Su aporte a la lírica inteligente y sensual de Virus marcó un diferencial estético en la música; a sus 79, Roberto Jacoby rememora historias con Federico Moura, en una charla que evoca un legado de ironía y belleza; “Fuimos los primeros en poner a Maradona y Borges en un tema”
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La situación está lejos de ser perfecta. Por empezar es martes, es temprano y hace frío -en noviembre-. Para peor, en la mesa del café hay agua y, en el aire, una música melódica pero demasiado alta, que insiste en colarse en la charla.
¿Por qué será que algunos personajes -o su obra- están inexorablemente anclados a entornos voluptuosos, como una fiesta, como los viernes por la noche, como el verano y su irresistible aroma a pieles descubiertas? Roberto Jacoby desentona con lo anodino. En realidad, desentona con cualquier cosa y ambiente insustancial. Porque, cuanto más se lo escucha, más se piensa que todo esto debería estar ocurriendo en una playa, por ejemplo. Sobre la arena blanca de Leblon, mirando los cuerpos pasar desde una reposera, con anteojos negros y tragos de colores con sombrillitas. O en la ciudad, pero ya de madrugada -también con anteojos negros-, en un bar a oscuras y de concurrencia licenciosa. Después de todo, el hombre que escribió “A la vida hay que hacerle el amor, sin drama, con locura y pasión”, letra que se convirtió en un hit en la voz de Federico Moura, no merece menos.
Jacoby se ríe esta tarde de toda alusión a lo carnal y el sibaritismo. “La gente se piensa que todas esas canciones surgieron mientras la pasábamos bárbaro”, dice, “pero la verdad es que no estábamos de fiesta cuando componíamos. Estábamos encerrados y trabajábamos mucho”.
El encierro es, como quedará claro más adelante, un disparador de creatividad infinita para este artista y sociólogo que, además de sus obras y performances emanadas de su etapa como miembro de la Generación del Di Tella, se convirtió en el prolífico letrista de los temas más audaces del rock argentino con Virus, en tiempos en que hablar de placeres permitidos o no tanto -”a veces voy donde reina el mal”- y de ciertas cuestiones de género, no era cosa sencilla.
Así también, en el aislamiento -pero cuatro décadas más tarde y por una pandemia- fue que revisitó toda esa etapa y la plasmó en el libro Superficies de placer (Ed. Planeta), que publicó recientemente como un viaje de evocación a aquellos años, desde el día en que conoció a Federico Moura en un cumpleaños y tiempo después, en 1981, bajó a un sótano de la calle Defensa, en San Telmo, y se encontró con una banda bien lookeada y sonando a tope, frente a un público moderno y divertido, y se sintió por fin en una realidad paralela. “Una isla de alegría en medio de la cotidianeidad horrenda que se vivía”, recuerda.
Jacoby es un lobo de ciudad que ahora, desde 2020, vive en las afueras. Nacido en pleno corazón de Retiro, donde sus padres inmigrantes tenían un taller de costura, pasó la infancia en Plaza San Martín y considera las galerías de arte de la zona y hasta el propio Instituto Di Tella -que funcionaba en Florida al 900- como “su potrero”. “No puedo ser más céntrico, pero ahora no extraño nada de la ciudad”, cuenta. “Nunca imaginé que me iba a ir de acá, que iba a tener un gato, a apreciar la naturaleza. Pero uno cambia. Tengo 79; ya está, ya hice mucho. No, ‘mucho’, no”, se corrige. “¡Hice todo!”.
Lo narrable de ese “todo” se hamaca entre la sociología y el arte, donde desarrolló la mayor parte de su obra en colaboración -integró, por ejemplo, el proyecto Tucumán arde, en 1968-. También publicó poemarios y una novela, fue crítico de teatro, creó una agencia publicitaria ficticia, ganó la Beca Guggenheim, hizo una muestra en el Museo Reina Sofía, de Madrid y -lo que será el corazón de esta charla- escribió más de 40 canciones para Virus, una banda que fue pionera local de la new wave, con la estética como elemento inseparable de la propuesta artística.
Gente de confianza
-Vos tenías una trayectoria inquieta en el arte desde los años 60. Sin embargo, hay un encuentro que inaugura otra etapa en tu vida. ¿Qué te acordás del momento exacto en que conociste a Federico Moura?
-Lo conocí en un cumpleaños. En realidad, lo conocía ya de antes, porque era muy amigo de unos amigos míos. En ese momento, éramos todos como una familia. Moverse en los mismos círculos era entonces más importante que ahora. Porque hoy cada uno está con su celular, tiene aplicaciones y hace sus levantes así, pero entonces había que tener gente cercana, conocida, de confianza… Moverse de esa manera. Lo que ocurre es que quien me conoce ahora se imagina esa situación y piensa en un Federico famoso, reconocido en todo el continente, y en mí como un tipo grande. ¿Qué hacía ese viejo ahí? (ríe). Pero, claro, ni él era famoso ni yo era un viejo. Fue un encuentro en una fiesta.
-Más allá de la cuestión etaria, la pregunta es si Federico, con esa sensualidad elegante que exudaba, ya era “perfecto, hermoso, veloz, luminoso”, como después dijo la canción?
-No. Esa noche de la fiesta, que fue más o menos en 1973, era un tipo que estaba ahí. Vino un amigo y nos dijo: “Él es Federico. Él es Roberto”. Nos presentó, y listo. Nos caímos bien enseguida. Pero él se convirtió en lo otro mucho después. A mí no me pasó eso de quedar hipnotizado por su belleza, pero sí sentí de inmediato que era muy inteligente y gracioso. Hacía comentarios incisivos. A mí me gustaba la charla con él. Estábamos muy conectados porque a él le interesaba la estética. De hecho, diseñaba y tenía junto con un socio un local de ropa, Limbo, en la Galería Jardín, por donde yo pasaba a visitarlo de vez en cuando.
-Hasta que esas charlas y ese vínculo eventual se transformaron en una dupla creativa que firmó en conjunto decenas de canciones. ¿Cómo dieron ese paso?
-Eso sucedió porque, un día, le conté a un querido amigo que había vuelto a vivir al país [el artista Daniel Melgarejo, creador de la identidad gráfica del sello discográfico Mandioca y sus tapas] que estaba escribiendo unos textos que tenían potencial de canciones. Yo en 1979 había tenido hepatitis y me pasé tres meses en cama, haciendo reposo. Lo único que hice fue escribir. Daniel era, a su vez, muy amigo de Federico, que le había pedido referencias de algún letrista, porque ya tenía en marcha el disco de su banda pero quería revisar algunas canciones. Así empezó. Federico vino a mi casa, conversamos mucho, le mostré algunos textos, me dijo que me iba a mandar un casete con lo que ellos ya tenían, y se fue.
De ese primer encuentro en un departamento de Balvanera salió un himno, que fue también un signo de los tiempos, con base en una idea de Jacoby y el vertiginoso estribillo que agregó después Julio Moura. Ese que dice: Es el rock, rock, rock, es mi forma de amar; es el rock, rock, rock, es mi forma de ser….
Otra era musical
Virus surgió en 1980 en La Plata, de donde eran originarios los hermanos Moura (Federico, Julio y Marcelo, además de Jorge, el mayor de ellos, que fue desaparecido durante la dictadura). Su génesis fue una formación llamada Duro, en la que ya estaban Julio y Marcelo -junto con Mario y Ricardo Serra, y el bajista Enrique Mugetti-, pero el retorno de Federico de Brasil, donde había vivido un tiempo, actuó como catalizador para la nueva banda, cuyo nombre dolorosamente profético surgió a partir de una broma inocente: Julio Moura había pasado una temporada tan engripado, que sus amigos lo apodaban “Virus”.
El “artista del Di Tella” puso su impronta como letrista desde el primer disco del grupo, después de que aquel primer encuentro creativo implantara la mecánica de trabajo: Moura le enviaba los demos de la música, ambos conversaban o delineaban ideas de contenido para cada tema, Jacoby devolvía una primera versión que, luego, se ajustaba según las necesidades métricas o vocales.
Wadu-Wadu (1981) fue la puerta de entrada a otra era musical en el país, incluso antes de la inauguración formal, dos años más tarde, con la vuelta a la democracia. El álbum debut tiene, además de “El rock es mi forma de ser” (que Jacoby había escrito, paradójicamente, como un burla a las rimas ultra básicas de algunos músicos) y del veloz hit que da nombre al disco, una declaración de principios que, en ese tiempo, resultaba más un blasón de vanguardia que una propaganda de vida saludable: “Soy moderno, no fumo”. En sus 16 líneas, el tema esconde con sagacidad 14 marcas de cigarrillos, varias de ellas ya extintas: Ven, son tan particulares los cigarrillos/Pa’l mal que hacen son imparciales/Che, Ester, filtrá el humo….
“Lo más curioso es que yo escuchaba música extranjera… Bowie y ese estilo”, reflexiona Jacoby. “Por entonces yo sentía que, como decía Federico: “De los grupos argentinos, me importa un pepino” (risas). Esa era una canción y no la grabaron. Por supuesto, después, cuando en los 80 empezaron a salir tantas otras bandas de rock con propuestas interesantes, ya no pensaba eso. Él se refería a la época previa”.
-Virus inició una diferenciación con la “música joven” de los años 70, particularmente con la canción de protesta… En tu libro hablás de facciones opuestas: los resabios del hippismo y los psicobolches, y la new wave, que era considerada frívola por muchos.
-Sí, en todo sentido ya era otra búsqueda. Wadu-Wadu tenía el gen que iba a diferenciar a la banda, y por eso fue amado por muchos y detestado por otros tantos. En realidad, pienso que no se comprendía, todavía. Porque Virus era un grupo que invitaba al baile y estimulaba ese goce físico pero también proponía una gimnasia mental; las letras siempre permitían una doble o triple lectura.
-Anticipadas a su época, incluso. “Soy moderno, no fumo” surge de una anécdota genial.
-Exacto. En una fiesta, Federico se había encontrado con Felisa Pinto [la gran pionera del periodismo de moda, una verdadera It Girl antes de que se acuñara la expresión] y le convidó un cigarrillo. Ella lo miró y le contestó muy tajante: “Soy moderna, no fumo”. A él le causó mucha gracia, y se convirtió en canción.
Después del zarpazo inicial de Wadu-Wadu llegó Recrudece (1982), un disco que no logró la trascendencia de su antecesor, pero que tuvo como hito la canción “Me fascina la parrilla”, la primera del rock argentino en nombrar a Diego Maradona -”Los Moura eran fanáticos del fútbol; Federico era un gran futbolista”, apunta Jacoby- y, de paso, a Borges (Jorge Luis y Graciela), Carlos Gardel y Charly García.
Así, la banda siguió adelante librando una batalla cultural, celebrada por muchos, incomprendida por algunos y reprendida por ciertos sectores más conservadores, que poblaban los shows en vivo -verdaderos espectáculos multidisciplinarios, en los que participaban desde el actor Lorenzo Quinteros hasta Jean François Casanovas y el Grupo Caviar- pero, entre tema y tema, le gritaban al vocalista un insulto homofóbico de cuatro letras. Paradójicamente, el grupo había tenido ese año un gesto de notable valentía: fue uno de los pocos en decirle no al Festival de la Solidaridad Latinoamericana, aquel concierto organizado durante el gobierno de facto del general Fortunato Galtieri como un gesto de exaltación patriótica en plena Guerra de Malvinas.
Masividad y viajes “en taxi”
El retorno a la democracia alineó para la banda y sus artífices la época no sólo más festiva, sino también la consagratoria. En 1983 se editó Agujero interior, cuyo single en vivo arrancaba con Federico gritando “Hay que sacarse la ropa interior”, y un año después Relax -del cual Jacoby no participó-. Pero la confirmación total llegó en 1985 con Locura, un álbum fundamental en la discografía argentina, que disparó a Virus al apogeo de ventas y masividad, y emancipó por fin a la banda de los prejuicios que puertas adentro nunca había tenido -”Federico jamás tuvo pruritos”, asegura Jacoby- pero una parte de su audiencia sí. Es un disco rebosante de fogosas alusiones sexuales (En taxi voy, Hotel Savoy, y bailamos, dice Sin disfraz, o esas cositas fuera de lugar a las que alude “Pecados para dos”) y narcóticas, al estilo “Tomo lo que encuentro”, que según el autor fue exclusivamente interpretada como “drogológica”, cuando en realidad podría considerarse como la fuga de un amor tóxico.
“Los 80 fueron una descompresión. Tampoco sucedió de golpe, claro; llevó un tiempo sintonizar con otra cosa”, cuenta. “Además, los milicos no se habían ido totalmente. Pensemos en la cantidad de secuestros o intentos de golpes que hubo. No fue como levantar un interruptor para prender la luz y listo. Y, entre el público, lo que ocurría era que esos que iban y gritaban “put…”, creo que lo hacían desde una ingenuidad de adolescentes, ni siquiera sabían por qué; era algo que estaba en el aire. Eso se alivianó después, con Locura. Ya sabemos que el éxito”, sentencia, “todo lo-cura”.
Cuando los tabúes de la sociedad se atenuaron, Virus viajó a Brasil y compuso desde allí la cumbre del erotismo en toda su obra: Superficies de placer (1987), una oda a la piel y a las libertades, con letras que declaman un refinado adiós a la clandestinidad. Más aún, la portada es un dibujo colorido de unas prominentes nalgas masculinas -Jacoby insiste con que pueden ser femeninas, también- diseñado por Melgarejo, que lo hizo popularmente conocido como “el disco del culo”.
- Superficies de placer responde muy bien a una idea de “paraíso” que tenemos los argentinos: otro clima, el mar, la exuberancia…
-La etapa en Brasil fue linda, pero yo estaba trabajando, básicamente. No es que íbamos a bailar o a disfrutar tanto. Me la pasaba escribiendo. Había que escribir las canciones porque se grababa en un mes. Entonces, mi recuerdo es el de estar en Río de Janeiro, un lugar idílico, a dos cuadras del mar y con vista al morro Dos Hermanos, pero trabajando. Seguramente el entorno nos influenció. Pero fue un momento extraño; todo se fue complicando.
-¿Te referís al diagnóstico de Federico, que se supo en ese momento?
-Sí. Los chicos ya lo sabían. Sus hermanos estaban al tanto, porque habían visto el análisis, pero habían decidido no comunicarlo. Yo me enteré de regreso, ya en Buenos Aires, aunque ya se veía que su salud no era buena. Todo el tiempo tenía algo: estaba agitado, le dolía la garganta, tenía gripe… No tenía ganas de caminar ni de salir, y eso era una rareza. Por todas esas cuestiones, no fue un disfrute ese viaje. Y el retorno tampoco. ¡Con lo poco que se sabía en general del VIH…! En ese tiempo, nadie sabía qué hacer con lo que pasaba. No sabías si podías tocar esto o aquello, qué era seguro y qué no.
-¿Fue la primera muerte de tu entorno cercano?
-Fue una de las primeras, sí. Un tiempo espantoso.
-Y, aún así, la lírica mantuvo un glamour intelectual. Ya no eran letras divertidas, sino reflexiones de los vínculos personales, amorosos, sociales… Se habla de “Epocalipsis”, de “Polvos de una relación”.
-Siempre se exige una explicación para las canciones. En “Polvos de una relación” algunos volvieron a caer en la lectura convencional, de que el tema hablaba de la cocaína. Pero no, habla de mucho más: del fetichismo, del cuerpo como una mercancía y de esa fascinación, como una “adicción”, que ocurre también con el cuerpo del otro en una relación de amor. Y en medio de eso, la frase todo lo sólido se esfuma es algo teórico, filosófico, una alusión al Manifiesto Comunista; “todas las jerarquías establecidas se evaporan”. La canción, que compuso Marcelo Moura, dialoga con muchas cosas que, finalmente, hacen pensar que lo sólido se desvanece rápido, es un espasmo fugaz.
Federico Moura murió en Buenos Aires, en la madrugada del 21 de diciembre de 1988. El país estaba lejos de aquella primavera que había hecho florecer a Virus y tantas obras grandes bandas de la época, arrebatado por una crisis que se encaminaba hacia la hiperinflación. Roberto Jacoby colaboró con el grupo en un disco más, Tierra del Fuego, y en 1989 le dijo adiós a Virus y a Federico con “Despedida nocturna”. Su letra dice: Huye mi voz, marcha detrás la música de ayer. Te dejaré ecos de mí (…), te extrañaré.
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