Hace 25 años moría la cantante y nacía la leyenda de una mujer a la que, en vida, sus fanáticos ya le otorgaban poderes sobrenaturales
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Sagrado o profano. Mito o verdad. Fabulaciones o milagros concedidos. A pesar de estar lejos del estudio en las altas esferas de los aposentos vaticanos, miles de devotos le testimonian reverencia y unos cientos atestiguan los fenómenos acontecidos.
Myriam Alejandra Bianchi llevaba una vida tradicional como maestra jardinera. Vivía en el barrio porteño de Villa Devoto y soñaba con profesionalizar su afición por el canto. La música tropical era su otra pasión. Sueño que, finalmente, cumplió y en el que cobró notoriedad bajo el seudónimo artístico de Gilda. Ya era una figura reconocida de ese popular género cuando, el 7 de septiembre de 1996, moriría prematuramente como consecuencia de un accidente vial. Tenía solo 34 años. Ese atardecer, bajo el cielo de la provincia de Entre Ríos, había muerto la mujer y nacido el mito de la santa pagana. La consagraron como Gilda de los Milagros, la difunta que le concede providencia a los que menos tienen.
De corazón a corazón
Como Carlos Gardel y Rodrigo Bueno, quienes cuando transitaban lo mejor de sus carreras murieron trágicamente, Gilda fue víctima del sino trágico de los ilustres populares fallecidos antes de tiempo. Aunque, a diferencia de los cantores, a Myriam Alejandra Bianchi la beatificaron de manera pragmática, sin esperar consentimientos de ningún tipo. Lo sobrenatural rondó en torno a ella, algo que ni al prócer tanguero ni al ídolo cordobés le atribuyeron, al menos masivamente.
La devoción por Gilda comenzó antes de su muerte. Testimonios abundan, pero acá lo empírico se empasta con lo ilusorio y la necesidad de creer. En estas cuestiones incomprobables donde la documentación no llega, los hitos se van repitiendo de boca en boca, como en la fundacional tradición oral de la comunicación humana o en el hábito de los juglares trashumantes. Ver para creer. Y si no se ve, también se cree.
Se dice que en la provincia de Jujuy aconteció el primer milagro. Gilda estaba ofreciendo un recital en San Salvador cuando vio a una niña llorar desconsoladamente. La cantante se percató rápidamente de la mirada penetrante de la criatura, mientras seguía con el concierto. Al finalizar la actuación, golpearon al motor home de la artista una mujer mayor junto a su nieta, que no era otra que la chiquita que lloraba hacía minutos. Gilda la abrazó, recuperando aquella empatía ganada como maestra jardinera. En ese momento se enteró que la criatura le hacía escuchar sus canciones a su madre internada en grave estado para que alegrara y sanara. La niña estaba convencida que esa sería la mejor medicina. Al tiempo, la mujer curó ante la sorpresa de los médicos quienes habían evaluado el peor final.
En otra ocasión, una mujer le habría implorado en medio de una actuación que le curase su padecimiento de diabetes. La cantante dejó de cantar ante el asombro del público y de sus músicos, y solo atinó a decirle a su fanática que ella no hacía milagros, pero que la música podía ser el vehículo de la alegría que lleve a la sanación. “Bienvenida sea la música”, imploró antes de comenzar a cantar “Corazón valiente”, uno de sus más populares hits. También se dijo que un hombre postrado volvió a caminar luego de asistir a un concierto de la cantante.
Las reverencias e imploraciones que los fanáticos le hacían a Gilda no eran del agrado de Myriam Alejandra Bianchi, quien siempre fue una mujer con los pies en la tierra y alejada de todo tipo de supersticiones. Sin embargo, respondía con cordialidad a aquellos que le atribuían algún poder superior alejado de la razón humana. Sabía que su afecto, la palmada, el beso y la sonrisa podían estimular la alegría del oprimido y del enfermo.
El final y el principio
En el atardecer del 7 de septiembre de 1996, Gilda se dirigía por la ruta 12 hacia la ciudad de Concordia, en la provincia de Entre Ríos, donde esa noche ofrecería un concierto. Alrededor de las 19, la cantante dormitaba en el ómnibus en el que viajaba junto a su banda de músicos liderada por su pareja Toti Giménez, su madre y su hija. Su hijo Fabrizio había quedado en Buenos Aires, al cuidado de su padre.
Cuando el micro transitaba a la altura del kilómetro 129, en jurisdicción de Ceibas, se encontró con un camión de frente que venía en dirección contraria tratando de pasar a otro acoplado. El chofer del micro dio un volantazo hacia la banquina, pero un desnivel de cemento lo hizo rebotar hacia el camión, impactando ambos vehículos de manera frontal.
En la tragedia fallecieron Gilda, su madre Tita y su hija Mariel, tres músicos y el chofer. Nada se pudo hacer para reducir el número de víctimas. La oscuridad del lugar complicó la tarea de los rescatistas. Con las primeras sombras de la noche, nacía el mito popular.
Al tiempo, el micro que transportaba a las víctimas, y que se encontraba arrumbado en un terreno baldío de Zárate, fue trasladado a un campo aledaño a la ruta 12, a metros de donde aconteció la tragedia. Allí, año tras año, cientos de fanáticos se acercan para recordar y venerar a la estrella de la movida tropical.
Desde ya, no se trata del homenaje tradicional que se le puede realizar a un artista admirado. El micro, que recuerda lúgubremente la tragedia, y una pequeña casilla aledaña, se convirtieron en oratorios consagrados a rogarle y agradecerle a esa mujer que ya despertaba sentimientos sobrenaturales en vida. Lo llaman el santuario, aunque se trate de un lugar sin oropeles.
La gente llega hasta allí para orar y dejarle algún tipo de recuerdo a la cantante fallecida. Llaveros, escarpines, patentes de automóvil, radiografías, alianzas de casamiento. Cartas y pequeñas leyendas. “Por la salud de mi hijo”, “Gracias por el milagro concedido”. Como en Lourdes o Luján, pero sin los atributos sagrados conferidos por la autoridad eclesiástica. Acá se trata de la fe empírica, de los que necesitan creer, quizás desesperados, sin buscar aval. La sacralización de los objetos da cuenta del deseo depositado o el supuesto milagro permitido: fertilidad, recuperación de un accidente vial, la llegada del amor coronado en boda. Fe en estado puro. Convicción ante la mujer de cara angelical y sonrisa elevada.
Honey Sri-Isan era una cantante tailandesa nacida en 1971 y fallecida 21 años después en un accidente en una carretera, en la que también fue levantada una pequeña construcción donde sus fanáticos llegan para homenajearla y otorgarle cierta envergadura divina. Es que la devoción en vida por determinados artistas trasmuta en religiosidad cuando la muerte anula su presencialidad física, truncando ese vínculo establecido con sus fanáticos. Quizás la no aceptación del ser admirado enroca fanatismo por devoción, arte por divinidad.
Los restos de Gilda descansan en un nicho ubicado en el Cementerio de la Chacarita. A pocos metros, en la misma galería, también se encuentran los restos de su madre y de su hija. El lugar es visitado por los fanáticos que le rinden tributo. Se dice que su hijo Fabrizio, su exmarido Raúl y su última pareja, Toti Giménez, visitan el lugar en días de escasa concurrencia para no ser advertidos y poder orar en intimidad.
“Yo soy Gilda”, repetía la cantante en sus shows. Un latiguillo que le había quedado de sus tiempos de famas esquivas. Una carta de presentación que trascendió su presencia física en el plano terrenal. Entre los objetos desperdigados en el lugar del accidente que le costara la vida, apareció un casete con una grabación casera y a cappella de la cantante, donde se la escuchaba entonar el tema “No es mi despedida”. No lo fue.
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