional en toda clase de reductos (clubes nocturnos, espacios bailables) o interpretaciones en vivo en estudios de radio integrando orquestas de jazz o repertorio “característico”: pasodobles, tarantelas, valses, polkas.
De esa vida inagotable de días y noches viajando entre escenarios y saltando de una agrupación a otra, Malvicino acuñó esa ingeniosa máxima que sus colegas llevan a todas partes y nunca se cansan de citar: “La música es el arte de combinar los horarios”. De las actuaciones en vivo pasó al mundo de las grabaciones y, antes de llegar a la poderosa RCA, al primer sello discográfico de origen genuinamente nacional, Disc Jockey.
Allí nació el primero de los múltiples seudónimos, Don Nobody, que utilizó para los discos instrumentales con versiones de grandes temas populares, una de sus especialidades. Después llegaron muchos más: Los Muchachos de Antes, Gino Bonetti, El Gaitero de Texas, hasta el insólito Icaro Onicivlam (su apellido al revés). El más famoso de todos fue Alain Debray, ocurrencia que surgió en RCA de asociar un nombre famoso del cine (Alain por Delon, inmensamente popular en ese tiempo) y el apellido “del periodista francés famoso por el reportaje al Che Guevara en Bolivia”.
Con ese apodo y la “Orquesta de Champs-Élyseés”, integrada por grandes sesionistas locales, Malvicino empezó a grabar álbumes con versiones orquestales de temas populares de todos los ritmos que en algunos casos llegaron a vender millones de copias. El propio Malvicino aparecía en la portada con su rostro y su elegante barba para ponerle una y otra vez, en cada nueva placa, la rúbrica a ese sortilegio.
Al mismo tiempo empezó a hacerse cada vez más fecundo el vínculo de Malvicino con la televisión. Fue durante muchos años director de la Orquesta Estable del viejo Canal 11 en un tiempo en el que cada emisora privada de TV tenía una. Buby Lavecchia (luego reemplazado por Angel Pocho Gatti) estaba al frente de la de Canal 13 y el legendario Santos Lipesker conducía la del 9.
Gran amigo de Gerardo Sofovich, Malvicino le puso música a numerosos cuadros de las mejores épocas de El botón y Operación Ja Ja y logró, según propias palabras, el “milagro” de hacer cantar a Alberto Olmedo. Otra estrella de esa troupe, Jorge Porcel, le hacía las cosas mucho más fáciles: tenía una voz notable y extraordinariamente afinada, sobre todo para el bolero y la canción romántica. En esas espontáneas grabaciones también llegaron a participar Fidel Pintos, Ernesto Bianco, Gogó Andreu y Pepe Soriano. Las cortinas musicales de otros programas de TV muy populares también llevaron su firma: Los Campanelli, Matrimonios…y algo más, La Tuerca, Titanes en el ring. Esas canciones creadas para la troupe de Martín Karadagián, con ritmos étnicos adaptados a la identidad de cada luchador-personaje, llevaban letras de Marty Cosens.
Malvicino había nacido el 20 de octubre de 1929 en Concordia (Entre Ríos). Llegó a Buenos Aires por primera vez en marzo de 1946 a bordo de un tren que recorrió buena parte de la Mesopotamia con la idea de estudiar Medicina. Su padre ferroviario, oriundo de Monte Caseros (Corrientes) tuvo que dejar por entonces ese oficio después de 40 años al negarse a apoyar al gobierno peronista, y su madre había sido maestra normal.
El chico que se mudó a la Capital con el sueño familiar de formar un hogar de clase media tuvo que cambiar los planes sobre la marcha después de que su padre perdiera el empleo y se agravara su salud a raíz de ese infortunio. Como había estudiado guitarra desde los seis años mandó a buscar su instrumento, que llegó en otro tren a la misma estación terminal, Federico Lacroze. Ahí se puso en marcha su carrera de músico profesional.
Grabó y tocó con los más grandes del jazz local (el Gato Barbieri, el Mono Villegas, Lalo Schifrin) y su larga asociación con Piazzolla le hizo vivir además una conexión cada vez más fuerte con la música de Buenos Aires. De hecho, fue la Academia Nacional del Tango la primera en dar a conocer en las primeras horas de este martes la noticia de su fallecimiento. “Acompañamos a su familia y amigos en este momento de honda tristeza para todos”, decía el comunicado de la entidad.
“Nací en el Litoral, pero el chamamé no me sale. Viví en Brasil, donde hice música de telenovelas. Con Astor recorrí diez veces el mundo. Pero nunca me concentré en algo. Sé que hay que buscarle el sabor a la música. Cuando compongo, lo que hago es tango”, confesó a LA NACION en 2016. Tras la muerte de Astor, Malvicino participó de múltiples tributos, giras y homenajes aquí y en otras partes del mundo a la música del gran renovador del tango. Y en 2018 recibió el Premio a la Excelencia Musical por parte de la Academia Latina de la Grabación, entidad que cada año otorga los Grammy latinos.
Fuera de la música se hizo fanático del turf desde muy joven y llegó a convertirse en criador de caballos. Y cuando quedó atrás la extensa vida de las grabaciones, las giras y los conciertos en vivo consagró buena parte de su tiempo a la actividad institucional dentro de la AADI, primero como vicepresidente y luego con la máxima responsabilidad tras el fallecimiento de su titular, Leopoldo Federico, uno de sus grandes amigos y compañero de aventuras musicales en el célebre Octeto de Piazzolla.
Malvicino tuvo tres hijos con María Graciela Schillizzi. Uno de ellos, también llamado Horacio, hizo una notable carrera en los Estados Unidos primero como técnico de grabaciones y luego al frente de una exitosa empresa que se dedica a montar y equipar estudios de grabación. Su mayor orgullo estaba allí, en la familia que había logrado criar y educar.
En cada anécdota, en cada recuerdo, parecía que Malvicino nunca dejaba de agradecerle a la música por la vida que pudo disfrutar. Y siempre tuvo proyectos entre las manos, aunque nunca perdió la identidad de los orígenes y las tradiciones con las que se formó. “Tengo miles de discos –le contó a LA NACION en 2016-. Y un día uno de mis hijos me dijo: ‘¿Para qué todo eso si lo podés tener en una computadora?’. No es lo mismo. No es sólo música, es una época”. El libro de la vida de Horacio Malvicino se puede leer en las hojas de una partitura infinita.
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