El universo de Franz Liszt
Las fechas se nos vienen encima. A veces con natural relación; otras, de la manera más aleatoria. Franz Liszt (1811) y Wagner (1813), que se llevaban apenas dos años de diferencia, tuvieron tantos motivos de aproximación y alejamiento que serían precisas cientos de páginas para explicar las razones de semejantes desencuentros.
Porque es imprescindible decirlo: la música de Occidente, de 1830 en adelante, sería incompleta -e incontable- sin ambos.
Hace pocos días, exactamente el 31 de julio, se cumplieron 120 años de la muerte de Liszt, ocurrida en Bayreuth en 1886, es decir, tres años después de la desaparición de Wagner, en Venecia, aunque sus restos fueron inmediatamente trasladados a aquel mismo lugar de Baviera. A su vez, dentro de tres días, el 13 de agosto, se cumplen 130 años de la inauguración del Teatro de los Festivales wagnerianos.
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En cierta ocasión, en uno de los escasos momentos de lealtad y franqueza que tuvo Wagner, reconoció lo siguiente: cuando conocí y comprendí las armonías de Liszt me convertí en otro hombre.
En otro compositor, se entiende. Y nadie puede ponerlo en duda. Porque fueron ese húngaro, de la mano de un polaco genial, quienes, en el siglo XIX, dieron vuelta la tuerca de la historia. Los dos, Chopin y Liszt, significaron la aurora de la modernidad. Los dos anticiparon el universo sonoro de Debussy y de Schoenberg, lo que significa que pronosticaron en décadas al siglo XX.
Proclamando la igualdad de los sonidos y la ruptura de toda funcionalidad, Liszt se convertía en el músico del mañana. En su herencia se puede signar la guerra a la mecánica tonal, el advenimiento de la politonalidad, la creación de una nueva psicología sonora.
En 1861 ya ironizaba sobre el sistema de los cuartos de tono, propuesto varias décadas después.
La trayectoria de Liszt muestra polos inesperados: tras una existencia errante de virtuoso, rodeado de éxitos y pasiones amorosas sin cuento, en la mitad del camino de su vida busca una existencia nueva, más estable: se instala en Weimar y cae bajo la fascinación de "una amazona mística", según palabras de Liszt, la princesa Carolina Sayn-Weittgenstein, apasionada por el tema de las religiones comparadas.
Será uno de los períodos más fecundos de su vida, en los que surgen poemas sinfónicos, sinfonías, misas, algunas de sus maravillosas concepciones pianísticas, libros y artículos periodísticos. Por algo Weimar se convierte en lugar de peregrinaje para todos los músicos de Europa, desde España hasta Rusia. Pero aún le faltaba una nueva etapa, la de Roma, donde en 1865 tomó las órdenes menores de la Iglesia Católica, sin llegar al sacerdocio. Esto no le impidió retornar a la vida errante y llevar su arte de intérprete por toda Europa, con ese desinterés y generosidad, casi sin paralelos, que cultivó toda su vida.
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Recuerdo cierta vez que, revisando ejemplares de LA NACION de 1886, encontré un recuadro con este sencillo anuncio: "Murió el abate Liszt". Este abate, anticipador de décadas de música, caía a los 75 años vencido por una congestión pulmonar. Pero la noticia no corrió con la velocidad imaginada. Su hija Cosima, viuda de Wagner, se preocupó por ocultar la muerte de su padre a fin de no oscurecer los fastos del nuevo festival que se iniciaba en esos días. Evitó que se le dieran los últimos sacramentos y lo hizo enterrar en el más oprobioso silencio. El festival de 1886 ¡estaba salvado!
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