Horacio Lavandera, el virtuoso rebelde: "A los 8 años quería ser George Gershwin"
Cuatro de la tarde. Mesa de un bar de una avenida muy concurrida del barrio de Devoto. Esa es la "zona geográfica" del pianista clásico Horacio Lavandera cuando está en Buenos Aires (es más o menos la mitad del año, la otra mitad la pasa en Europa). La "zona" musical es mucho más vasta. Y sus elecciones, a lo largo de más de 20 años de carrera, le abrieron puertas. Pero también se las cerraron.
A veces las apariencias engañan. Quizá detrás de la extraversión de un pianista surgido en el país más grande de Oriente no haya desfachatez, sino un buen plan de marketing. En cambio, en las decisiones de un introvertido pianista porteño de 34 años tal vez se manifieste cierta rebeldía encubierta. Sí, toca Beethoven y Chopin y hasta algunas obras de Piazzolla que le dan ese sello de "músico argentino", pero cuando en la oscilación de su diapasón aparecen Dino Saluzzi o Karlheinz Stockhausen surge la prueba de cierta avidez por lo que no es convencional. Horacio elige hacer música que le resuena. Se anima a poner a consideración del público en redes sociales los programas de sus próximos conciertos. Pero el resto es resultado de las obsesiones de aquel chico de 16 años que luego de ganar uno de los concursos de piano más prestigiosos y exigentes del mundo, el Umberto Micheli, se dedicó a diseñar una carrera con total independencia.
Lo que lo tiene desde hace varios meses en la Argentina son los conciertos que dio dentro del Festival de Música Clásica del Konex, en el Teatro Colón, y las próximas presentaciones, el 23 y 24 de agosto, en el Coliseo, con la Orquesta Clásica Argentina. Esta formación fue creada por el propio Lavandera hace dos años, con el oboísta Gustavo Cosentino. Para estas funciones prepararon cuatro conciertos para piano y orquesta; los conciertos números 3 y 5, "Emperador", de Beethoven, y los número 1 y 2, de Chopin.
–¿Creés que lo que la crítica y el público esperaban, cuando tenías 16 años y volvías con el Premio Micheli bajo el brazo, es lo que hoy sos?
–Siempre hay que ser un servidor frente a las obras. Hay frases de Robert Schumann que las aprendí de memoria. Una era: "Siempre estudia como si te estuviese observando un gran maestro". Yo creo que siempre pensé la música desde el mismo lugar. Mi formación me dio recursos filosóficos. Pero si te referís a por qué Horacio no es Lang Lang, te diría que a los 8 años Lang Lang recorría su país llevado por su propio gobierno. Como si a mí, cuando aparecí, me hubiera llevado por todas las salas del mundo un secretario de Cultura de la Argentina. Al día siguiente de haber ganado el premio en Milán, el presidente De la Rúa estaba recibiendo a un niño de Agrandaditos, no me estaba recibiendo a mí. Uno tiene que vivir con todo lo que le toca e ir respondiendo con su solidez. Ahora aposté por proyectos que me hicieron crecer y estoy contento. En los próximos seis meses tengo conciertos en el Carnegie Hall (Nueva York) y en la Filarmónica de Berlín. Estoy bien. Más que eso no existe.
–¿Cuando empezaste a tocar te imaginabas cerca del estilo de qué pianistas?
–No quiero pecar de agrandado, pero sabía que quería hacer un camino distinto del que veía en los demás. Vengo de una familia de músicos en la que se hablaba de música. Y se estudiaba muchísimo. En eso estuve inmerso. Había una cultura del sonido y de la perfección. Un rigor intelectual. Todo eso me fue formando. Y cuando empecé a estudiar piano, por alguna razón sabía que tenía que hacer un camino propio. Por supuesto que hubo referentes. De repente un día me cayó la ficha con George Gershwin. A los 8 años ya era un coleccionista de todo lo que se podía encontrar en Buenos Aires de él. Componía, tocaba el piano, dirigía orquestas, estrenaba sus obras, se entrevistaba con Igor Stravisnky y con Ravel. Vi una imagen de mucho atractivo. De hecho, a los 18 conocí a Stockhausen y a los 22, a Pierre Boulez. Quizás, lo estoy pensando ahora, esa imagen de Gershwin se mantuvo con el paso de los años. Además de haber leído biografías de Gershwin recuerdo que él insistía en defender la música de su lugar y darles voz a los que no la tenían, que eran los negros de los Estados Unidos. El peso que generó en la música a nivel ideológico fue muy grande. Y para mí fue una referencia clave. Me puse a llorar cuando mi papá me compró las partituras de su música, porque en uno de los preludios había que hacer una décima y a mí, con 8 años, no me alcanzaba la extensión de la mano. Mi tía, que me daba clases, me dijo: "No llores, porque la mano ya la va a alcanzar".
–¿Hay algo actualmente a lo que tu mano no alcanza?
–Felizmente, no. Desde los 13, cualquier proyecto en el que me embarco lo conquisto. Se lo agradezco a los maestros que tuve y al trabajo diario.
–Tus elecciones evidentemente no están tan alineadas con la industria musical. Sin embargo, ¿alguna vez pensante en convertirte en uno de esos pianistas que dan dos conciertos por semana y viven en los aviones?
–Me han ofrecido contratos que no se ajustaban a nada que yo pudiera firmar. Pero cada caso es un mundo. El deseo de todo artista performático es tener un gran nivel de continuidad. Cambio de repertorios sin problema. Lo puedo hacer desde que tengo 15 años y no hay un tema de profundidad o de falta de profundidad, porque uno estudia las obras un año antes. Por otro lado, es cierto que cuanto más puedas interpretar, más crece el repertorio, y cuantas más posibilidades tengas de vincularte con distintos públicos, mejor será. Eso no hay que ponerlo en duda.
Cuando tuve 16 años me encontré con el más alto nivel al que puede aspirar un pianista en toda su existencia
–¿Disfrutás del vértigo o hasta que no tenés la obra muy "en dedos" y en la condición de infalibilidad no subís al escenario?
–Eso último es lo que deseamos todos, pero todo depende de los tiempos. En Europa se trabaja con dos años de anticipación. Yo sé que voy a andar por Estados Unidos y en Munich en 2020. Lo sé desde hace un año y sé qué programas voy a tocar. Ya estoy preparando las obras. Llego muy cómodo. La Argentina te enseña que todo puede suceder de una semana a la otra y hay que estar siempre preparado. Además, las obras florecen en el tiempo y en la comunicación con el público. Podés llegar a saber hasta en qué momento la gente va a toser más. En tu estudio vos elegís el sonido más delicado de tu planeta sonoro, pero en el teatro justo en ese momento alguien tose. Si pasa en varios conciertos, te das cuenta de que, bueno, hay que tocar un poquito más fuerte en esa parte. [Se ríe]. Glenn Gould hablaba de la diferencia de grabar una obra antes o después de que esa música pasara por el escenario. Personalmente, y aunque él estuviera en contra de esta idea, para mí sus mejores grabaciones son las de obras que él ya había tocado en público.
–Supongo que para estudiar tenés el piano que querés, pero siempre en cada teatro el instrumento es otro.
–La tarea del pianista es encontrarse con el instrumento que te toque y amarlo. No es fácil. Además no es lo mismo tocar los conciertos de Chopin en el Coliseo, en la Filarmónica de Berlín o en el Colón. Por suerte ya conozco las tres acústicas y me puedo preparar para eso. Es lo bueno de tener continuidad en determinadas salas y con distintos pianos. Esto es la experiencia.
–¿Cuándo comenzó a pesar la experiencia?
–Cuando tuve 16 años me encontré con el más alto nivel al que puede aspirar un pianista en toda su existencia. En Francia me encontré con los mejores pianos y al poco tiempo estaba tocando en la sala Herkulessaal de Munich, donde se graban los discos de la Deutsche Grammophon, en un Steinway que aún hoy recuerdo como suena. Cuando estás ahí ya tenés la experiencia de lo que querés vivir el resto de tu vida.
–Grabar programas de compositores argentinos, dedicarte a obras contemporáneas de compositores de todo el mundo, registrar un disco completo con obras de Dino Saluzzi o sumergirte en la obra de Stockhausen te convierten en un intérprete original, poco previsible, y, tal vez, te saca de la batea del pianista clásico convencional.
–Hay que entender cuáles son las reglas de juego. Primero, no es un mundo abierto. Es para poca gente. Yo no tomo la decisión de conquistar el mercado chino tocando Chopin. No es así. Ojalá fuera tan sencillo. Nací en Buenos Aires y mi condición de argentino fue remarcada en cada viaje al extranjero. La visión mía no era la de una persona internacional, sino la de alguien nacido en Buenos Aires. El sistema de música clásica te lo va imponiendo. Me han marcado el territorio muchas veces, incluso algunos colegas. Además, el negocio de la clásica es cada vez más restringido. El conservadurismo no puede permitir que haya más actores de los que el propio negocio ofrece.
–Un contrato discográfico puede generar imposiciones que en medio siglo ni se mencionaban, para sonar más popular y llegar a más público.
–Sí, pero también los tiempos cambiaron. Si hace medio siglo le proponíamos a Herbert von Karajan que dirigiera la música de Tom y Jerry se hubiera espantado. Sin embargo, el verano pasado la Filarmónica de Berlín la tocó en el escenario al aire libre más importante de Europa. No creo que haya que condenar nada. Hay que quedarse con lo positivo. Polémicas siempre hay, fijate el Festival Únicos en el Colón. Estamos en un momento de mucha transversalidad en las artes. Por otro lado, hicimos un sondeo con el público para determinar las obras que vamos a interpretar en el Coliseo y la gente quiso que hiciéramos dos conciertos de Chopin.
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