El nuevo disco de Skay Beilinson, el guerrero que afila canciones con riffs punzantes
En las últimas dos décadas Skay Beilinson ha construido su obra solista como un guerrero que afila su espada todos los días, a la espera de la batalla que lo lleve una vez más a la conquista de micromundos. Skay afila canciones día y noche, durante meses, años, hasta que escucha esa voz interior que lo desafía a salir de su cueva, esperando lo mejor, preparado para lo peor, en busca de nuevos horizontes, tras los pasos de su yo espiritual. Skay es un guerrero, un poeta, un ilusionista de la canción, pero por sobre todas las cosas Skay es un rockero, dueño de una imaginación inagotable para crear riffs punzantes.
En su séptimo disco (el número perfecto, el símbolo de todo el universo en movimiento), el guitarrista logra en cierta forma la síntesis de su inquieta búsqueda artística, a través de diez canciones y en poco más de media hora. No sobra nada, pero tampoco falta.
Aquí entonces hay un disco, En el corazón del laberinto, que comienza como si se tratara de un policial negro, con "El sueño de la calle Nueva York", con humo, noche, empedrado, rufianes, prostitutas y ambiente portuario en el Beriso de los años 70 a ritmo de big band (acompañado por el amigo de la casa Hugo Lobo) y que termina en plan festivo y comunitario, con "Esdrújulas en órbita", en donde Skay ofrece finalmente una concesión: "por vos canto esta canción".
De un extremo al otro, el "héroe proletario" de la apertura se convierte en "ojo testigo" con esa suerte de poesía sufi que Skay viene explorando desde hace al menos una década: "En el ojo blanco de un caballo tuerto, camina una mosca frotando sus manos. Hay una culebra colgada de un palo, que mira la escena con ojos de acero. Y hay alguien mirando a través de mí, tal vez sea Dios y esa pupila es la ventana, por donde espío yo y él".
En el ojo blanco de un caballo tuerto, camina una mosca frotando sus manos. Hay una culebra colgada de un palo, que mira la escena con ojos de acero
Si en "Late" el músico desata su bestia rockera interior, en "El valor del encanto" se deja llevar por un arreglo de cuerdas épico hasta la médula, con su guitarra como estandarte de una marcha que envalentona al explorador desprevenido y lo transforma en astronauta en apuros. En "Plumas de cóndor al viento" y "En la cueva de San Andrés" los riff estilizados vuelven sobre Babel y dan cuenta de ángeles errantes, en dos piezas perfectas que recorren la esencia del guitarrista que alguna vez supo comandar la nave ricotera.
"La estatua de sal" suena a clásico (con The Who en la cabeza) y continúa en la línea mitológica de su lírica, mientras que "Las flores del tiempo", justo antes del cierre arengador de "Esdrújulas en órbita", se descubre intimista y reflexiva, en concordancia con la imaginería de aquel guerrero solitario que, hasta el fin de los días, dedica su tiempo a lo que mejor sabe hacer: afilar canciones.
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