Dueña de una voz dulce y aterciopelada, conquistó al público local en los 70 y triunfó en Japón; se casó en la adolescencia, fue víctima de violencia de género y de varias fatalidades; hoy vive en La Casa del Teatro y sueña con volver a subir a un escenario
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Éxito, dolor y resiliencia. Así se podría sintetizar la historia de Graciela Susana, la cantante de tangos que cautivó al público local en los 70 con su voz dulce y aterciopelada y, a la vez, fue estrella indiscutida en Japón. Luego de grabar 120 discos y de realizar más de 100 giras por todo el mundo (¿cuántos artistas pueden ostentar semejante récord?), lo perdió todo: familia, dinero y trabajo. Tras pasar por una situación de calle, hoy, a los 69 años, vive en la Casa del Teatro y antes de aceptar una extensa charla con LA NACION adelanta una apretada síntesis del calvario que fue su vida en todos estos años: “tuve gente al lado mío que me sacó todo, hasta mis hijos lo hicieron, aunque me cueste decirlo. El primero que me robó fue mi marido, pero eso no fue lo peor que hizo: me fajó desde que nos casamos y durante más de 10 años, hasta que me cansé y casi lo mato con una ensaladera de acero que le tiré directo a la cabeza”.
Hija de Ricardo Ernesto Ambrosio, pianista y cantante de la orquesta de Tito Cosentino, la carrera artística de Graciela Susana comenzó a los 9 años, cuando conformó un dúo folklórico con su hermana Cristina, llamado Las Hermanitas Ambrosio. La conjunción de una contralto y una soprano era llamativa y generaba buena respuesta en el público. Cuando su hermana se enamoró de un músico (Hugo López), pasaron a ser el trío Los Cautivos, y luego, cuando la pareja huyó para concretar su historia de amor lejos del ámbito familiar, no le quedó más remedio, a los 12, que convertirse en solista y utilizar su nombre de nacimiento: Graciela Ambrosio.
Su pasión por los ritmos autóctonos empezó a tambalear cuando, en una peña, una mujer pidió conocerla. “¿Y quién era esa señora? Mercedes Sosa. Me dijo: me encantó como cantaste, pero tu voz es para el tango”. Eso mismo le señalaron cuando fue a dar una prueba al sello Odeón con vistas a grabar su primer disco. El cambio de género se produjo pocos años después, cuando fue al Festival de Tango de La Falda y la convencieron para que concursara cantando “Barrio de tango” y “Balada para un loco”. De allí salió victoriosa, alzando en alto el Premio a la Revelación –que le otorgó un jurado integrado por Eladia Blázquez, Cátulo Castillo, José María Contursi, Los Hermanos Expósito y Enrique Cadícamo- y con un futuro a puro 2 x 4. Ahí nació Graciela Susana, a secas.
Para entonces su horizonte artístico era sólo prometedor. “El problema es que a los 16 años mi abuela me casa de prepo con un hombre de 30. Era presentador de números artísticos en El Patio de Tango (de Av. Corrientes y Uruguay), y se hacía llamar Alberto Fontán. Le dio lástima verlo solo a esa edad y me lo enchufó. En cuanto se nos metió en casa la violencia se veía venir, hasta a mi abuela le pegó. Sufrí cada cosa con esta persona. Tenía que ir a un programa de televisión y no me quedaba más remedio que presentarme con toda la cara marcada. Cuando no eran piñas en la cara eran trompadas en el estómago o patadas en la cabeza”, recuerda. “Hoy estoy prácticamente ciega, el ojo derecho lo tengo perdido por una trombosis y del izquierdo sólo veo un diez por ciento. ¿Y sabés cuándo y por qué empezó todo? ¿Te lo imaginás? Sí, exacto, en aquel entonces, cuando me tiraba puñetazos directamente a los ojos”.
Por temor se mantuvo casada y aceptó tener dos hijos (Graciela Susana y Marcelo) con su victimario. “Mis padres estaban al tanto de todo, porque vivíamos en la misma casa, en el barrio de Chacarita, pero ellos también le tenían pánico. Aún no entiendo cómo no huimos todos de esa casa, hubiera sido mejor hasta vivir debajo de un puente”, reconoce. Mientras, empezó a presentarse en diversos programas de televisión y a ganar popularidad, la mayoría de las veces acompañándose sola con su guitarra. Primero fue en Casino, luego en Sábados circulares, más tarde en La Botica del Tango y muy pocas veces en Grandes valores del tango, “porque para trabajar ahí tenías que venderte, tenías que ser carne de sofá”, denuncia.
En uno de esos programas conoció a una de las personas más importantes en su vida, a Tita Merello. “Con ella mantuve una amistad inquebrantable hasta sus últimos días, de hecho yo era la única persona autorizada para visitarla en la Clínica Favaloro, donde estaba internada. Tita fue la persona que más me cobijó y respaldó en toda mi carrera. ¡Bah! y en la vida también. Ella siempre me decía: “a ese HDP que tenés al lado tuyo, que te levanta la mano todos los días, lo voy a reventar, ya vas a ver. Gracias a ella todo el mundo se enteró lo que ese hombre me hacía y en el medio empezaron a darle vuelta la cara. Eso tal vez me salvó de un final fatal”. No obstante, con el tiempo su marido levantó una oficina y creó una grabadora. “Decía que era mi representante, pero todos los contratos los conseguía yo. En realidad él nunca trabajó, simplemente se dedicaba a gastar toda mi plata”, asegura Graciela Susana.
En el programa de Pipo Mancera (Sábados circulares) la vio Edmundo Rivero y la invitó a dar una prueba para participar en su show en El Viejo Almacén, el histórico reducto de tango de San Telmo. “Piba, comienza esta noche”, le dijo simplemente el cantor con su inconfundible voz gruesa, y así pasó a codearse en el escenario con Aníbal Troilo, Ginamaría Hidalgo, Mercedes Sosa, Buenos Aires 8, Dúo salteño y el mismo Rivero. “Ahí canté de todo, bien variadito, pero lo mío siempre fueron los poetas nuevos, como Héctor Negro”, afirma. Corría 1971 y fue en ese ámbito donde, una noche, tras su actuación, recibió la propuesta que le cambiaría la carrera. “Un famoso cantante japonés (Yoichi Sugawara) y su mánager me dijeron, traductor mediante, que les fascinaba cómo cantaba acompañándome con la guitarra, que era muy dulce, que nunca levantaba la voz y que por eso era ideal para el mercado de su país, e incluso para cantar en su idioma. Y ahí nomás me ofrecieron irme para allá”. Así, de nunca haber salido del país, pasó a viajar a Tokio y “tras un vuelo de 40 horas con todas las escalas imaginables”, fue recibida en el aeropuerto de esa capital como una estrella internacional, “con orquesta con violines y ramos de flores de todo tipo”.
A partir de ahí, y con sólo 18 años, pasa a protagonizar una historia increíble, que incluye la grabación de 120 discos, 100 en japonés, con temas melódicos japoneses (20 de ellos alcanzaron la categoría de Oro) y 20 en español (”porque los tangos no se pueden cantar en otro idioma ni traducir, el que te diga lo contrario miente, sólo se ha podido traducir “Caminito”, el resto suenan ridículos”) y tres giras anuales por todo el país insular durante 40 años. Primero aprendió el idioma por fonética, luego se convirtió en una autodidacta obsesiva y hoy habla y escribe el japonés a la perfección. Ya su primer disco en Japón alcanzó la categoría de Oro y a ese logro le siguió una serie de 70 shows solistas. “Desde el vamos fui un boom, aparecí en la tapa de la revista Billboard y encabecé todos los charts de ventas”, rememora orgullosa. En 1973, participó de un festival competitivo junto a The Jackson 5, Olivia Newton-John, Sammy Davis Jr., Joan Báez y Paul Williams, entre otros, donde resultó ganadora.
–¿Podríamos decir que gracias a vos comenzó la pasión de los japoneses por el tango?
–Sí, totalmente. Mucho antes habían ido Juan y Francisco Canaro, pero quedaron ahí. Conmigo empezó la pasión por el género, y el interés por aprender a tocar y cantar tango. Llegaron a abrir boliches con mi nombre o con los de mis grandes éxitos: “Adoro” y “La reina de Saba”
–A lo largo de los años, ¿incorporaste costumbres y características de la cultura japonesa? ¿Cuáles?
–Ante que nada la humildad, que es lo que más caracteriza a los japoneses. También trato de ser agradable siempre y nunca levanto la voz. No grito ni digo malas palabras. Allá no existen las malas palabras, sólo “vaca” o “ajo”, que son sinónimo de tonto. Eso es lo más fuerte que podés escuchar decir ahí. También incorporé la religión de ellos y por eso desde hace varios años soy budista. Es más, en mi cuarto, en la Casa del Teatro, tengo mi propio Gohonzon, que vendría a ser la casa de Buda.
–Más allá del éxito en Japón, ¿llegaste a sentirte alguna vez profeta en tu tierra?
–No, cuando yo volvía de uno y otros viajes de Japón trabajaba por períodos cortos en El Viejo Almacén y en El Mesón Español y asistía a algunos programas de televisión, pero no mucho más. Yo fui la primera cantante argentina que tuvo un disco grabado en CD, lo traje de Japón en 1980. Hice una conferencia de prensa para mostrarlo y vinieron todos los medios, pero después me fueron dejando de lado. Creo que mis propios colegas me ralearon, eso fue injusto y doloroso. Al principio todos me daban sus discos para que yo los llevara a Japón y se los ofreciera a alguna grabadora o productor. Y lo hacía, te lo juro. Yo terminaba llevando en mis valijas más materiales discográficos que ropa. Pero después a ellos no los convocaban y eso no era mi culpa. Supongo que no me creyeron o que primaron los celos y la envidia. Algunos, si me ven por la calle, no me saludan.
–¿Desde cuándo sos una residente de la Casa del Teatro?
–Desde hace cuatro años. La gestión la hizo Guillermo Fernández, que me encontró un día en la calle, en San Telmo. Desde que vivo aquí no sólo estoy cómoda y tranquila sino que cuento con una pensión universal y algo que cobro de AADI (Asociación Argentina de Intérpretes) por la emisión de mis temas en las radios. Pero no tengo una buena cobertura médica y yo necesito urgentemente un tratamiento para la vista. Todo sería distinto si Sadaic reconociera mis derechos y me pagara por todos los temas de los que soy autora y que me han grabado en Japón. O al menos me ofreciera su obra social.
–¿Por qué tenés poco contacto con tus hijos y nietos? ¿No existe la posibilidad de vivir con ellos?
–Imposible. Mi hija me quiso hacer pasar por loca y hasta logró que mi nieta mayor (Malena) me trate de bruja. A mi hijo lo hizo internar en el neuropsiquiátrico Open Door y hoy viven todos juntos en Olivos, en mi casa, la casa que se incendió en el 2014 vaya a saber por qué, y que no me devuelven. Yo estaba en Japón cuando eso sucedió. Y recién me enteré cuando regresé y entré a la casa. Primero mi hija me dijo que habían dejado una ropa cerca de una estufa, después que había sido todo producto de un corto circuito; lo que yo pienso es que lo hicieron adrede para cobrar un seguro. En el 2016 no soporté más el maltrato de mi hija y me fui para siempre. Ahí empezó mi derrotero por distintos lados.
–¿Dónde viviste todos estos años?
–Primero fui a parar a la casa de una chica amiga, hasta que también vino a vivir su tía, que no estaba bien. Después pasé por varios hoteles y pensiones, pero siempre me terminaban robando el dinero que me giraban de Japón y que yo, ilusa, nunca deposité en un banco. Lo peor vino después, luego de que me robaran por enésima vez en un hotel de Almagro. Una mujer que trabajaba allí pareció apiadarse de mí y me ofreció irme a vivir a su casa junto a su hija. Terminé en un villa, en Barracas, secuestrada y drogada todo el tiempo.
–¿Cómo?
–Nunca supe si estuve en la Villa 20 o en la 21, porque hay dos juntas, separadas por el Riachuelo. Por eso no podía escapar, porque por ahí no pasa ningún auto. Además no me podía mantener en pie, no sé qué me daban pero yo vivía con alucinaciones. Me hacían pedir dinero a Japón y luego me obligaban a ir con ellos hasta una casa de cambio para retirarla. Un día me avivé y en japonés (idioma que obviamente ellos no entendían) les dije a mis productores que no me enviaran más nada. Cuando ya no hubo más plata para sacarme un día desaparecieron todos, ahí fue cuando apareció una chica y me ofreció llamar a un remís para sacarme de ahí. Fui directo a una casa de cambio que me conocen de toda la vida, en Corrientes y Maipú, y les pedí dinero prestado.
–Si no lo contaras tan vívidamente se podría pensar que estás fabulando.
–Desgraciadamente, no. Todo eso lo viví y lo sufrí en carne propia. Y la historia aún sigue, esperá. De ahí me fui hasta Hipólito Yrigoyen y Alberti, a una confitería cuyo dueño conocía de años. Lo primero que me dijo fue: “¡Estás hecha una piltrafa! ¿Venís de Japón?”. No, de estar presa en una villa miseria, le contesté. Me ofreció su ayuda inmediatamente y me invitó a comer lo que quisiera. Por suerte hay gente así. Mis hijos, en cambio, cuando les conté lo del secuestro, se rieron. Después estuve en otros hoteles hasta que se me ocurrió llamar a Pablo Banchero, un cantante al que conocí en Europa, y él me invitó a alojarme en su hotel de San Telmo. Estando allí alguien llamó al 108 y dijo que yo estaba en situación de calle.
–Vos también criaste a los hijos de tu hermana Cristina, luego de que ella y su marido murieran en 1986, en un accidente automovilístico. ¿Tampoco te ves con ellos?
–Lo de mi hermana fue muy triste, justo estábamos por ir a cantar por primera vez juntas a Japón. Habíamos estado más de 10 años distanciadas, ella no podía ver a mi marido y no entendía cómo yo no me separaba. Y después, cuando nos estábamos poniendo al día, me pidió el auto para ir con su esposo a ver unos amigos a Luján. Yo no se lo quería prestar porque Hugo tomaba mucho y temía un accidente. Pero nunca imaginé algo así. Un colectivo los chocó de frente y Cristina quedó deshecha. Nunca la pude ver, sólo me entregaron un anillito y pedacitos de una cadena ensangrentada. Me llevé sus hijos a mi casa y los crié como si fueran propios. Mauricio falleció a los 23 años de diabetes y Mariano es un excelente percusionista. Me acompañó en mi última gira por Japón, a principios de 2018, y me encantaría que volviera a hacerlo en el futuro.
–Hace poco creíste haber vuelto a encontrar el amor, ¿no? ¿Qué pasó?
–El año pasado conocí a una persona y me invitó a ir a La Plata, donde vive, con la excusa de que allí existe una sede del hospital de ojos Santa Lucía, y que me podrían atender. Después fui varias veces más hasta que hace dos meses me invitó a irme a vivir con ella, hasta casarse quería. Pero no funcionó y me volví a la Casa del Teatro. Ella nunca quería salir a pasear, pretendía que me quedara todo el tiempo en la casa y me tenía todo el día a sopa y a sandwiches. Es una mujer grande, de 80 años, una psicóloga de la cuarta dimensión. Me equivoqué.
–¿Esa fue la primera vez que te sucedió algo así con una mujer?
–No, yo soy gay desde siempre. Nunca lo hice público, pero es así. Y creo que fue por eso, lamentablemente, que mi abuela me enchufó aquel hombre. De niña ya era varonera, me gustaba jugar al fútbol, habrá pensado que así me enderezaba. Después, a lo largo de la vida, tuve varias parejas mujeres. Dos largas, una en Japón, a la que veía cada vez que viajaba, y otra aquí, la más importante, que duró 11 años. Se llamaba Silvia y fue el amor de mi vida.
–¿Y qué pasó? Si era realmente tan importante para vos, ¿porqué se terminó la relación?
–Porque me mandé una macana, me metí con una chiquilina y ella no me lo perdonó.
–¿Qué esperás de la vida hoy, Graciela? ¿Amigarte con tu familia? ¿Encontrar una buena pareja? ¿Volver a trabajar?
–No, no tengo el menor interés en amigarme con mi familia, salvo que ellos me llamen y me pidan disculpas. Y en cuanto al amor, mi mayor objeto de deseo es la música. Por eso hoy lo que más quiero es volver a trabajar, cantar como hacía antes, frente a una platea repleta de fans, de aquí y de Japón. No quiero morirme sin volver a tomar contacto con mi público.
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