Este viernes volverá a encontrarse, por cuarta vez, con el público porteño, en el marco de su gira de despedida de los escenarios
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Apenas comenzada aquella década de “los locos años 20″ -período de posguerra (mundial) de cierta prosperidad en los Estados Unidos- llamó la atención una canción titulada “Nobody Knows You When You’re Down and Out”, que escribió un pianista de vaudeville conocido como Jimmie Cox. El tema en cuestión, convertido en una especie de standard del blues, tuvo las más variadas versiones. Pero si uno presta atención a la de Eric Clapton, tendrá la sensación de que fue escrita para él. Parece un traje que le calza perfecto, aunque cuando Jimmie Cox la escribió, el guitarrista inglés ni siquiera había nacido. Cosas del destino o la predestinación; rarezas que tampoco explica la geografía ni la pertenencia.
Es probable que en el concierto que Clapton ofrezca este viernes en el estadio de Vélez, incluya algún set acústico con esta reliquia, que llegó a su centenario el último año. Después de todo (o ante todo), es un músico de blues que tomo la raíz de este género para interpretarla desde el rock británico. En cuanto a lo que la canción representa, quizá poco se pueda relacionar con este astro. Porque habla de los tiempos buenos, en donde la riqueza está de nuestro lado y el entorno social también; y de los tiempos malos, en los que la depresión se hace presente y ni los amigos se acercan. Clapton ha sabido de los tiempos de éxito y fama, pero también, y muy tempranamente, de haber acopiado prestigio, eso que en el caso de un músico, no suele tener tiempos buenos ni malos. Responde, ante todo, a una construcción que se hace con el tiempo. En todo caso, lo que pueda representar esta canción sea otro tipo de reflexión en la vida de un artista casi octogenario: la necesidad de seguir sobre los escenarios para que la falta de público no se torne un enemigo.
La sensación de una audiencia sentada a metros de su guitarra es la garantía de que sigue jugando a ganador, más allá de que su producción discográfica, lógicamente, haya mermado con el paso de los años. Su último álbum de estudio es de 2018 y está centrado en un repertorio navideño. El anterior, I Still Do, de 2016, trajo canciones nuevas y clásicos del blues.
Clapton quizá sea uno de esos más claros ejemplos de aquella frase, acuñada en los comienzos del rock, que daba cuenta de que mucho de lo que los norteamericanos inventaron, ganó sofisticación en las manos de los artistas ingleses. La devoción por piezas como “Crossroads” -adaptación del tema de Robert Johnson que hizo a finales de los sesenta para su banda Cream- es la certificación del rumbo que tomó su carrera, ya en aquellos años. Un rumbo que reafirmó, en mayor o menor medida, en cada disco o en cada concierto. Los más fanáticos lo han podido comprobar en todas las actuaciones que ofreció en Buenos Aires, desde su primera visita, en 1990.
Por otro lado, tanto el fanatismo como la crítica han ayudado a enaltecer su figura, con apodos como slowhand (que funcionó como antónimo de la destreza de sus dedos sobre las seis cuerdas) o, simplemente, Dios. Ya para mediados de los sesenta, la megalomanía rockera ponía en sus manos el status de deidad. Los mayores sabuesos determinaron que la primera mención al respecto fue un grafiti pintado en una pared de Islington, en las afueras de Londres. El rock era joven en ese tiempo y Clapton también, tenía apenas 20 años. Seguramente se ruborizó al enterarse. El mismo habría dicho que el grafiti pudo ser obra Hamish Grimes, un productor de conciertos que había trabajado con los Yarbirds, banda que alistaba al joven Eric. Dos décadas después se refirió al apodo que se popularizó en el mundillo rockero. “Nunca acepté que fuera el mejor guitarrista del mundo. Siempre quise ser el mejor guitarrista del mundo, pero ese es un ideal y lo acepto como tal”.
Distinto fue el caso de Slowhand; este apodo no le hizo tanto ruido, ya que con aquel nombre bautizó uno de sus álbumes como solista. Fue el quinto de su catálogo en solitario y trajo temas que se convirtieron en verdaderos hitos: “Cocaine”, “Wonderful Tonight” y “Lay Down Sally”, un motivo tan norteamericano, tan de la música country.
El ADN de la música es realmente un misterio insondable. Una cadena de cromosomas que nadie ha podido determinar a ciencia cierta. Solo como un juego se podría encontrar conexiones de pertenencia con su pasión por el blues o con el sonido Tulsa de su admirado J.J.Cale. Quizá se quiera buscar en los rastros de su propio padre, un soldado canadiense con el que Eric ni siquiera se crio. Difícilmente se puedan encontrar allí pistas certeras. Eso sería absolutamente improbable. ¿Acaso sea la propia predestinación lo que lo ha llevado al lugar adonde hoy se encuentra? Acaso ha sido unívoca la elección de ese muchacho criado prácticamente por sus abuelos (recién a los 9 años se enteró de que Patricia, aquella chica que tenía solo 16 años cuando él nació, era realmente su madre) que tuvo su primera guitarra en sus manos a los 13 años.
Cuando llegó la adolescencia abandonó el colegio y salió a buscar la vida en los escenarios locales; primero en Surrey, y más tarde en el resto del Reino Unido. En cada banda por la que pasó dejó su huella. The Yardbirds, un breve paso por John Mayall & the Bluesbreakers, luego Cream. Para 1967, su guitarra ya había cruzado el océano Atlántico. Puso un pie en los Estados Unidos y más tarde en varios países de Europa. En 1970 se animó con un primer álbum solista. Y desde entonces nunca se detuvo. Hasta ahora suma 32 álbumes, entre los registrados en estudio o en vivo. De principios de los noventa es su recordado MTV Unplugged, que muestra aquella otra cara del Clapton, que durante los setenta había cultivado con éxito la distorsión en formaciones que hoy son verdaderos clásicos del rock.
En bambalinas, la vida se fue tornando como la de muchos otros músicos del rock. La trilogía sexo, droga y rock & roll no fue una excepción para el señor “mano lenta”, tampoco los excesos y el escaso control que tuvo sobre el alcohol. Pero supo, como pocos, resurgir y encaminarse, con el paso de los años, hacia ese olimpo que ha sido reservado para las estrellas del rock que se convierten en clásicos. De ahí que siga girando por el mundo, a meses de cumplir ochenta.
En esas seis décadas de carrera también tuvo gestos polémicos, especialmente por ciertas posiciones políticas, que ni siquiera tuvieron un correlato con sus actitudes diarias. Para mediados de los setenta tuvo expresiones racistas alineadas con el discurso del Frente Nacional que pugnaba por una “Gran Bretaña blanca”. Algo bastante alejado de su admiración por la música afroamericana o por el hecho de que tocara con músicos afroamericanos. Ya en el nuevo siglo también fue polémica su posición frente a las políticas sanitarias por el Covid-19 y sus declaraciones antivacunas.
En su juventud también tuvo gestos que no honraron la amistad, pero que quedaron en el simple anecdotario de su vida, si se los compara con golpes realmente duros que ha recibido. Esto se puede sintetizar en la historia de la canción “Layla”. En cambio, el golpe vino de la mano de una tragedia: la muerte de su hijo Connor, a quien también le dedicó una canción, casi una década y media después. Son dos hechos bien conocidos.
“Layla” es una canción que compuso inspirado en la historia de una princesa y del joven Qays ibn al-Mulawwah, que escribió el poeta persa Nezami. Pero, en realidad, aquella “Layla” no era otra que Pattie Boyd, esposa de uno de sus grandes amigos, George Harrison. Además de estar unidos por la amistad, durante la década del setenta compartieron algunos episodios musicales. Clapton participó en la grabación del tema “While My Guitar Gently Weeps”, clásico de Harrison, y el ex beatle apareció bajo el seudónimo L’Angelo Misterioso en los créditos de “Badge”, de la banda Cream. Harrison estuvo casado con Boyd 11 años, hasta 1977. Luego, la Layla de esta historia se casó con Clapton dos años más tarde. Y el asunto entre esos dos viejos amigos terminó en un pacto de caballeros, ya que Harrison decidió asistir a la boda entre su exesposa y el guitarrista.
Otro de los temas emblemáticos de su carrera es “Tears in Heaven”, que dedicó a su hijo, fallecido en un accidente doméstico. Conor tenía 4 años cuando cayó accidentalmente desde el piso 53 de un edificio de Manhattan, el 20 de marzo de 1991. Nueve meses después, su padre escribió este tema junto a Will Jennings, una balada que terminó convertida en uno de los mayores éxitos de toda su carrera.
Es de esperar que muchas de estas canciones que se convirtieron en verdaderos mojones de su historia como guitarrista y cantante vuelvan a sonar en su próximo show en el estadio de Vélez, como sucedió en conciertos anteriores. Son temas inoxidables, en la voz y en las manos de un músico inoxidable.
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