Gallos y huesos
Cuando lo mínimo no se confunde con lo minimalista
Autor: Pablo Ortiz / Concepción visual: Eduardo Stupia / Textos: Sergio Chejfec / Dirección musical: Valeria Martinelli / Intérpretes: Lucrecia Jancsa (arpa), Nonsense Ensamble Vocal de Solistas, Cecilia Mazzufero (soprano), Lucia Lalanne (soprano), Soledad Molina (soprano), Evangelina Bidart (contralto), Valeria Martinelli (contralto) y Javier Lezcano (baritono) / Realización técnica: Julián d’Angiolillo / Sala: Centro de Experimentación del Teatro Colón / Nuestra opinión: Muy bueno
En primera instancia, Gallos y huesos, la obra que Pablo Ortiz presentó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, depararía una consideración más general sobre los modos en que una música puede devanarse a partir de un texto preexistente. Ortiz partió del extenso poema homónimo de Sergio Chejfec, cuya acción mínima se reduce al gesto reiterado (reiterado en el poema) de alguien que tira en la pileta de la cocina los huesos de un gallo recién comido. Lo mínimo, sin embargo, no se confunde aquí con lo minimalista. Los 21 números del poema de Chejfec quedan intactos, pero a la vez transfigurados por una desplazada iteración musical. Por ejemplo, la sección que empieza "El animal se ha ido/ Ni el destello, ni el silencio/ Quedan en la casa" tiene un lirismo doloroso que revela una napa oculta en el objetivismo del poema. Así como el gallo "es de esos animales/ cuyos cuerpos descubren/ la forma cierta de sus huesos", la música de Ortiz muestra el contorno de lo no dicho en el texto de Chejfec.
Gallos y huesos es una pieza para la escena pero sin acción escénica o, dicho con las palabras que el compositor usó en una entrevista reciente, un "oratorio secular". Hay un arpa situada en el medio del escenario y seis voces (tres sopranos, dos contraltos y un barítono) que la rodean y cuya intervención aparece dosificada según cada uno de los números. Parte de la impresión perturbadora de la obra es efecto de la fricción entre la materialidad de lo que se cuenta y la inmaterialidad que depara el timbre del arpa y la escritura finísima, de cuño madrigalístico, que Ortiz reservó a las voces. La eficacia musical de Gallos y huesos se debe no menos al formidable desempeño de la arpista Lucrecia Jancsa y del Nonsense Ensamble Vocal de Solistas, dirigido por Valeria Martinelli.
La puesta de Eduardo Stupía es asimismo decisiva. Las tres pantallas sobre las que se ven proyecciones organizan un tríptico móvil. Cada una de las imágenes, que en ocasiones se repiten en más de un panel, dialogan o entran en pugna con la música y los versos. La índole agresiva del gallo (no sólo en la riña sino también muerto, según el poema, con su carne áspera y los huesos que mortifican las encías) encuentra una correspondencia en las imágenes teratológicas y ominosas que Stupía extrajo de manuales y enciclopedias. Podría pensarse incluso en un collage colosal (muy en línea con algunos otros trabajos del artista) que en lugar de realizarse en la simultaneidad superpuesta de un mismo plano se desplegara en una sucesión temporal. Salvo el breve film de una riña de gallos, casi todas las imágenes son blanco y negro, es decir también grises, lo que tiñe el conjunto con una luz cenicienta, una luz lejana, como de un mal sueño que vuelve. Esta condición iterativa se crispa en el final, con una nota repetida en el arpa que se apaga. Queda en uno de los paneles del tríptico una foto (blanco y negro, claro) de Igor Barreto, el poeta venezolano a quien Chejfec dedicó su poema.
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