El flautista en trance: se cumplen 50 años del primer disco de Pink Floyd
El 5 de agosto de 1967 se editó The Piper at the Gates of Dawn, el disco debut de una banda desconocida y underground llamada Pink Floyd, grabado en Abbey Road al mismo tiempo que otro álbum fundamental: Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, del que funciona como anverso musical
En el séptimo capítulo de El viento en los sauces, Topo y Rata persiguen una melodía irresistible y se embarcan en la aventura hacia una isla misteriosa. “Este es el lugar de mis sueños –susurra la rata, como en trance-, el lugar que me describió la música”. En el centro de ese laberinto, los espera el dios Pan. Ese –precisamente ese fauno profético de un magnetismo implacable- es El flautista en las puertas de la alborada. Syd Barrett cerró el libro de Kenneth Grahame y tomó nota. Tenía misterio, ensoñación, música. Tenía el título perfecto para el primer disco de Pink Floyd , editado precisamente hace medio siglo, el 5 de agosto de 1967.
La evocación de aquel libro eduardiano era una pista. Aunque superficialmente la música de Pink Floyd parecía una ruptura con el pasado, apenas los críticos arañaron su superficie psicodélica aparecieron estas cosas: las nursery rhymes, los devaneos de Lewis Carroll, la mitología. Ese enclave inocente y hedonista era el combustible existencial para estos cuatro muchachos de Londres que, después de todo, habían perdido a algunos de sus padres en la Segunda Guerra.
Grabado al mismo tiempo y en los mismos estudios que Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, el debut de Pink Floyd mostraba la otra cara de la moneda del Swinging London. Todo lo que en el disco de los Beatles era apolíneo, en Piper era dionisíaco: sonidos guturales, gatos hechizados, ecos del espacio, gnomos bebedores de vino. Guiado por la música del flautista, Syd Barret se subió otra vez a la barca. No lo vimos más.
¡Por Dios que sonaba fuerte!
Hurra por el trabajo estable. Como Grateful Dead en los célebres acid-tests, Pink Floyd desarrolló su sonido como número fijo de los happenings del Marquee y las fiestas del UFO (Underground Freak Out). Allí, frente a la crema del under londinense y las lámparas de aceite, tocaba su música para apuntalar los trips de gente como Marianne Faithfull. Sin embargo, aunque habían tomado su nombre de dos viejos hombres del Delta, las improvisaciones del primer Pink Floyd no partían del blues. Tampoco se trataba de una performance jazzística, con su exposición melódica y los sucesivos solos. Pink Floyd era una usina avant-garde: el resultado del diálogo entre ese ambiente (texturas, murmullos, luces) y un ensamble grupal casi telepático.
Alguien (quizás Paul McCartney ) sopló su nombre a los ejecutivos de la EMI y el 1º de febrero de 1967 firmaron su primer contrato. Syd Barrett, Roger Waters , Nick Mason y Rick Wright recibieron 5000 libras como adelanto y se convirtieron en el mascarón de proa del underground. A diferencia de su segunda encarnación, el primer Floyd no declinó la batalla del Top 40 y grabó un puñado de singles asesinos como “Arnold Layne” y “See Emily Play”. Barrett llevaba el timón por mérito divino: era talentoso, precioso y carismático. Pero, como Anakin Skywalker, dentro de toda esa luz ya anidaba el lado oscuro de la fuerza.
De cara a la grabación de su long play, el artículo del periódico sensacionalista News of the World se propuso sacarlos de la cancha frente a la sociedad conservadora: "el grupo Pink Floyd se especializa en música psicodélica, diseñada para ilustrar las experiencias con LSD”. El repertorio esquizofrénico con el que ingresaron a Abbey Road no hacía demasiado por mejorar esa imagen: por un lado, el cuajado de todas esas improvisaciones colectivas; por otro, la cancionística folk. Para cualquier banda, esa bipolaridad era un problema. No para ellos. La tensión entre Barrett –el estudiante de Bellas Artes- y los otros tres muchachos -estudiantes de arquitectura- era su capital: su verdadero diamante loco.
Técnicamente, las sesiones de The Piper at the Gates of Dawn comenzaron el 21 de febrero con la grabación de “Matilda mother”. Sin embargo, llegaron al punctum durante la segunda sesión, dedicada por completo a "Interstellar Overdrive": la extensa pieza instrumental (su versión de estudio casi llega a los diez minutos, pero en vivo no bajaba de media hora) que concentraba todas las características de su space-rock: la puntuación del Farfisa, el riff descendente, la distorsión del espacio. “Abrí la puerta y casi me cago encima… ¡por Dios que sonaba fuerte! –dijo Pete Bown, el ingeniero de Abbey Road– Realmente nunca antes había escuchado algo así”.
El peso del sonido, en sí mismo, era una provocación. En una entrevista televisiva para The Look of the Week, uno de los principales programas de la BBC de la época, el músico y crítico austriaco Hans Keller los sancionó por su estridencia. Barrett y Waters, tranquilos hasta la exasperación, apenas si se defendieron: “nuestra música a veces es muy fuerte, pero a veces es muy calma”.
“El 21 de marzo de 1967, alrededor de las 11 de la noche, los Floyd se permitieron una pausa del intenso trabajo en el estudio 3 de Abbey Road para aventurarse por la puerta conjunta, donde los Beatles se hallaban ocupadísimos pergeñando las sobregrabaciones de piano para ‘Lovely Rita’ –cuenta Norberto Cambiasso en su libro Vendiendo Inglaterra por una libra–. Después de todo, antes de convertirse en el productor del Piper, Norman Smith, el factótum de semejante excursión, había sido ingeniero de sonido en cada disco de los muchachos de Liverpool hasta Rubber Soul”.
La visita fue retribuida unas semanas después. McCartney, Harrison y Starr atravesaron el pasillo en el sentido inverso y vieron trabajar a los Floyd en algunos de sus soundscapes sonoros. McCartney no paniqueó. Barrett tampoco. Había algo del Piper en Pepper (“Bike”) y algo de Pepper en el Piper (“Good Morning, Good Morning”). Sí: en el providencial verano de 1967, el yin y el yang de la psicodelia se estaban grabando puerta de por medio. “Lo cierto es que Sargent Pepper es un clásico y Piper parece su hermano menor –dice Fabián Casas-. Un hermano menor muy volado, de esos que terminan preocupando a los padres por la manera de quedarse mirando el techo cuando están en la mesa. Ambos discos terminan con una señal sonora repetitiva e insoportable. Que sólo pueden entender los perros”.
A mediados de julio, el fotógrafo Vic Singh convocó a la banda en su estudio. Los vistió con las ropas más vistosas que encontró y utilizó un lente especial –cortesía de Harrison– para evocar un viaje psicodélico. Barrett hizo un dibujo para la contratapa y, con el disco en las gateras, deshecho el título inicial: Projection. Para entonces, sus compañeros ya advertían signos de alarma. El LSD que había propiciado parte del disco comenzaba a astillar el delicado equilibrio psíquico de Barrett. Parafraseando a Jung, allí donde antes nadaba, ahora comenzaba a ahogarse.
El trabajo, sin embargo, ya estaba hecho. The Piper at the Gates of Dawn fundó una de las ramas más fértiles del árbol genealógico del rock. Lo sepan o no, desde Mac Demarco hasta Él Mató están haciendo los ruidos que quieren gracias a este glorioso debut de 1967. Pink Floyd cambió de piel y Barret se fue a morir al sótano de la casa de sus padres, pero la onda expansiva trascendió el zigzag de sus existencias. Ahí está: en la estática de la televisión, en la biblioteca de los niños, en el primer pensamiento extraño. ¿No es maravilloso?
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