En la biografía Algún tiempo atrás, de Sergio Marchi, que lanzó Sudamericana, se revela el primer gran amor del cantante de Soda Stereo; duró cinco años, comenzó cuando él terminaba el secundario y empezaba a dar sus primeros pasos en la música
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Gustavo Cerati conoció a algunos de sus amores en el colegio secundario -”Cada chica era una canción”, reconoció Cristian Avella, un amigo de esa época- pero su primera novia fue Silvia Fernández, a quien sus amigos llamaban Silvana, y que desde febrero de 1977 se convirtió en la novia “seria” de Gustavo.
Uno de los hallazgos de la monumental biografía de Sergio Marchi, Algún tiempo atrás. La vida de Gustavo Cerati (Sudamericana), es echar luz sobre aquella relación, piramidal en el educación sentimental del músico y que suele ser ninguneada cuando se habla de las mujeres de su vida -en las notas sobre el tema se suelen mencionar a Cecilia Amenábar, Deborah de Corral, Leonora Balcarce, Anita Álvarez y Chloe Bello, pero nunca a ella-.
Silvia y Gustavo, en efecto, mantuvieron una relación que abarcó más de cuatro años. La cartografía de un hombre puede llegar a ser infinita, escribe Marchi. Y así como aparecen los inevitables capítulos sobre su carrera musical y de cómo el compositor genial se fue construyendo a sí mismo y se convirtió en uno de los artistas más prodigiosos de Latinoamérica, también irrumpen las escenas de aquel joven enamoradizo, hijo de una familia domiciliada en la Ciudad de Buenos Aires cuyos padres provenían del interior de Argentina.
“Gustavo Cerati ha sido un artista extraordinario, aunque en los incontables formularios que tuvo que llenar al pasar una frontera prefiriera completar el casillero profesional como ‘músico’, una palabra más modesta con la que se sentía absolutamente identificado. Pero también fue un hombre de muchas mujeres que encontró en ellas un manantial inagotable de inspiración, amor, cuidados y no escasos dolores de cabeza, padecimientos y decepciones”, narra el experimentado periodista musical Sergio Marchi en su cuarto libro biográfico -antes posó su mirada sobre Charly García, Pappo y Luis Alberto Spinetta-, que aunque no contó con la aprobación de gran parte de su familia -sí con la colaboración de Laura, su hermana- ni de sus compañeros de Soda Stereo, contiene testimonios, escenas, documentos de época y un retrato íntimo sobre uno de los astros del rock argentino que nada tiene que envidiarle a anteriores biografías como Cerati, la biografía definitiva (Sudamericana), de Juan Morris.
Silvia Fernández y Gustavo Cerati se conocieron en un baile de carnaval en el Club YPF, frente al Club Ciudad de Buenos Aires. Los carnavales todavía eran multitudinarios en 1977 y Gustavo fue a YPF con un grupo de amigos. Cuenta Marchi que apenas vio a Silvia sintió el proverbial flechazo y quiso salir con ella. “Yo iba a un colegio de monjas llamado Compañía de María -dice Silvia en el libro- y conocí a Gustavo a través de mi hermana y de Cristian Avella. Yo era muy amiga suya. Se armó un grupo y salimos todos juntos. Estaba cursando tercer año del secundario y él estaba en quinto. Gustavo era un chico divino, un dulce total. Era educado, respetuoso, contenedor, familiero, amiguero: todo lo que se te pueda ocurrir. Tengo el mejor de los recuerdos”.
Primero el flechazo, luego el noviazgo “formal”
Silvia era alta, rubia y de pelo largo. Y tres años más chica que él: tenía 15 años. Silvia vivía a cuatro cuadras de la suya, en Avenida Elcano, entre Álvarez Thomas y Delgado. “Mis viejos lo adoraban, sobre todo mi mamá, y Gustavo también era muy cariñoso con mi familia -testimonia Silvia-. En la casa de él también había buena onda. Nuestra relación era de noviazgo formal y eso incluía salidas familiares; tengo un vago recuerdo de ir a la casa de unos tíos donde hacían asados a la noche y también a un lugar que su familia llamaba la casita, en San Isidro”.
Gustavo estaba en sus últimos días de secundario en el Instituto San Roque. Su primera novia lo recuerda como muy detallista, perfeccionista y exigente para con todo. “Me venía a buscar a la salida del colegio y me esperaba en la vereda de enfrente, fumando: siempre fumando. Venía a todas las fiestas o reuniones que hacíamos con mis amigas del secundario que lo adoraban. Era muy lindo pibe, muy simpático y agradable, cuidadoso para con el otro. Un romántico empedernido, un enamorado de la vida: toda su vida estuvo enamorado. Primero de mí, y después de un montón de otras mujeres, porque él era así”.
Son momentos en los que Gustavo Cerati había descubierto que la guitarra no sólo era un instrumento musical sino que además se trataba de una poderosa herramienta de comunicación que él sabrá usar como nadie para expresarse y expresar a otros. En quinto año, pidió una prórroga de su ingreso al servicio militar y se la dieron. Como miembro de la banda Koala solía tocar en lugares feos, con ese ambiente de la noche pesada. Había alcohol y marihuana. Pero el grupo no duró mucho. Luego entró como suplente del guitarrista de la cantante melódica Manuela Bravo. Le pagaban escaso dinero. “Gustavo vivía con poco, el viejo le daba dinero pero a él no le importaba nada, ni tener una buena pilcha ni un buen par de zapatos. Se ponía las zapatillas Topper y con eso iba a todos lados”, comenta Silvia en el libro.
Se había fanatizado Gustavo con una canción que repetía en su tocadiscos una y otra vez: “If You Leave Me Now”, del grupo Chicago. También escuchaba Electric Light Orchestra y había sacado en la guitarra “Baby, I Love Your Way”, de Peter Frampton, para poder lucirse con temas de moda en eventuales reuniones. De la escena local le gustaba Vivencia, temas como “En mi cuarto” y “Natalia y Juan Simón”. Prefería más la influencia internacional: Yes, Peter Gabriel, Focus y Camel, Pink Floyd. Con el tiempo empezó a cantar canciones de Spinetta, Pappo y las de La Biblia de Vox Dei. “Y también para ese tiempo hizo una canción propia que salió un poco inspirada por todos estos temas de música nacional. Me acuerdo una estrofa: A lo lejos se ve/Un jinete de papel/Y un mar hecho de miel/Y un (no recuerda la palabra) de mil paredes/Y un principio que es final/Para amigos que se van/Ilusión, déjame: no me hagas caer”, rememora Silvia Fernández.
A Gustavo le costó asumir responsabilidades adultas, se prolongaba en dilaciones inútiles como sacar el permiso para conducir. Hasta que debió presentarse en Campo de Mayo y dio el puntapié del servicio militar en aquellos años de dictadura donde los militares tenían la crueldad exacerbada. “Los tres primeros meses de instrucción militar -recuerda Silvia- me mandaba mensajes a través del hermano de una compañera mía de secundario que ya estaba terminando”. Gustavo se quedaba dormido, renegaba presentarse a horario. Una vez se metió en un concurso de folklore que se hizo en todos los distritos militares. Ganó una canción suya y se pudo ir una semana a Bariloche, al destacamento militar de esa ciudad. En la radio escuchaba The Police en el programa El Tren Fantasma, conducido por Omar Cerasuolo. El noviazgo con Silvia prosiguió: a Gustavo no le gustaba estar solo. La madre de Silvia solía prepararle comidas caseras, como niños envueltos con palta, papas y arvejas.
“No le gustaban los chetos ni tampoco era rockero. Gustavo era un tipo de barrio-barrio y no lo podés definir de otra manera. No del barrio de jugar a la pelota en la calle porque no le gustaba jugar al fútbol, pero un pibe de barrio, hincha de Racing, pero no fanático como mi viejo. Corría rápido, pero no jugaba bien y lo mandaban al arco”.
Tiempo después llegaron la primera Gibson SG, comprada por el padre de Gustavo en Estados Unidos; el diseño como dibujante del escudo de egresados de la división de Silvia; sus primeros pasos en la carrera de Comunicación Social en la Universidad del Salvador; el gusto por el rock sinfónico -Return To Forever, Mahavishnu Orchestra- de la mano de amigos que trató en la facultad, donde conoció a Zeta Bosio; integrante estelar de bandas como Savage; un recital de The Police en Argentina que lo conmocionó y así, lentamente, el noviazgo fue languideciendo: los tiempos de Gustavo con la música y la universidad colisionaban con los de ella, sus estudios y la vida social. Estaban comenzando a crecer para lados distintos.
Sin embargo, Silvia fue todos oídos cuando Gustavo le contó que Savage tenía la oportunidad de ir a tocar a Punta del Este. El padre de Silvia le prestó el dinero para el viaje. A su vuelta, Gustavo se la devolvió y puso punto final al noviazgo. “Antes de hablar conmigo, habló con mis padres para decirles lo que él quería y por qué pensaba que nuestra relación tenía que terminar -dice Silvia en la biografía de Sergio Marchi, con justeza-. Después habló conmigo y estuvimos de acuerdo con que lo nuestro se había desgastado y que queríamos cosas distintas. Nunca lo volví a ver, pero amigos y familiares que se lo encontraron me contaron que siempre preguntaba por mí. Gustavo es un recuerdo mío muy lindo, muy puro, muy limpio y por eso hasta ahora no quise contárselo a nadie”.
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