Una banda de errantes del indie plantó una raíz tribal en la tradición del blues
Recortado por las luces sobre el escenario del Polideportivo de Gimnasia y Esgrima La Plata, Maxi Prietto destripa ensimismado su strato blanca mientras el resto de la banda sostiene a media altura el groove oscuro de “Jugo”, una de las piezas troncales de Agua ardiente, el último disco de Los Espíritus. Cuando la canción termina y las luces del microestadio queman el ambiente, este hombrecito barbudo con camisa hawaiana levanta la mirada y, volviendo nuevamente en sí, estira una mueca de nene feliz. “¡Hay un señor que vende bebidas!”, grita señalando al cocacolero que zigzaguea entre la gente con su bandeja en alto, antes de que las casi tres mil personas que tiene enfrente estallen en una carcajada que termina en ovación. “Lo veo pasar y es como si fuera un sueño.”
El show de esta noche de principios de octubre en La Plata, la ciudad adoptiva en la que Prietto empezó a hacerse un lugar en el under bonaerense a mediados de la década del 00, se vive como una victoria generacional. En claro sold out, la reapertura de este microestadio techado de atmósfera mítica para conciertos de rock –donde se dieron shows históricos, como aquel de 1982 en el Festival de la Primavera en el que Los Redonditos de Ricota tuvieron a Luca Prodan como cantante; más otros memorables de Virus, Los Abuelos de la Nada, Spinetta y Charly– pone en evidencia un nuevo estado de situación para el rock argentino, uno en el que shows de bandas de raíz indie como El Mató a un Policía Motorizado y Los Espíritus trascienden el under como un verdadero acontecimiento de época, un movimiento renovador para la música joven del país.
Minutos después de un concierto de más de dos horas y media, los integrantes de Los Espíritus toman cerveza y fuman distendidos en un camarín montado en el primer piso del estadio, una gran sala de paredes altas de color azul y blanco, acondicionada para la ocasión con sillones de cuerina color hueso y una mesa con caballetes llena de latas de cerveza, botellas de vino tinto y cajas de pizza a medio comer. Algunos revisan sus celulares, otros hablan y fuman. En medio del barullo, Maxi Prietto, efusivo y feliz, está contando por qué tuvo que abandonar repentinamente el escenario en medio del show, tras un intercambio de palabras con su socio compositivo, Santiago Moraes. “¡Es que me estaba meando mal!”, dice antes de soltar una de sus carcajadas que le achinan los ojos y le inflan los cachetes de tez morena. “Santi me insistía que aguante, pero juro que no podía más.”
A unos metros de distancia, Moraes fuma sentado con las piernas cruzadas y la mirada perdida. En la otra punta del salón Nacho Perotti, el cerebro motor del grupo desde su función de manager, con una mano agarra un iPhone que no para de sonar y con la otra acaricia su barba colorada de un día, mientras parece asimilar el resultado de esta nueva prueba de fuego: el paso previo a la apuesta más importante de Los Espíritus, el sábado 2 de diciembre, en el Estadio Malvinas Argentinas.
“Creo que se juntaron muchas energías de todos”, dice Perotti mirando de lejos al resto del grupo. “Pero esto ya es otra cosa.”
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La historia de Los Espíritus encuentra su kilómetro cero entre los pasillos del colegio Nicolás Avellaneda, del barrio de Chacarita. A mediados de la década del 90, cuando tenían 15 años, Maxi Prietto y Santiago Moraes coincidieron en los recreos y entablaron una relación de amistad impulsada gracias a su amor mutuo por Nirvana. Eran dos adolescentes solitarios que, en vez de ir a bailar los fines de semana, preferían juntarse en alguna casa para emborracharse mientras dibujaban, escribían cuentos y escuchaban música.
Para ese entonces, Prietto, que nació en Quilmes a principios de los 80, hijo de padre chaqueño y madre correntina, ya empezaba a grabar sus primeras canciones en una computadora hogareña. Después de terminar el secundario, Maxi había empezado a trabajar en el mayorista de golosinas que su padre tenía en Florencio Varela y, como vivía con su madre en Villa Crespo, todos los días bien temprano debía encarar un largo periplo hasta el trabajo que contemplaba subte, combinación de subte, tren y combinación de tren. Fue un salto brusco al mundo real, en donde empezó a registrar las escenas marginales de sacrificio y carencias de la clase trabajadora que todas las mañanas se sumergía en el conurbano profundo para ganarse el pan. Todas esas vivencias terminarían registradas en Vía Temperley, un disco en en el que Prietto ya empezaba a pulir su estilo de canción urbana y melancólica.
No fue hasta el año 2004, mientras la Argentina se reponía de la crisis de 2001 y el incendio de Cromañón estaba por marcar un antes y un después en el rock argentino, que Prietto y Moraes formaron su primera banda, Dasfemme-ins, un proyecto de espíritu grunge que llegó a tocar varias veces en vivo y hasta grabó un disco que jamás salió a la luz. Fue un primer intento que duró poco: a los meses, el grupo se disolvió y Maxi armó junto al baterista Mariano Castro el dúo Prietto Viaja al Cosmos con Mariano, banda que lo empezaría a ubicar en la escena under nacional como un paladín sensible de erre empastada que tocaba sus canciones de espaldas al público víctima de su terrible timidez. “Terminó la banda y a los dos meses él ya estaba rompiéndola con Mariano y todos nosotros dijimos: ‘¡La concha de tu madre!’”, dice Moraes.
Tuvieron que pasar varios años para que Maxi y Santiago se reencontraran a bordo de un nuevo proyecto. En 2010, Prietto ya era todo un personaje dentro del indie-rock nacional (con Prietto Viaja al Cosmos con Mariano había generado un pequeño fenómeno under que, por recomendación e impulso de Julieta Venegas, había logrado un fuerte rebote en México, haciendo posible la edición de su disco vía Sony y una inesperada gira por suelo azteca), cuando volvieron a juntarse con la excusa de tocar algunas canciones que tenía acumuladas. Empezaron a ensayar en la casa del bajista Martín Ferbat, a quien Maxi conocía de cruzarse en la noche, junto a Pipe Correa, un baterista colombiano que acababa de llegar al país con la intención de desarrollar su carrera musical. Fueron encuentros informales y esporádicos que se mantuvieron durante más de un año. Pero cuando en medio de esos encuentros, divididos entre largas sesiones de improvisación y juego, surgió la canción “Lo echaron del bar”, todo pareció tomar otro rumbo. Era un tema que se impuso en la sala mientras Ferbat dibujaba la línea de bajo con un cello, sosteniendo un ritmo de tinte vudú, mientras Prietto se montaba al groove narrando con gracia actoral la historia de un viejo ebrio y perdido que no logra hacer base.
Cuando grabaron la canción en una sesión en el bar Plasma, junto con “Jesús rima con cruz” y una zapada titulada “Espíritus llamando”, “Lo echaron del bar” brotó como una gema inesperada que lograba conectar con la idea primal de lo que empezaba a ser Los Espíritus: una banda de atmósfera tribal, enfocada en el ritmo, la psicodelia y en el peso de las palabras masticadas con el acento etílico de Prietto. “Mucha gente nos conoció por esa canción”, dice Moraes, antes de hacer una pausa. “Bueno, en verdad nosotros también nos conocimos por esa canción.”
Editada en Los Espíritus, el disco debut de 2013, “Lo echaron del bar” se convirtió en un verdadero hit under, con un fuerte efecto en México. De hecho, ese mismo año fue la canción número uno del ranking rotativo de Radio Reaktor, la estación mexicana de mayor alcance e influencia. “Cuando nos llamaron para avisar fue muy loco”, dice Prietto. “Nosotros teníamos apenas un puñado de canciones y ya nos estaban pidiendo que fuéramos de gira para allá.”
Desde su debut en 2011 en el bar El Emergente de Almagro (en un show cargado de covers como “Wined and Dined” de Syd Barrett y “I Found a Reason” de The Velvet Underground), seguido por una fecha ante sólo seis personas en Zaguán Sur, la identidad de Los Espíritus se fue cristalizando. “Nosotros sabíamos que queríamos mezclar el blues con percusiones, pero todavía no las teníamos. Siempre había un amigo que venía y tocaba, pero cuando apareció Fer ahí se empezó a armar el sonido posta”, dice Prietto.
La incorporación de Fernando Barreyro, un tipo grandote y macizo que venía de tocar en Morbo & Mambo, junto a la del guitarrista Migue Mactas, por aquel entonces tecladista de la banda de reggae Yataians, terminaría de cerrar la forma definitiva del grupo. Después, el ingreso de Nacho Perotti, como un miembro puntualmente abocado al desarrollo del proyecto, empezó a visibilizar en la escena los shows de Los Espíritus como experiencias físicas contrarias al estatismo introspectivo que había propuesto el indie-rock durante casi una década.
Por idea y obra de Perotti, que es dueño de Plasma desde hace quince años y se había hecho amigo de Prietto después de organizar en su bar una decena de shows de Prietto Viaja al Cosmos con Mariano, la banda empezó a alimentar su base de fanáticos gracias a su propia fiesta bautizada “Hacele caso a tu espíritu”, un evento en en el que tocaban con proyectos amigos y musicalizaban ellos mismos toda la noche con un pulido de canciones que reforzaban su concepto rítmico y bailable. “A mí me inventó Maxi. El me llamó para que les diera una mano y a mí mucho no me gustaba la idea. De hecho, yo odiaba a los managers”, dice Perotti. “Me sumé como amigo. Los chicos hasta ese entonces nunca habían hecho una fecha solos, así que la idea fue encontrar un marco de identidad para la banda.”
Al mismo tiempo, la edición en 2015 de Gratitud, su segundo disco, empezaba a poner en perspectiva el peso compositivo de Prietto y Moraes, dos autores de características similares, enfocados en darles a vida a relatos callejeros, como “Perro viejo” y “Negro chico”, que parecen conectar una larga tradición de rock y blues que empezó Manal a finales de la década del 60. El trabajo, de claro tinte latinoamericano por el peso de sus historias marginales y el sabor de su base rítmica, sumado a su entramado guitarrero, les abrió paso a sus primeras giras por México, Colombia, Chile y Uruguay, ubicándolos como una de las bandas independientes argentinas de mayor proyección internacional.
Agua ardiente, el tercer disco de Los Espíritus, editado este año, no hace más que profundizar el rumbo tribal y guitarrero del grupo, a través de un sonido pulido y orgánico, con gemas compositivas que se ubican entre lo mejor de su catálogo, como “Jugo” y “Esa luz”. “Después de tanto tocar en vivo quisimos plasmar nuestro sonido sin sobregrabaciones”, dice Moraes. “Fue el ejercicio de poner a prueba nuestra identidad.” Tras presentarlo a sala llena en el Teatro de Flores, la banda inició su segunda gira latinoamericana, con paradas en Colombia y México, alcanzando su show más importante ante 20.000 personas en el festival Rock al Parque de Bogotá.
“No me sorprende en nada todo lo que está pasando con Los Espíritus. Era sólo cuestión de tiempo para que Prietto explotara su talento rodeado de músicos y personas increíbles como lo son Santi, Martín, Pipe, Fer y Migue. Es un grande pequeño y humilde”, dice Shaman Herrera, el músico y productor patagónico, responsable de la primera grabación de Prietto Viaja al Cosmos con Mariano. “A Maxi lo conocí primero por la música y la admiración fue instantánea: por su calidad compositiva, la simpleza de su mensaje y su generosidad para compartir con otros artistas.”
Gustavo Santaolalla dice que conoció a Los Espíritus después de escuchar vía YouTube un cover que Prietto hacía de “Tonada del viejo amor”, canción con letra de Jaime Dávalos y música de Eduardo Falú, y la fascinación fue instantánea. “Lo que inmediatamente me llamó la atención es que suenan muy frescos y que trabajan con el groove. Se nota que no es un grupo que está atado a un clic, a la forma en la que generalmente se hacen los discos”, dice el célebre músico y productor. “Me atrajeron muchísimo también el trabajo de las guitarras y la sonoridad de Maxi y de Santiago, que se parecen bastante, tienen un estilo, una identidad. Haciendo una cosa bastante tradicional, folclórica si se quiere, tienen algo totalmente nuevo, una frescura que hacía mucho no se escuchaba en el rock nacional. Me encantaría trabajar con ellos, para mí es una de las bandas más importantes que hay.”
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Sobre la calle Medrano, en el barrio de Palermo, el centro de operaciones de Los Espíritus está montado en el último piso de una casa estilo PH con características de comunidad hippie. Después de atravesar un largo pasillo y subir dos escaleras hasta desembocar en una terraza con vista al barrio, la sala amplia y algo desolada todavía parece en estado de construcción, entre desechos de lana de fibra de vidrio y paneles de goma espuma para acustizar.
Mientras Santiago Moraes prueba un nuevo pedal para su electroacústica, Migue Mactas afina su guitarra y Martín Ferbat prepara unos mates, Pipe Correa fuma bajo el sol en la terraza mientras espera al resto de sus compañeros. Nacido en Medellín, hijo y nieto de músicos de orquesta, Correa tocó percusión y batería en las bandas de su ciudad hasta que decidió venir a Argentina a probar suerte. “Tenía un amigo que es fotógrafo y vivía acá hace años, y me dijo: ‘Hay mucha movida, tienes que venirte’. Así que le hice caso y me mandé nomás”, dice el baterista de ojos saltones y barba rala, que también tocó en bandas argentinas como Placard, Yataians y Pecera, antes de terminar definiendo la esencia rítmica de Los Espíritus. “Llegué al lugar indicado, hermano”, dice con una sonrisa de satisfacción. “Tenemos esa mezcla de muchos ritmos latinos que se meten con el rock, así que me siento muy a gusto. Los chicos flashean mucho con la salsa de mi país.”
"Los Espíritus suenan muy frescos", dice Santaolalla. "Haciendo una cosa tradicional tienen algo nuevo."
Cuando llegan Maxi Prietto y Fer Barreyro, los cinco se distribuyen en círculo para repasar algunos temas, como “Esa luz”, “Noches de verano” y “Gratitud”. Puertas adentro, Los Espíritus funciona como un ente de cinco cabezas más interesado en dar con el pulso exacto de las canciones que en definir drásticamente sus formas: Pipe y Fer son el engranaje rítmico que crea la plataforma de despegue para el juego de guitarras; Martín Ferbat como el tester del tempo justo; y Mactas como un guitarrista sesudo y analítico que toca lo necesario y cada tanto prefiere quedarse en silencio. Por delante de todo eso, Moraes empuñando su electroacústica y Prietto casi siempre pisando su Wah Wah Vox, le aportan el tono poético y psicodélico al grupo, con gritos, espasmos o guitarrazos. “Bajan las cortinas, están cerrando el bar con el sol a cuestas / Sigo peinado en esa esquina en la que perdí tu mano”, canta ahora Prietto, mientras la banda embellece con el trance bamboleante que define “Bajan las cortinas”, una postal melancólica y crepuscular del primer disco, y que todavía parece no tener forma definida.
Tras un ensayo de dos horas, los cinco Espíritus ahora descansan en la terraza de la sala sentados sobre unos bancos hechos con pallets de madera mientras intentan desmenuzar las variadas corrientes que gravitan en la música del grupo. “Tenemos una información que va del punk más cabeza hasta el folklore y el bolero. Yo ya no sé qué música no me gusta ya. El otro día escuchaba en la panadería una canción de Enrique Iglesias que sonaba en la radio y dije ‘qué tema de mierda’. Ahí nomás entró un pibito, escuchó el tema y se puso a cantar y bailarlo y dije ‘¡qué temazo!’. Qué boludo, no lo había entendido”, dice Maxi, antes de partirse en una carcajada. “Al principio, cuando nos preguntaban si hacíamos esta música para bailar nosotros decíamos que no. Pero hace poco estaba viendo una entrevista a un sonero, y el loco decía: ‘Nosotros hacemos son, y si la gente no baila está mal tocado’. Y ahí pensé: claro, ¿por qué vas a renegar de que hacés bailar, si es algo hermoso, una experiencia que te hace participar y te mete adentro de la música?”
Después, días antes de salir rumbo a su primera gira por Europa, donde tocarán en ciudades como Bilbao, Barcelona, Madrid, Zaragoza, San Sebastián y Burdeos, los integrantes de Los Espíritus analizan el crecimiento exponencial que el grupo experimentó en los últimos dos años, permitiéndoles finalmente empezar a vivir de la música. “Yo laburé en relación de dependencia muchos años y era muy consciente de que estaba poniéndole mi energía a algo durante 12 horas diarias que era para otra persona, porque había otro que la pasaba muy bien con ese trabajo que yo hacía. La energía de mi vida se estaba yendo todos los días en algo que no era yo”, dice Moraes.
“Ahora te dicen: ‘Che, tenés que tomarte un avión para ir a tocar’”, suma Maxi Prietto. “Conseguimos el mejor trabajo del mundo.”