Franz Schubert: seis obras para adentrarse en el mundo del "primer romántico"
Opulenta, ostentosa y altiva, la Viena imperial, en el campo de la música, tiene varios hechos de los cuales enorgullecerse. Por ejemplo, puede atribuirse la paternidad del vals, una danza que, a lo largo del siglo XIX y más acá también, hizo bailar a toda Europa. Pero, visto en perspectiva, el acontecimiento más trascendente que Viena podría arrogarse es el de haber generado las condiciones para el surgimiento del clasicismo, allá lejos, hacia 1750, quitándole la primacía a Italia, una península entonces multifragmentada que había sido la potencia musical que dictó los discursos y la estética del Renacimiento tardío y del Barroco.
Al mismo tiempo, esa misma ciudad cometió dos pecados irremisibles, ambos relacionados con la incapacidad de valorar en su justa medida a dos músicos irrepetibles. Minusvaluó y discutió a Mozart, a quien aceptaba a regañadientes pero al que despidió en silencio y sin culpas. Bastó apenas una hosca lluvia invernal para que su cuerpo no fuera acompañado por nadie a un sepulcro tan colectivo como desconocido. Más grave, la sociedad vienesa jamás le dio importancia alguna a Franz Schubert, fallecido a los 31 años, en 1828, pobre, apenas conocido y, sin embargo, considerado hoy como uno los compositores más notables de todos los tiempos.
Inclasificable y extemporáneo, Schubert fue un creador cuya producción "tardía" es un auténtico misterio ya que, a su manera y desde la nada, avanzó con propuestas que podrían haber sido tomadas como el antecedente más consistente del romanticismo por venir, afirmación que, lamentablemente, no deja de ser una auténtica falacia: ninguno de los padres autorizados o declarados del romanticismo supieron de su existencia. Así de cruel.
En sus menos de veinte años de compositor activo –como Mozart, fue un verdadero niño/adolescente prodigio– Schubert, cuyas pulsiones creativas iban más allá de la ignorancia casi general que lo rodeaba, escribió un millar de obras. En ese corpus apabullante se encuentran innumerables "nimiedades" brevísimas para piano o ensambles de cámara como así también nueve sinfonías (si incluimos los esbozos incompletos de lo que hubiera sido la séptima de ellas) ninguna de las cuales fue estrenada mientras vivió; más de seiscientas canciones, decenas de grandes obras de cámara y algunas admirables sonatas y piezas postreras para piano. Ante semejante panorama, cualquier selección mínima que se realice para sintetizar su música adolecerá de faltantes esenciales. Para este recorrido, hemos decidido poner la lupa en esas obras en las que, desde ese clasicismo desde el cual Schubert provenía, laten, ostensibles, esos impulsos que prenuncian a ese romanticismo aun inexistente y que las hacen absolutamente únicas en el contexto europeo.
Para admirar el clasicismo limpio y elegante de Schubert, habría que escuchar su Sinfonía Nº5, escrita a los 19 años, en 1816 y que, en el catálogo cronológico que Otto Deutsch ordenó pacientemente, porta el número D.485. Sí, a los 19, Schubert ya había escrito casi quinientas obras. El año pasado, Andrés Orozco-Estrada, gran director colombiano y futuro titular de la Sinfónica de Viena, la ofreció con minuciosidad al frente de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt.
Seis años después, con un giro discursivo y formal de pocas explicaciones plausibles y sin antecedentes reconocibles, Schubert acometió la composición de su Sinfonía Nº8. En aquel tiempo, todas las sinfonías se estructuraban en cuatro movimientos. Franz, ya todo un adulto maduro de veinticinco, sólo escribió dos movimientos, ambos lentos, intensos, alternando temas cantables y particularmente bellos con secciones extremadamente dramáticas. Pero hay dos novedades impactantes. En primer lugar, su comienzo: la sinfonía arranca con una melodía lenta, oscura y casi amenazante a cargo de los chelos y contrabajos. Brevísima, esa introducción es continuada por un primer tema de cuerdas en movimiento incesante sobre el cual despliegan su melodía el clarinete y el oboe. Célebre, celebérrimo, este tema ofició de acompañamiento permanente a todas las caminatas de los Pitufos, aquellos minúsculos hombrecitos azules a quienes Schubert, de modo inconsulto, les puso música.
Pero más asombroso es que para esta sinfonía, Schubert sólo compuso dos movimientos lo que habría de motivar que a la obra se la conozca, invariablemente, como "la inconclusa". Lo que habría que dejar en claro que Schubert vivió seis años más y jamás pensó que esa obra estaba inacabada. Existen algunos bocetos para el tercer movimientos pero Schubert así la dejó, completísima, en sus dos movimientos y así se la interpreta en la actualidad. Increíblemente, la más popular de sus sinfonías fue estrenada recién en 1865, treinta y siete años después de su muerte.
Si por algo se lo conocía a Schubert, en Viena, era por sus canciones. Y en este campo, sin la más mínima duda, puede ser considerado el fundador de la canción de cámara del romanticismo. De las canciones clásicas para voz y piano, en las cuales el piano era invariablemente la base necesaria para que el canto se explayara (formato que Schubert también trabajó extensamente) el muchacho instaló otra idea. Siempre sobre textos de poetas románticos, Schubert le da al piano una funcionalidad, una referencialidad y un protagonismo diferentes. En 1814, cuando tenía diecisiete, tomó un poema de Goethe, "Margarita en la rueca". La enamorada de Fausto recuerda a su hombre ausente mientras da vueltas a la rueca. El piano se reitera en figuras circulares, representando a la máquina, mientras Margarita lo evoca. Pero cuando recuerda los besos de su amante, todo se detiene. Y luego, lentamente, la muchacha se recompone. Una auténtica ópera de tres minutos.
En "El rey de los alisos", también sobre una balada de Goethe, el piano reproduce el galope furioso del caballo sobre el cual un padre acude con su hijo agonizante en brazos mientras la muerte lo seduce.
En "La muerte y la doncella", sobre un poema de Matthias Claudius, una muchacha rechaza enérgicamente la presencia de la muerte que ha venido a llevársela. Sin violencia, la muerte la duerme a la doncella y así la posee. La canción de Schubert, en dos estrofas disímiles, sin recapitulaciones o simetrías de ningún tipo, concluye con una verdadera y funesta canción de cuna. En este video hogareño, el inolvidable Dietrich Fischer-Dieskau, el gran barítono que cantó y registró todas las canciones de Schubert, acompaña en el piano a Julia Varady, la gran soprano que, además, era su esposa.
De su descomunal producción camarística, se destacan, en especial, sus dos tríos, el célebre Quinteto "La trucha", la Sonata para arpeggione y piano, un descomunal quinteto con dos chelos, su última obra de cámara, y sus quince cuartetos. Al anteúltimo, precisamente, se lo conoce como el de "La muerte y la doncella", porque en el segundo movimiento, Schubert trae el tema de esa canción para hacer variaciones. La intensidad dramática de este cuarteto, en su totalidad, es un claro testimonio de esa emocionalidad romántica que atravesó a Schubert en sus últimas creaciones.
También gozó este cuarteto de su momento de fama cuando sonó punzante y doloroso en la película La muerte y la doncella que Roman Polanski filmó en 1994 sobre el drama homónimo del chileno Ariel Dorfman.
Por último, su producción para piano. De esa inmensidad, ahí están sobresaliendo, en especial, sus ocho Impromptus, escritos en sus dos últimos años. En realidad, Schubert las denominó, sencillamente, Klavierstücke, literalmente, "piezas para piano". Hábil, su editor las publicó con el nombre con el cual las conocemos. Bellos, en realidad, bellísimos, y únicos, son ocho creaciones diferentes en las que los formatos clásicos albergan contenidos de altísima emocionalidad romántica aun cuando su pianismo no llega a los terrenos que abrirían, más adelante, Chopin, Schumann y Liszt. Por su material novedoso, tal vez, el más sorprendente sea el tercero del primer grupo de cuatro impromptus. Un auténtico nocturno de alto lirismo –recordemos que Chopin editó sus primeros nocturnos en 1832–, Schubert descubre nuevos territorios.
Tal vez suene más admirable aún si tomamos en cuenta que este Impromptu fue escrito en 1827, el año en el cual moría Beethoven, en la misma ciudad de Viena. Con sus peculiaridad y toda su genialidad, Beethoven, dramático, portentoso y profundo, cerraba con sus cuartetos finales un clasicismo que, de su mano prodigiosa lejísimo estaba de aquellas galanterías y equilibrios iniciales. Schubert, con sus impromptus, sus últimas tres sonatas para piano, su inigualable Fantasía para piano a cuatro manos, D.940 y ese extraordinario ciclo de canciones El viaje de invierno, todas obras escritas en su último año de vida, más que cerrar el clasicismo intuía y dejaba auténticos y maravillosos anticipos de un tiempo romántico a punto de emerger pero que, lamentablemente, nunca habría de ver.
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