El legado de Chaicovski, a 180 años de su nacimiento
Por el trato que había tenido con él, Serguéi Rachmaninov concluyó que Piotr Ilich Chaicovski, de quien hoy se cumplen 180 años de su nacimiento, levaba siempre una máscara, una careta (de candor, de amabilidad) que, cortada la relación con el mundo, había caído en el momento de su muerte. El rostro detrás de la máscara alentó versiones novelescas como las de Klaus Mann (el hijo de Thomas) y su libro Sinfonía Patética.
En realidad, no hace falta recurrir a la ficción; basta con leer el diario personal que Chaicovski empezó hacia 1873 y siguió, con discontinuidades, hasta 1891. Ahí aparece el histérico detrás de la máscara. La mayoría de las anotaciones corresponden a los viajes por Europa. A pesar de la conexión con su tierra, Chaikovsky –igual que Liszt y Chopin– era un europeo de pies a cabeza. El primero de todos los diarios empieza justamente con una partida. "Ayer, en un viaje de Vorozba a Kiev, por alguna razón todo empezó a sonar y cantar en mi cabeza después de una larga indiferencia musical. Entonces se me ocurrió un tema musical en Si bemol mayor, que me fascinó hasta tal punto que se me ocurrió a partir de él una sinfonía entera." Esa sinfonía finalmente nunca fue escrita, pero Chaikovski usó el tema en su pieza para piano Capriccioso, opus 62. Como sea, esas circunstancias son inusuales. Sus diarios están llenos de cenas en vagones, migrañas, lecturas y desesperación. "Caminé solo por Unter den Linden. Lloré. Dormí con un sueño afiebrado", leemos en una entrada de agosto de 1886.
Pero Chaicovski no era (o no solamente) un "artista desesperado". Su compatriota Igor Stravinsky, de quien se conoce su alergia a cualquier pretensión "expresiva", decía en pleno siglo XX: "Vean la obra de Chaicovski ¿De qué está compuesta? Sus temas son románticos en su mayoría, y también sus impulsos. Lo que no es romántico en absoluto es su actitud frente a la composición. ¿Hay algo más satisfactorio para nuestro gusto que el corte de sus frases y lo ordenado de su trabajo?" Stravinsky, con esa sencillez, descubre la verdadera cara detrás de la máscara de ese hombre que nació un día como hoy hace 180 años.
Las sinfonías
Hay una broma muy conocida sobre el ciclo sinfónico de Chaicovski "¿Cuántas sinfonías escribió Chaikovsky?" "Seis" "¿Y cuáles son?" "La Cuarta, la Quinta y la Sexta." Así de evidente es la discontinuidad entre las tres primeras y las tres últimas. Cada una tiene sus sorpresas, desde el pizzicato ostinato de la Cuarta hasta la expresión en carne viva de la Quinta, acaso la más celebrada.
De estas piezas no puede pasarse por alto la versión de 1960 que Evgueni Mravinsky hizo con la Filarmónica de Leningrado. La Sexta sinfonía, Pathetique es, por su lado, un caso aparte. "Se me ocurrió otra sinfonía –contó Chaicovski en una carta–, esta vez con un programa, pero el programa constituirá un enigma para todo el mundo: ¡que lo busquen! Se llamará Sinfonía con programa (número 6). El programa es profundamente subjetivo. A menudo, mientras la componía lloraba mucho." Aquello que nos llama la atención ahora no son tanto algunas transgresiones (por ejemplo, el metro 5/4 del scherzo, considerables entonces y menores desde una perspectiva actual) sino más bien ciertos detalles muy significativos. El primero de ellos ya en el comienzo del primer movimiento, que instala el aire luctuoso, como de réquiem, que domina la totalidad de la sinfonía: la Sexta no empieza resueltamente; más bien, desgarra el silencio con pudor, con los contrabajos en divisi (rara decisión), pianísimo, antes del motivo característico que presenta el fagot. Chaicovski traza en verdad un arco que anuda el principio con el final. En el adagio lamentoso, los contrabajos se repliegan nuevamente ante el silencio, quizás ya no con timidez, como en el principio, sino con resignación. Al lado del registro de Mravinsky se impone aquí otro, el que Herbert von Karajan hizo con la Filarmónica de Viena en 1985, muy superior en minuciosidad a su anterior grabación con la de Berlín.
Los ballets
En su biografía del músico,la escritora Nina Berberova cuenta que, al componer La bella durmiente, Chaikovsky soñaba todas las noches que era bailarín. No sabemos cuánto influyó este onirismo en la escritura, pero ese ballet, lo mismo que El lago de los cisnes y Cascanueces, son particularmente queridos justamente por los bailarines y también por el público, que podría tararear cualquiera de sus melodías de las que el cine también abusó (pensemos nada más que en la "Danza del hada de azúcar") aun sin saber de quién es.
Entre versiones completas y de suites disponibles en Spotify, nos quedamos con la que James Levine hizo con la Filarmónica de Viena. Además, el Teatro Colón cedió El lago de los cisnes y La bella durmiente para el programa Cultura en casa.
Concierto para violín y orquesta
Resulta verdaderamente curioso que una de las obras que Chaikovsky escribió con mayor facilidad de invención quedara enmarcada, en su comienzo y en su estreno, por la decepción. En el origen de su Concierto para violín y orquesta está el viaje por Europa que el compositor realizó luego de dos episodios entre grotescos y penosos ocurridos en 1877: su absurdo matrimonio con Antonina Ivanovna Miliukova y su posterior y fallida tentativa de suicidio en el río Moskova (se internó en el agua no para ahogarse sino para mojarse y morir de una congestión pulmonar).
Instalado finalmente en Clarens, la misma villa suiza cercana al lago Leman en la que Igor Stravinsky escribiría mucho tiempo después La consagración de la primavera, Chaikovsky, acompañado por el violinista Yosif Kotek, compuso en once días de marzo de 1878 el borrador del Concierto para violín y orquesta en Re mayor que había planeado dedicarle a otro violinista, Leopold Auer. Sin embargo, Auer lo juzgó sumamente difícil y rehusó estrenarlo. Finalmente, el joven violinista Adolph Brodsky estrenó la pieza, con Hans Richter al frente de la Filarmónica de Viena, en diciembre de 1881. Y entonces llegó el momento de la segunda decepción de Chaikovsky. Los pocos ensayos indican que la ejecución fue deficiente, pero, más allá de eso, el gran crítico vienés Eduard Hanslick se ensañó particularmente y sugirió que el concierto "hedía", un juicio que la fortuna ulterior de la obra se encargó de reparar. Una prueba de la facilidad con la que Chaikovsky compuso el concierto es la profusísima imaginación melódica, que acumula incesantemente motivos, que se disipan aun antes de agotarse. Para el "Finale", Chaikovsky reserva, en cambio, una exuberancia de melodismo y folclorismo eslavo. Dos posibilidades para escucharlo, lejanas y complementarias: la versión de 1958 de Eugene Ormandy y la Orquesta de Filadelfia con Isaac Stern como solistas, y mucho más acá, la de Lisa Batiashvili con Daniel Barenboim y la Staatskapelle Berlin (ambas en Spotify)
Concierto para piano
Bromeaba a veces Chaikovsky con el hecho de que su música era mejor apreciada en Estados Unidos que en Rusia y, en general, en toda Europa. En el caso del Concierto para piano n°1, que se estrenó en Boston con Hans von Bülow como solista, tuvo razón. Con el tiempo, además, se convirtió en una de las piezas concertantes más famosas del repertorio clásico y romántico. Hay infinidad de versiones, pero no muchas dudas de con cuál quedarse: con la de Martha Argerich y Charles Dutoit con la Royal Philarmonic Orchestra, de 1970. (en Soptify)
Eugene Onegin
Convertir en ópera la novela en verso de Alexander Pushkin no parecía una aventura con perspectivas de éxito. Sin embargo, Chaikovsky hizo de una obra maestra otra obra maestra por derecho propio. Nada falla en la ópera Eugene Onegin, ni la adhesión de la música a la acción ni el arco del drama. Para el Festival de Salzburgo de 2007, Daniel Barenboim (al frente de la Filarmónica de Viena) dirigió una versión inolvidable con puesta de Andrea Breth. El reparto incluía a Peter Mattei (Onegin) y a Anna Samuil (Tatiana). Fue editada en DVD y puede verse la escena de la carta, subida a YouTube por Samuil.
Las estaciones
La música para piano solo de Chaikovsky merece una atención mucho más atenta de la que tuvo hasta ahora. La serie de estas doce miniaturas que llamamos Las estaciones, y que sería más exacto nombrar como Los meses, fue suscitada por un encargo de su editor. Cada pieza lleva un verso que la acompaña. En este punto, no parece casual que "Enero" lleve un verso de Pushkin y que Chaikovsky recurriera precisamente a la sección media de esa pieza para la escena de la carta de Tatiana en su ópera Eugene Onegin. La mejor versión disponible del ciclo la grabó el joven Pavel Kolesnikov para el sello Hyperion, pero como no está disponible en Spotify habrá que conformarse allí con la lectura de Lang Lang.
Obertura 1812 y Serenata para cuerdas
Como pasó con los ballets, la Obertura 1812 y sus cañonazos del final entraron de lleno en la cultura de masas, en este caso con plena justicia puesto que Chaikovsky no perseguía otra cosa que el efecto. En cambio, la Serenata para cuerdas es menos conocida y depara, ya desde la "sonatina" del primer movimiento, una transparencia clásica (Chakoivsky admiraba sin matices a Mozart) a través de un prisma romántico. Tras la elegancia del vals, la "Elégie" es, con su carácter ruso, el auténtico centro de gravedad, y una muestra además de la pericia del compositor en el tratamiento de las texturas de la orquesta de cuerdas. Aun en medio del carácter más bien luctuoso, Chaikovsky consigue mantener un aire ligero, habitado por un filo de luz. Las dos piezas están incluidas en un mismo y expansivo registro (en Spotify) de Leonard Benstein con la Filarmónica de Nueva York.
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