Eartha Kitt, única y sensual
Un simple café es algo que resulta impropio pedir en el Café Carlyle, el salón que Woody Allen certificó en "Hannah y sus hermanas" como uno de los puntos sobresalientes de Manhattan, porque en realidad se trata del bar de un hotel de lujo que al anochecer se convierte en restaurante con música y donde todo -hasta los murales imitación Lautrec, pintados por Marcel Vertes-, permanece tan suntuoso como cuando lo inauguraron, en 1955.
Con un derecho de mesa que rara vez baja de los cien dólares por comensal y la obligación de gastar por lo menos otro tanto en comida, debe de ser el restaurant-concert menos popular de la Tierra. Sin embargo, en ese espacio donde no caben más de noventa personas sólo actúan intérpretes de grandes canciones populares del pasado. Durante treinta y seis temporadas fue fácil programar las noches del Carlyle, porque invariablemente un semestre lo llenaba Bobby Short, que cantaba desde el piano el gran repertorio de Gershwin, Porter y Coward, pero ese fascinante artista, que allí fue envejeciendo hasta transformarse en el último vestigio de elegancia y refinamiento en la ciudad, finalmente murió hace poco más de un año.
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Hasta ahora parecía que no iban a encontrar una atracción de reemplazo, pero contrataron a Eartha Kitt por todo junio y tanto la repercusión periodística como la demanda de mesas indican que puede ser ella quien se instale en el Carlyle de manera estable, lo que significaría una ratificación más -la anterior fue hace un lustro, cuando volvió a arañar un premio Tony por el musical "The Wild Party"- de que, a punto de cumplir ochenta años, no declina el poder de seducción que la convirtió en una de las grandes estilistas de la segunda mitad del siglo XX.
Cuando a principios de la década del cincuenta comenzaron a sonar "Monótono", "Quiero ser mala", "C est si bon", "Uska Dara", "Santa Baby" y demás discos que impusieron a Eartha Kitt, el escándalo fue enorme, igual que si alguien llegara a tomar por asalto el barrio tranquilo del pop para instalar una zona roja donde hasta entonces sólo podían cantar rubias ingenuas o adolescentes envejecidas.
A ninguna mujer negra se le había tolerado semejante despliegue de voluptuosidad y tampoco nadie se atrevió a "poner nerviosos a los hombres", como ella dice, interpretando de manera desafiante, en lenguas extranjeras y con voz similar a un maullido, canciones en las que se ofrecía despectivamente a cambio de algo costoso.
Fuera de Lena Horne y Hazel Scott, con sensualidad esterilizada en estudios cinematográficos, no hubo símbolos sexuales negros que cantaran antes de Eartha Kitt, que no se podía afirmar fuera norteamericana y acentuaba el misterio de su origen con la personalidad exótica que se había inventado cuando formaba parte del ballet de Katherine Dunham.
Hasta entonces, su vida parecía la mezcla del cuento de Cenicienta con un capítulo de "Fama": huérfana de los algodonales de Carolina del Sur, abandonada en la miseria y criada por una tía cruel en el sector latino de Harlem, que logra estudiar arte dramático, huye de su casa para sumarse a una gran compañía de danza moderna, recorre Europa, enamora a Porfirio Rubirosa, hace teatro con Orson Welles y triunfa en Broadway cantando en la revista "Caras nuevas de 1952" un tema a su medida: "Monótono".
Al revés de otras novedades momentáneas, la revelación del enigma no disminuyó el interés por sus discos, porque la Kitt tenía una voz rara, pero inconfundible; sabía establecer complicidad con el oyente gracias a un magistral manejo del doble sentido; parecía inteligente, y además era capaz de cantar en muchos idiomas.
Su francés siempre fue irregular; el portugués, incomprensible y, aunque es difícil decir si habla bien turco, japonés o tagalo, se la escucha tan segura y convincente cuando lo hace que obliga a prestarle atención. Lo mismo ocurre con el español, que habla desde chica, pero pronuncia defectuosamente, lo que no ha impedido que su conmovedora versión de "Angelitos negros" fuera la definitiva y que, cuando otro canta la canción, parezca extraño que diga "iglesias" y no "inglesias", igual que Eartha Kitt.