Drexler, Cabrera, ruidos y ruiditos
La semana pasada, Jorge Drexler utilizó una cajita de fósforos como único acompañamiento para el primer opus de sus conciertos en el Gran Rex. Se trata de "Transporte", una canción con aires de samba incluida en su disco Eco, de 2005, en cuya grabación original contaba con un lujoso tándem percusivo: el brasileño Marco Suzano en pandeiro y shaker y el Pitufo Lombardo en tambor surdo. Sin embargo, al comienzo de Silente, este espectáculo minimalista y conceptual en torno al silencio, la percusión es austera e informal. La referencia es clara: desde hace dos décadas, Fernando Cabrera -uno de los faros estéticos de Drexler- utiliza ese mismo artefacto, la cajita de fósforos, como si fuera un shaker, inspirado en esa práctica cotidiana de los parroquianos cantarines que pululan en los botecos de Río de Janeiro. La canción se llama "Viveza" y marca el pico de magia y magnetismo de cada uno de sus conciertos. La decisión de Drexler funciona como un homenaje y guiño para los iniciados.
Fue sobre ese mismo escenario, el del Gran Rex, que Fernando Cabrera cantó por primera vez en Buenos Aires, como invitado de Jorge Drexler, en diciembre de 2002. Por ese entonces, además, Drexler lo mencionaba en todas las entrevistas de su agitada ebullición mediática, y contaba que en los 80 lo había perseguido varios años sólo para mirarle la mano derecha. "Yo estaba muy abocado a la guitarra esos años. Y pensaba que así incorporaría algo de su minimalista precisión instrumental", me contó Jorge en 2013. "En realidad, hoy entiendo que, sin darme cuenta, iba aprendiendo cosas en muchas más áreas, tanto interpretativas como compositivas. Por poner un ejemplo curioso: dónde situar la mirada. Fue en gran parte viendo a Cabrera que entendí que la intención sigue tanto a los ojos como a la voz. Fernando es un maestro de eso: varias veces durante un concierto sitúa los ojos en una ciudad imaginaria y hacia allá vamos todos los oyentes."
El primer concierto como solista de Cabrera en Buenos Aires fue en La Trastienda, en mayo de 2003. Esa noche, le pedí a Fernando un souvenir que todavía conservo: la cajita de fósforos marca The Lion que usó para cantar "Viveza". (Son trece fósforos brasileños: siete estaban usados, y otros seis se mantienen intactos.) El hecho de que esa cajita hubiera sido un regalo del Pitufo Lombardo (que como les conté grabó con Drexler) confirma, de algún modo, que la vida siempre vuelve a su forma circular.
Sentado en la butaca del Rex, y con el correr de los días, no pensé solamente en Cabrera, sino en un largo derrotero de mi educación sentimental vinculado a varios instrumentos informales. Me acordé, en primer lugar, de Osvaldo Ricci, que tocaba el peine con la Antigua Jazz Band. Sí, un peine envuelto con un celofán, que emulaba el sonido de un kazoo o, más bien, de una trompeta. Y también de Nacho Rodrigo Magro, que en una adaptación criolla amplificaba su scat con un mate calabaza. Y, por supuesto, de muchos bateristas del estilo de Nueva Orleans, como Pepe Bernárdez, de la Fénix; Roberto Tullet y Rubén Orqueda en la Antigua; y Norberto Méndez en la Porteña, que tocaban una tabla de lavar forrada en chapa, con dedales de metal. El chiste habitual era (es) que no les alcanzaba la plata para comprar el lavarropas (¡cuac!). A partir de Cincinatti Washboards, emprendimiento de Luciano Pellegrini (de La Familia de Ukeleles) las tablas de lavar experimentaron un auspicioso revival que llegó hasta artistas como Ed Sheeran, Mon Laferte y Gustavo Santaolalla. Y que también son utilizadas por nuevas agrupaciones de swing como los Hot Shooters, Los Jivers y el grupo de Inés Estévez. Entre los intérpretes actuales, se destaca el maestro Hernán Avella, que reparte su talento entre la Orquesta Brazofuerte, la Fénix y la Porteña Jazz Band.
También pensé en aquellos conciertos en el Club del Vino, en los que Kevin Johansen llenaba copas con distintas cantidades de agua y construía una especie de xilofón, para acompañarse mientras cantaba "Living in a Story". En Santiago Vázquez grabando percusiones con escobas y sartenes. Y en la legendaria Judith Akoschky, la creadora de Ruidos y Ruiditos, con quien tomé mis primeras clases de iniciación musical. A fines de los 80 editó un libro maravilloso, Cotidiáfonos, que retomando la tradición de las jug bands, proponía utilizar los elementos cotidianos para hacer música. Una idea que, tres décadas más tarde, se confirma a gran escala.
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