A 21 años de la salida de Segundo, el disco que la afianzó en la música y la alejó para siempre de la actuación, Juana Molina repasa aquellos días en los que grababa canciones “sin saber que estaba haciendo un disco”
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Tan escondida detrás de su propio pelo en la tapa de su disco Segundo pero, a la vez, tan imponente. Tan personal su voz como su música, su animación y dibujos (”El desconfiado”) y, al mismo tiempo, tan universal como un balbuceo. ¿Infantilmente peligrosa o peligrosamente infantil?
A Juana Molina no le gustan las comparaciones. Sobre todo porque, desde que se abocó a la música hace más de veinte años, sólo se buscó compararla: con otras artistas (”¿Björk rioplatense?”), con otras propuestas, con otras. Pero ese desdoblamiento con el que jugaba cuando era famosa por ser actriz (Juana y sus hermanas), ya no es tal. O, en todo caso, se trata de un caleidoscopio solo aparente, que conduce a una sola persona: ella.
Acaba de reeditarse Segundo, claro está su segundo álbum (que data de 2000), y la información oficial lo explica: “emblemático primer éxito discográfico de Juana Molina, que presenta esta reedición especial, remasterizada desde las cintas originales y acompañada de un sorprendente libro contando los inicios de la carrera musical de Juana. Testimonios, dibujos originales, fotos inéditas y con numerosas anécdotas relatadas por Roque Di Pietro y ella misma”. El lanzamiento es a través de su propio y flamante sello: Sonamos.
“Cuando yo lo hice no sabía que estaba haciendo un disco”, comienza a explicar la hija de Chunchuna Villafañe y de Horacio Molina. Habla desde su casa, por videollamada y se la escucha demasiado familiar en su manera de pronunciar. Se la ve así de cercana en los gestos. Sin embargo, no deja de extrañarse la percepción sobre ella. Como sucede con su música, difícilmente catalogable, folktrónica, folk y electrónica con improntas tan impensadas en sus combinaciones como el dadaísmo, la gauchesca o el sin sentido. Y más.
Juana está en su casa ubicada entre Pacheco y Benavídez, “un lugar bastante ruidoso, que se transformó en un paraíso cuando empezó la pandemia. El cielo cristalino y yo, que soy así, medio covachera, y me gusta. Me armé una palangana con unos fueguitos y estuve todo el invierno sentada mirando el afuera sin hacer nada”, describe ella. Mientras ocurre la entrevista, una ventana da cuenta del paso del tiempo cuando deja de mostrarnos el paisaje detrás y las últimas luces del día se van. Está oscuro, de noche ahora. Adentro, ella prende una lámpara. Los recuerdos siguen, sobre sus grabaciones desenfrenadas en Los Ángeles a fines de la década del 90. “Grababa mucho, mucho, mucho todos los días. El momento más importante fue cuando descubrí que eso era irrepetible. Cuando me di cuenta de que eso iba a terminar siendo un disco me aterroricé, porque había cosas con poca calidad, pero al grabarlas otra vez no transmitían lo mismo. Había una verdad en esas grabaciones que ya estaba por ser revelada”.
-Algo similar sucedió con la tapa, la foto de Alejandro Ross que no pudieron replicar...
-Exacto. Lo mismo. Alejandro estaba como loco porque no tenía la calidad fotográfica que pretendía para un trabajo suyo. Luego, yo tuve que firmar con un sello para tener esa tapa. Para mí era clave. Justamente se dio la coincidencia de que pasara lo mismo con la imagen y con el sonido del disco.
-En el booklet hablás del pánico escénico y de un show en Chicago en el que empezaste a perderlo. ¿Todavía hay vestigios de ese miedo?
-Todavía hay. Muchas veces los lugares a donde llegás son difíciles. El público no es demostrativo. Cada vez tengo más confianza y estoy más segura de lo que hago, pero siempre hay algo que no depende de vos. Lo que fui aprendiendo es cómo lidiar con las adversidades que se van presentando. Cuando recién empezaba no lo podía resolver. Hace 6 años estaba en un lugar que era imposible por lo mal que sonaba pero había unas resonancias en el ambiente que hacían que yo pudiera seguir cantando. Y tomarlo en vez de ponerme en “no puedo tocar, esto no suena bien”. Antes me daba mucha inseguridad que la gente pensara que yo pensaba que lo que estaba haciendo estaba bien. Yo quería que la gente supiera que yo sabía que todo eso estaba mal. ¿Para qué? Solo para pasar un mal momento al pedo. Ahora trato de no concentrarme en eso y veo de dónde me agarro para seguir. Y reconventir eso o, por lo menos, no ahogarme.
-Cuando te pusiste a escribir compulsivamente para Segundo, ¿quedaron cosas afuera?
-Sí, quedaron, pero no volví nunca a ellas. Por ejemplo, en Tres cosas no hay nada que haya sido de Segundo.
-¿Ahora no te dieron ganas de volver a ese material?
-No, porque hay canciones sobre las que me lleva tiempo darme cuenta de que en realidad no me gustan. Pienso que esos son los hits que me pierdo. A veces hay un tema que está buenísimo, que tiene un gancho, que tiene no sé qué. Y después me aburro de esa canción y no la edito. Una vez que me canso de una canción ya no hay manera de que me la banque aunque haya estado dos meses diciendo: “éste es el mejor tema del disco”. Lo dejo afuera.
-¿Tuviste esa exigencia de parte de un sello, de hacer un hit?
-No, porque nunca tuve una relación de ese tipo. Salvo con Rara, ahí decidí estar en un lugar donde yo tenga el manejo de lo que hago.
-¿Qué prima a la hora de componer? ¿Cómo recurrís a las intertextualidades, como las de la tradición más literaria u oral, que van del Martín Fierro al “Que llueva”?
-Con el Martin Fierro todo empezó con una payada que hicimos medio en joda con Alejandro Franov. Empezamos un día con esa guitarra que yo estaba tocando, cantamos el Martín Fierro encima y devino en ese tema. Y con “Que llueva” estábamos en Cabo Polonio de vacaciones, yo le cantaba a mi hija y justo se me ocurrieron esos acordes del estribillo y estaba lloviendo a cántaros. Una cosa llevó a la otra. Nunca pienso en una idea y después la hago. Yo empiezo a tocar, se me ocurre una melodía y si tengo suerte aparecen algunas palabras. Cuando aparecen palabras, yo ya sé de qué va la letra, que la hago en función de lo que apareció inconscientemente. Pero nunca me propongo escribir una canción que hable de “esto”, porque las letras siempre vienen muchísimo después. El disco esta completamente terminado: están todas las voces, los arreglos, las armonías, pero no están las letras.
-¿Jamás empezarías un disco por las letras?
-Yo no escribo. Sólo escribo prosa o cosas que pienso pero versos no, ni letras de canciones. Eso viene mucho después. Siempre escuché mucha música instrumental. Realmente no necesito las letras. También escuchaba temas en inglés, y en ese momento no sabía hablar inglés, eran letras que no querían decir nada. Y ahora que sí hablo, cuando las escucho digo: “¡ay! no me digas que significaba esta pelotudez”. Como que la letra medio te condiciona.
-Tuviste que comprar tu propio disco para tener los derechos, ¿no?
-Y... fue necesario, y no me voy a arrepentir jamás porque me daría mucha bronca que ese disco no fuera mío. Y creo que hay cosas que van mucho mas allá del dinero. Me pasó con el disco Segundo y, a partir de ahí, yo soy dueña de todos mis discos.
-¿Qué destacás de la llegada que tuviste y tenés en Japón?
-En el momento que yo llegué a Japón, solo habían llegado Mercedes Sosa y Ástor Piazzolla. Lo único que se había consumido (palabra que detesto), era eso. Y fue muy raro, muy repentino, muy veloz. Al disco lo descubrieron en 2001 y en 2002 ya estaba tocando en Japón. Era todo un suceso. Entonces Japón era un mundo que estaba cero occidentalizado. Y no había ni una calle, ni un subte, ni una comida, ni un menu, nada en otro idioma que no fuera japonés. Entonces no me quedaba otra que intentar hablarlo. La primera experiencia fue muy linda, me quedé tres semanas. Un calor infernal... toqué en lugares grandes y también en lugares para 15 personas. Con los años, todo se desbandó. La gente joven ya te habla en inglés, empezó ese poquito de “mala onda” o “mala educación”. Eso no se veía antes, y no sé si es una reacción o una copia a nuestros modales horribles.
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