Vía libre: luego de varias décadas en las que los autores, el compositor Philip Glass y el dramaturgo Robert Wilson, no aprobaban producciones escénicas fuera de la original, el gran coliseo porteño ofrece la propia, una versión reducida de tres horas y media; “Es una experiencia artística muy singular”, dice el régisseur Martín Bauer
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En 1957, el escritor inglés nacionalizado australiano Nevil Shute publicó una novela apocalíptica llamada On The Beach. Narra la historia de una comunidad australiana que se prepara para la muerte mientras espera la llegada de una radiación que proviene del hemisferio Norte, luego de una guerra nuclear. Cualquier relación con la teoría de la relatividad es simple coincidencia (luego hubo versiones televisivas). En 1975, el compositor Philip Glass y el régisseur y dramaturgo Robert Wilson crearon la ópera minimalista Einstein On The Beach. Cualquier relación con el título de Shute es pura casualidad. En 1994 (tres años después de su hit “Mr. Jones”), la banda californiana Counting Crows lanzó el tema “Einstein On The Beach (For An Eggman)”. Y esto sí que es pura influencia de la ópera de Bob y Philip, aunque se trate de una canción con estrofas y estribillo, que no hace otra cosas que rendirle tributo de la manera más directa el genial científico. En cambio, la ópera -esa de la que hoy estrena una versión local en el Teatro Colón- es pura abstracción, además de un tour de force que involucrará todos los sentidos del público que participe.
Glass y Wilson tomaron como punto de partida la idea de llevar a un escenario de ópera la historia de alguna gran figuras de la historia del siglo XX (no necesariamente la más amada). Luego de que se desecharan nombres como Chaplin, Hitler y Gandhi, coincidieron en Albert Einstein y pusieron en movimiento el engranaje de producción conjunta o (mejor dicho) secuenciada. Glass contó que simplemente puso sobre el atril todas las ideas desarrolladas por Wilson y a partir de eso escribió la música, sentado al piano. La obra cuenta con un grupo de cámara, coro y textos que fueron escritos por Christopher Knowles, Samuel M. Johnson y Lucinda Childs.
“A principios de 1973 un hombre me dio una cinta de audio que me dejó fascinado -contaba Wilson- La cinta se tituló A Emily le gusta la televisión. Se escuchaba la voz de un joven [Knowles, autodefinido como autista luego de que se le detectara un problema cerebral]. Hablaba continuamente creando repeticiones y variaciones de frases sobre Emily viendo la televisión. Empecé a darme cuenta de que las palabras fluían a un ritmo pautado cuya lógica se sustentaba a sí misma. Era una pieza codificada muy parecida a la música. Como una cantata o fuga funcionaba con conjugaciones de pensamientos repetidos en variaciones.” Es probable que de ese descubrimiento a la música de Glass hubiera unos pocos pasos.
El resultado final fue una obra que no cuenta un historia y que tampoco describe a un personaje desde un sentido biográfico o con el vuelo literario de una semblanza. Hay, eso sí, algunos elementos de la vida de Einstein, que atraviesan esta experiencia musical refinada e hipnótica, casi mántrica. Porque no hay que olvidar un dato para nada menor, que es su duración: la versión que subirá al escenario del Colón es más corta que la original. Solo dura unas tres horas y media. Hay óperas de muy largo aliento dentro del repertorio wagneriano de esa “longitud”, pero con descanso entre cada acto. Esta de Glass no tiene intervalos.
Y si se habla de versiones es porque hasta fines de la década pasada los autores no dejaron que se montaran producciones escénicas que no fueran las propias. Recién a partir de 2018 se pudieron ver versiones de este trabajo y este año el Colón propone la suya. El elenco incluye a Maricel Álvarez, Analía Couceyro e Iván García (narradores), Carla Filipcic-Holm (soprano solista), Marina Giancaspro y Gustavo Lesgart (bailarines solistas) y los músicos Daniel Robuschi, Patricia García, Fabio Goy, María Noel Luzardo, Lautaro Abrego Lucas Urdampilleta y Malena Levin, todos con la dirección musical de Léo Warynski, la dirección de escena de Martín Bauer, las coreografías de Carlos Casella, el concepto escénico de Mariana Tirantte y Matías Sendón y la dirección cinematográfica de Alejo Moguillansky.
Probablemente desde The Ring -aquella experiencia que tuvo debut y despedida en el Teatro Colón sobre la compilación de la tetralogía wagneriana, en una pieza única (con intervalos) de siete horas- no hubo un tour de force en esta sala, con estas características. A la producción que ahora se estrena hay que sumarle el hecho de que no tiene ningún “recreo” entre sus cinco actos y que se trata de la primera ópera minimalista, todo un hito dentro de la música académica.
“Además, no tiene una historia. No tiene cantantes ni un personaje que le dice a otro: ‘Te amo, te odio dame más’. Ni eso –explica Martín Bauer-. Hay un trabajo de gran abstracción en la obra de origen y luego nuestro trabajo. Le encontramos una vuelta para que tuviera un sentido hacerla. Es algo diferente”.
-¿Es una biografía extremadamente caprichosa?
-La referencia a él es mínima. El público apenas lo percibe. Algunos momentos tienen que ver con su vida. Hay dos escenas de juicio hipotético por la energía nuclear y la bomba atómica. Pero no se dice nada. El texto es abstracto. Por momento parece delirante. Es buenísimo. Es una experiencia artística o estética muy singular. La referencia a Einstein es tangencial. Sobre todo, por un gran protagonismo del violín, porque él tocaba el violín. Son detalles, pero no es lo esencial.
-¿Y lo esencial?
-No sé si al público le dice algo. Para mi es el gesto radical experimental de Bob Wilson y Philip Glass que todavía rebota y nos permite hoy hacer algo. Cómo ellos lograron una obra que te mantiene atento, sin la historia de dos personas que se enamoren o se maten. Es otro tipo de percepción. Y no cedieron en ningún plano. Hay textos que se pueden entender y que tradujimos al español. Otros van subtitulados. Una vez que tomás la decisión de montar la obra tenés una doble vía. Por un lado, se impone el gesto de origen, que tiene muchos años, pero sigue siendo muy potente. Casi no te deja espacio. No tenemos la angustia de la influencia, tenemos muy presente todo esto, pero hacemos lo nuestro. La teoría de la relatividad surge gracias a un eclipse que se pudo filmar. Por ejemplo: eso es algo que ponemos, aunque no está en la obra.
-Usemos un término bastante habitual hoy, en el desarrollo de espectáculos con sonido. ¿Cuánto tuvo que ver en esa situación “inmersiva” el carácter minimalista?
-Para mí mucho. No podría suceder con una obra de Schönberg.
-Sí con trabajos de Terry Raily o Steve Reich.
-Claro, aunque no tienen obras tan largas. Esta música es muy interesante cuando la observás en la partitura. Es muy compleja y muy fuerte escucharla en vivo. Hay dos momentos que están en el original y por supuesto respetamos, que son difíciles de tocar. El coro solo dice números o nombres de notas. No dice Albert. Creo que llegó en el momento cultural justo y fue heredera de un experimentación previa de [John] Cage o [el coreógrafo Merce] Cunningham.
-¿A Einstein On The Beach realmente se la puede considerar una vuelta de página en la historia de la producción de ópera?
-Sí por su concepción de estructuras. Tiene actos. Además, ellos inventaron lo que se llama KneePlays y son articuladores. Creo que fue una irrupción que tenía que ver con esa época. Para mí, es un punto de inflexión. Ojo, no sé cuánto esto se mantuvo después. Hay compositores que aun yendo al forzamiento del género, siguen siendo parte de una corriente tradicional que asume el paso del tiempo. Esto es otra cosa. Glass usó su propio ensamble, un coro que dice números y notas en todas sus intervenciones. Y eso no te cansa.
-¿Cómo se hace una versión cuando la puesta en escena y la iluminación de algún modo son parte de la partitura?
-Sí. Sin duda. Hay una situación paradójica. Hasta 2018 no estaba permitido hacer una versión escénica. Ahora sí.
-¿Y por qué habrá sido?
-No me lo puedo imaginar. Supongo que Bob Wilson siempre fue híperceloso de sus trabajo. En la época de Einstein venía de hacer trabajos realmente experimentales, como The Deaf Man. En un momento trabajó como un régisseur de obras más tradicionales. No sé porqué tomaron la decisión de que otros la pudieran hacer. Presumo que luego de cuatro décadas de representarla, pensaron que ya no la iban a hacer más, que podrían hacerla otros. Están vivos, son gente grande, de más de 80. Evidentemente, le tenían a un gran cariño a esta obra.
- ¿De qué manera se cuenta para el público de hoy?
-El lenguaje de la danza es otro. En eso sí la obra te da un margen. La organización de los textos es un poco diferente y el material cinematográfico es actual. No olvidemos que hoy la gente no lee una noticia en el teléfono por más de cuarenta segundos. Por eso creo que es una gran apuesta. Pero creo en la percepción del público. Creo que está esperando materiales tan nobles como este. Lo que siempre quiero hacer notar es que se presenta en Buenos Aires por el impulso que está teniendo el teatro y la decisión de Telerman, su director. Buenos Aires es una ciudad con reserva cultural enorme. Hay público para todo. Sigue siendo una ciudad sofisticada con una sociedad ávida a la que le importa la cultura. Todo esto, más allá de si hay más o menos plata, más o menos orquestas. Por eso es que, desde este lugar, no hay que aflojarle a la exigencia. No hay que ir al pie de la demanda sino ofrecer cosas que sorprendan. Que eludan el lugar común. Y confío mucho en la atención de la gente en esta obra. Trabajamos para eso.
-¿Qué es lo que más costó de la versión?
-Por suerte resolvimos bien muchas cuestiones. Hicimos una especie de guion cinematográfico. El cine ocupa dos tercios de la obra. También un aria, con una cantante que es del corazón de la ópera, Carla Filipcic-Holm. Hay, además, una coreografía de los tres actores. Sumamos variantes para que ese relato no argumental fluya.
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