Canciones de amor, melodías épicas y sonido hi-fi. En su nuevo disco, la banda apunta alto y amplía su universo musical
“El tesoro”, “Destrucción”, “El mundo extraño”... Parecen títulos para un cómic apocalíptico, pero son canciones de amor, ruptura, celos, traición y soledad. “Excalibur”, por ejemplo, es una balada mínima, de poco más de un minuto, que sólo repite: “¿Por qué tuviste que decirme eso?”. De esa clase de espadas habla El Mató a un Policía Motorizado en La síntesis O’Konor, su tercer larga duración en más de una década.
Como La dinastía Scorpio (2012), La síntesis O’Konor representa un salto. Un salto de calidad de audio (la grabación fue en los estudios Sonic Ranch, en Texas, nuevamente con la coproducción de Eduardo Bergallo; la banda nunca sonó tan directa y cristalina) y también una apuesta más amplia en la relación del quinteto con el mundo exterior. En este disco melódico, versátil y moderno, El Mató deja atrás la pantalla del indie y le habla de igual a igual al rock nacional que suena en las radios.
No hay personajes pintorescos, ni escenarios inspirados en cine clase B. No hay amigos piedra, chicas ruteras, muertos vivos ni amazonas que se admiran a la distancia. Acá hay un narrador demasiado involucrado en las historias que cuenta, y casi todas son tristes, aunque hay una luminosidad dorada que atraviesa las canciones. Pero ésa es sólo una parte, y no la más sustancial, de este relanzamiento de El Mató.
Más allá de la ortografía, el título resuena a un emblema del metal argentino. La tapa, como siempre obra del cantante y bajista Santiago Barrionuevo, proyecta un retro-futurismo mitológico que bordea el kitsch. Podría ser tanto el diseño para una colección antigua de libros fantásticos como la portada de un videojuego ciberpunk. Todos esos signos enmascaran un disco de tono confesional, con algunas de las canciones más personales que haya firmado El Mató.
El primer tema, el ya adelantado “El tesoro”, marca el rumbo de un álbum que baja los niveles de distorsión y expande el universo musical. Contiene una frase con destino de eslogan (“la depresión sin épica”) y un arreglo medio oriental que remite al leitmotiv de “Merry Christmas Mr. Lawrence”, de Ryuichi Sakamoto. “Ahora imagino cosas” y “La noche eterna” son buenas canciones, pero dan la idea de que, más allá de ese comienzo, estamos ante un disco apegado a la fórmula. Y entonces llega “Alguien que lo merece”, una balada en la que Santiago muestra su lado de crooner en shorcitos de fútbol, ensayando un cambio de tono arrebatado mientras la banda amaga un ataque orquestal que no llega a consumarse. La insinuación estalla en “Las luces”, una de las grandes canciones de la banda a la fecha. Tiene un aura stoner y una batería que corcovea al mejor estilo “In the Air Tonight”, mientras se despliega una odisea de amor y de guitarras eléctricas contra el fondo borroso de un cielo de lava.
“La síntesis O’Konor” es un instrumental semi-progresivo que parte el disco al medio. El Mató suena en este track a una versión actualizada de La Máquina de Hacer Pájaros, por extraño que parezca. A partir de ahí, el tramo final es un sprint formidable de rock sensible para pequeños estadios. “Destrucción” es eso que podríamos definir como pop motorizado, un midtempo con un estribillo que empieza a girar en círculos entre palmas y una guitarra slide. “El mundo extraño” tiene un registro narrativo lineal y acabado, y es un himno a la altura de “Más o menos bien”. El cierre es con “Fuego”, rock clásico de El Mató, pero Santiago nunca sonó tan frontal y extrovertido como en el clímax del tema, cuando el corazón le estalla en un grito romántico desesperado que marca el final del camino: “Ey, te fuiste y ¿dónde estás... ahora?/Perdóname, ahora soy mejor/Te juro soy mejor...”