Gergely Madaras: de tocar el violín con las orquestas gitanas en Transilvania a ser una de las grandes promesas de la batuta
El ascendente director húngaro, de 38 años dirigirá a la Filarmónica Real de Lieja en su concierto del lunes; en diálogo con LA NACION, recorre los poco convencionales inicios de su carrera musical y explica por qué el director es a la partitura lo que el chef es a la receta
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“Una orquesta que sale de gira es una orquesta orgullosa” afirma el joven director de la Filarmónica Real de Lieja (OPRL), Gergely Madaras, a cargo desde 2019 del mayor y más prestigioso organismo sinfónico de Bélgica que, por tercera vez, llega a la Argentina en gira latinoamericana, en esta ocasión junto al celebrado pianista ruso Nikolay Luganksy, para presentarse en la tercera función de la temporada 70 aniversario del Mozarteum Argentino. “Realizar una tournée es un proyecto ambicioso, costoso y complicado –explica Madaras, uno de los directores sobresalientes de esta nueva generación que comienza a despuntar en los podios internacionales–. Pero una orquesta importante que se precie de tal, no puede estar solamente grabando discos y dando conciertos en su ciudad. Tiene que salir al mundo y convertirse en una verdadera embajadora de su modo de tocar e interpretar la música.”
Formada con instrumentistas de veintidós nacionalidades, la OPRL resume el concepto moderno de una orquesta internacional en la cual confluyen distintas escuelas, formaciones y miradas sobre el arte de combinar los sonidos, conservando como carta de presentación, una reconocida “identidad dual” que abreva tanto en la tradición francesa como en la alemana.
LA NACION dialogó con el talentoso maestro quien, nacido en Budapest hace 38 años, se inició en la música a través del gypsy húngaro (con los últimos descendientes del auténtico folclore gitano característico de las aldeas de Transilvania), y se convirtió, luego de graduarse en la célebre Academia Liszt de Budapest y en la Universidad de Música y Arte Dramático de Viena, en el director musical más joven de este organismo belga. Madaras visita nuestro país por primera vez y cuenta que, más allá de la historia del Teatro Colón, lo primero que le viene a la mente si le nombran Buenos Aires, es la fama del tango y del asado argentino.
–¿Por qué siendo tan costoso y complicado sigue siendo decisivo para una orquesta el poder cumplir una gira, en este caso transatlántica?
–Siempre es beneficioso para una gran orquesta salir de su contexto, mostrar su identidad, imponerse la exigencia y la motivación de estar mejor preparada, medirse fuera de su sala habitual y frente a un público que no es el propio. Una gira exige humanamente otro nivel de compromiso con el organismo y eso cohesiona, refuerza los lazos, el orgullo y la identidad de la institución.
–¿Cómo influye el idioma en el sonido orquestal y cómo se funden en él esas dos tradiciones, la francesa y la alemana, de las que se enorgullece la OPRL?
–La lengua francesa tiene una cadencia más dilatada que otras lenguas y eso, trasladado a la orquesta, da una reverberación que se percibe como un sonido cálido y amortiguado. Nuestra sala de conciertos en Lieja tiene, además, una característica compatible con esa opulencia: una resonancia larga que pronuncia el efecto retumbante que ya está en el idioma. Por mi parte, trato de promover algo más preciso y articulado porque pienso que es un aspecto a trabajar en determinados repertorios, en la música rusa y centroeuropea, en Béla Bartók por ejemplo, cuyas obras demandan otro tipo de actitud: un ataque y sonido más directo. Busco ese objetivo, pero con prudencia, cuidando esa característica propia de la OPRL que es la calidad de su melos, el sonido rico y exuberante que la distingue. En cuanto a las influencias –francesa, alemana e incluso flamenca–, ellas representan el encuentro de varias escuelas, tendencias y estilos en la Bélgica francoparlante [dentro de un país multicultural donde se hablan varios idiomas]. Creo que una gran orquesta no es aquella que posee un único sonido sino la que puede ser flexible y capaz de sonar honesta en distintos repertorios aun cuando conserva su tradición distintiva.
–¿De qué manera se traduce esta búsqueda en su programa de concierto?
–Acordar y definir un programa es una muy ardua tarea de negociación entre lo que quiere mostrar la orquesta, lo que pide el organizador y lo que espera el público. Conciliar todo esto dentro de una temporada, y mucho más para el armado de una gira por distintos países, implica un gran compromiso. Las obras que traemos nos permiten lucir nuestras raíces profundas no sólo por el repertorio sino también por el hecho de mostrar cuán sutil es nuestro sonido en el cambio de colores, de tempo y de carácter. Es un programa bien balanceado entre lo sinfónico y lo concertante, con una obra como el Concierto nº 1 de Chopin a cargo de un gran solista que todos adoran escuchar. Diseñamos un repertorio que pone de manifiesto el espectro amplio de las herencias y la riqueza de nuestra mélange cultural.
–Hablando de raíces y mélange cultural ¿Cómo ha sido nacer a la vida musical en un medio culturalmente tan fuerte como el gypsy húngaro?
–En los años 90, cuando cayó el comunismo, surgió en los círculos musicales de Budapest, la ciudad donde yo nací y crecí, un movimiento que buscaba redescubrir y recuperar las raíces folclóricas, algo que estaba prohibido durante el régimen soviético. De pronto fue la moda visitar los pequeños pueblos rurales en Transilvania, y otros lugares de influencia gitana y habla húngara en Eslovaquia, Eslovenia y en el sur de Serbia, ámbitos donde, por la falta de urbanización, se mantuvieron intactas las tradiciones más antiguas. A los cinco años, mis padres me llevaron a conocer ese mundo en uno de los típicos salones de baile gitano y quedé fascinado. Me llevaron entonces a una escuela de gypsy folk donde de inmediato me dieron un chelo y me dijeron: ¡Vení a tocar con nosotros! Así empecé en la música. Luego seguí con el violín [instrumento icónico de la cultura zíngara] y en paralelo fui incorporando la formación clásica. Yo era el único que tenía las dos formaciones y lo determinante en esa cultura es que se aprende escuchando cómo suena y mirando cómo se toca. Es la práctica pura y directa de la vista y el oído, sin mediación de una partitura. No aprenden la lectura del pentagrama. El gypsy fue sin dudas un comienzo muy rico e interesante que me marcó en todo sentido.
–¿De qué manera lo marcó para el ejercicio de la dirección orquestal?
–Una de las bases de la formación de un director según la escuela musical europea consiste en tocar el piano. Evidentemente es importante para el director poder llevar a un solo instrumento la totalidad de la partitura orquestal. Eso es imposible en instrumentos melódicos como el violín o la flauta, de modo que, para mí, lo primero siempre es “oír” la partitura y, al contrario, cuando escucho una música, lo natural es analizar y visualizar lo que escucho sin depender de la escritura. En el tiempo que me tomaría buscar un acorde en el piano, yo ya “oí” y visualicé un pentagrama en mi cabeza. El entrenamiento intensivo que me dio el gypsy desde una edad temprana desarrolló una fuerte capacidad de aprender, de oír al detalle y de memorizar a gran velocidad.
–¿Cómo llegó a la dirección?
–Es claro que la dirección orquestal no viene del folklore. A los once años ya tocaba el violín clásico y la flauta, y estudiaba algo de composición. Pero lo definitivo para mí, fue asistir a los ensayos del legendario director húngaro Georg Solti. Ver y escuchar a ese hombre fue una revelación, porque me deslumbró su capacidad de transformar el sonido de la orquesta con unas pocas pero muy precisas instrucciones y de conducir a tantas personas con unos gestos mínimos. Al apreciar su carácter y el aura de su mítica personalidad, recuerdo haber pensado ¡Esto es lo que quiero ser yo! Así lo sentí y desde entonces me conecté con todo lo que tenía que ver con esta disciplina: estudiar sobre los instrumentos, la composición, la formación del sonido orquestal, el repertorio, etc. Desde entonces, la dirección es la pasión de mi vida.
–¿Cómo se forma el sonido a partir de un gesto?
–No tiene nada que ver con “coreografiar” ni “bailar” la música (risas). Dirigir consiste en dar una instrucción que modela el sonido antes de que la música suceda. Es un movimiento de anticipación, acción y reacción en milésimas de segundo. Hay un lenguaje gestual que se aprende en la escuela de dirección y que es universal. Se entiende en cualquier país sin mediar palabra. Pero esos gestos deben expresar tanto lo universal de su significado como el matiz personal de cada director en cuanto al diseño de su sonido individual: las dosis y el balance de los instrumentos, la forma de una frase, las proporciones entre las voces más importantes y las menos importantes, la articulación, las relaciones entre los colores instrumentales, la elevación de un grupo instrumental por encima del resto, la elección de a quien seguir en un determinado pasaje, el manejo del caudal sonoro hacia un efecto, el sostén de un silencio, la mixtura de los colores que forman el empaste orquestal. Como hace un chef en la cocina con una receta: elabora proporciones de ingredientes, establece tiempos y presenta un plato de manera artística. Mi trabajo consiste en poner todos esos elementos en una visión común a toda la orquesta y lograr con ello la interpretación que tengo en mente sin perder de vista las capacidades individualidades y la propia personalidad de la orquesta.
–En los fundamentos de su selección al frente de la OPRL figuran dos rasgos para crear puentes con las nuevas generaciones: el ser joven y el ser creativo ¿Cuál es su idea principal respecto de acercar público?
–Creo que uno de los objetivos más importantes en ese camino es no confundir la idea de accesibilidad con la de abaratar la música. Hay que tener en cuenta el contexto de la comunidad, pero sin sacrificar calidad ni contenido, procurando elevar el standard intelectual de lo que elegimos para brindarle al público porque ser exitosos solamente en materia de números de audiencia, no puede ser un paradigma. Entonces yo veo que el problema muchas veces no está del lado de la audiencia sino del otro lado, insistiendo en el error de pensar que, si no se va en una dirección de popularización, el público envejece y el género clásico se muere. Claro que el público envejece porque para apreciar este arte se necesita una cierta madurez, no una determinada educación ni bagaje cultural, sino solo madurez. La música no debe ser exclusiva de los que la entienden profesionalmente. Debe ser para todos porque toca los sentimientos de cualquiera. A mí no me preocupa el tema ni soy dramático al respecto. Habrá gente que conquistaremos y habrá muchas otras que no conquistaremos nunca. Y eso está bien así.
Orquesta Filarmónica Real de Lieja (OPRL), dirigida por Gergely Madaras, con Nikolay Lugansky (piano) como solista. Concierto con obras de Lekeu, Chopin y Brahms. El lunes 27, a las 20, en el Teatro Colón, Libertad 815. Entradas desde 1100 pesos.
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