El exquisito pianista, que esta semana dará tres conciertos en el Colón, explica cómo su país se convirtió en uno de las grandes usinas de talento de la música académica, recorre su cercana relación con Martha Argerich y la difícil tarea de “sobrevivir” en lo más alto: “Cuanto más extrema es la angustia que experimento, mejor es la música que logro”
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Detrás del rostro apacible y angelical del pianista Dong Hyek Lim —uno de los más exquisitos representantes del llamado “boom coreano”–, se esconde una personalidad intensa, un carácter férreo y un caudal enorme de emociones tempestuosas que alimentan una pasión identificada con el Romanticismo: la exaltación de los sentimientos frente a la objetividad, las reglas, las formas y la razón.
Lo que se conoce como el “boom coreano” es el fenómeno surgido a comienzos del milenio por el cual Corea del Sur logró instalarse como uno de los países más exitosos y competitivos del mundo clásico a nivel global, obteniendo los primeros premios de los más arduos concursos internacionales de piano durante más de dos décadas. Lim es uno de esos grandes virtuosos que ha dado Corea en su propósito de descubrir prodigios y formar pianistas desde una edad muy temprana en base al talento individual, el estudio y la disciplina rigurosa, la perseverancia apoyada en la familia y el Estado, el estímulo de la competencia y el entrenamiento implacable. Sin embargo, no es la destreza ni el virtuosismo apabullante lo que más destaca en Lim. Es el refinamiento de su sonido, la delicadeza y la sensibilidad, la densidad y trascendencia de su interpretación.
Dong Hyek Lim nació en Seúl en 1984. A la edad de 12 años se convirtió en el participante más joven del Concurso Chopin de Moscú (del que obtuvo el segundo premio; su hermano mayor empató en el primero) y, en París, en el ganador más joven de la medalla de oro en la historia del Premio Long-Thibaud, sumando otros cinco galardones especiales dentro del mismo certamen, por nombrar solo dos de los grandes torneos en los que su fabulosa participación ha dejado una marca indeleble. En 2001 batió otro récord como el pianista más joven en firmar un contrato de grabación con EMI Classics. Recibió el premio Diapason d’or en Francia por su álbum debut para la colección Martha Argerich Presents, lanzado hace 20 años, en junio de 2002.
Antes de llegar a la Argentina a sumarse al Festival Argerich en el Teatro Colón, ofreció esta entrevista desde Berlín. Habló de su país natal, de su formación en Rusia y Alemania, de su naturaleza musical romántica y del duelo al que se bate consigo mismo, enfrentándose, solo bajo las luces del escenario, con los fantasmas de sus límites, sus deseos y ambiciones.
—¿Cómo explicás, desde tu perspectiva como uno de los protagonistas sobresalientes del fenómeno coreano, la causa detrás de tantos triunfos?
— Lo primero que puedo decir es que nada de todo esto sucedió por casualidad. A comienzo de los 2000 los músicos coreanos no éramos conocidos en Occidente. Pero desde el inicio del nuevo milenio hasta aquí, Corea ha dado muchos pianistas exitosos. Yo soy uno de ellos. Gracias a ese éxito, la música clásica se ha hecho más popular y ha motivado a que más jóvenes la estudien. Por otra parte, Corea tiene una historia particular: tuvimos una guerra y tenemos un país dividido. Hay en nosotros un dolor muy profundo y algo especial en el corazón, algo fuerte que nos acerca a la música. Es difícil de explicar. Si tuviera que nombrar esa pena tan honda y dolorosa, diría una sola palabra: resentimiento. Obviamente que después se necesitan muchas cosas más para triunfar en la música clásica, pero todo esto combinado — nuestro dolor esencial y la fuerte motivación por el estudio que ha marcado a las nuevas generaciones — ha dado este resultado extraordinario que hoy vive Corea del Sur.
— Con una trayectoria magnífica en los concursos más rigurosos del mundo ¿has disfrutado de esa experiencia tan fuerte, constructiva para unos y destructiva para otros?
— Desafortunadamente, para muchos de nosotros, la competencia es el único camino por el cual tocar las puertas del mundo para hacernos conocidos y conseguir conciertos. De hecho, son muy pocos los pianistas que se hacen famosos sin haber ganado los grandes concursos mundiales. Claro que la competencia no es placentera, pero ese es el camino, es la única forma de que algo sea accesible a todos por igual. Pero, aún si uno consigue esa consagración que dan las medallas de los concursos internacionales, hay que tocar mucho y muy bien durante muchos años para establecer un nombre y una posición en el mundo. Quizás, la parte más difícil es esa: el desafío posterior, porque después uno lucha constantemente contra un padecimiento que es terrible y porque cuesta horrores mantenerse allí, en el escenario, luchando contra las fobias y el estrés. Por eso digo que los premios son absolutamente necesarios, pero más importante y decisivo es lo que viene después, es sobrevivir.
— Desde tu formación más temprana en Corea, has seguido un itinerario que te llevó a estudiar en Rusia, Alemania y EE. UU., ¿qué te ha marcado de cada uno de esos sistemas?
— Yo “me hice” en Rusia. Considero que no es la mejor escuela para aprender Mozart y Beethoven, nada racional ni controlado, pero sí para los románticos y para la música rusa que es honesta, sincera, temperamental y apasionada. El 90 por ciento de mi pianismo y de las líneas básicas de mi toque están construidas en Rusia. Pero dado que la música no es solo emociones, sino también conocimientos, inteligencia y racionalidad, decidí buscar un balance en mi formación y me fui a Alemania. Allí incorporé aspectos que le dieron a mi toque el equilibrio que estaba buscando. Finalmente fui a trabajar con grandes pianistas como Emanuel Ax y Richard Goode en los Estados Unidos.
— A partir del vínculo tan estrecho con Rusia, ¿qué reflexión te cabe la guerra en Ucrania?
— La guerra es una tragedia para todos y hay que tratar de verla sin sesgos de ningún lado. Es una tragedia para el pueblo ucraniano que sufre perdiendo sus hogares y sus seres queridos. Lo es también para los rusos, incluso los civiles, que por la decisión de un solo político deben enfrentar las consecuencias. Es una tragedia para los músicos que han sido prohibidos en tantos escenarios, aunque creo que ellos, en su mayoría, solo saben de música y son ingenuos, lo cual es una pena. De todas formas, espero que pronto llegue el día en que sean bienvenidos y juzgados por su interpretación musical y no por su posición política.
— Volviendo a la música: de ese 90 por ciento del pianismo que te define, una pregunta que la mayoría rehuye: ¿qué te hace único y original?
— Me conozco bastante como para poder afirmar lo que soy: que mi interpretación llega al corazón de la gente, que mi música tiene la capacidad de conmover, que tengo un sonido propio y unos colores especiales. Yo me propongo ser esto que soy. Soy mejor en lo romántico, en Chopin y mucho más en Schubert. Pero también puedo definirme por lo contrario, por aquello que es lo menos en mí: la música bajo control y los sistemas estructurados. No es mi territorio el mundo racional de Brahms o de Beethoven, por ejemplo. Sí admiro a quienes tocan una música regida por una estructura sólida pero cada uno tiene su tendencia y la mía es definitivamente la pasión, los colores, el romanticismo. Mi naturaleza es demasiado hot, es todo lo contrario de lo frío. Por eso no puedo interpretar el control ni la frialdad.
—¿Y por eso has elegido interpretar las dos últimas sonatas de Schubert? [grabadas recientemente para su álbum Schubert Piano Sonatas para el sello Warner Classics]
— Con esas sonatas tengo además un vínculo intenso. Schubert es mi especialidad. Algunos lo definen como un compositor clásico, otros como un romántico. Yo lo entiendo como mitad y mitad, y esa combinación tan típica de su lenguaje es perfecta para mí, para la búsqueda de las cualidades clásicas a las que siempre aspiro. Si muero por una música es por lo trágico, por lo más amargo y dramático de esa música. Espero poder mostrarle al público de mis conciertos en la Argentina cómo suena lo trágico en la voz de Schubert, en la belleza de esas obras tan profundamente filosóficas que compuso al final de la vida, en el año de su muerte.
—¿Y Chaikovski?
— No lo elegí yo… Lo eligió el Teatro Colón. En realidad, yo hubiera preferido tocar el segundo de Rachmaninoff, que me representa mejor. Pero toqué Chaikovski más de cien veces así que lo conozco muy bien y por lo tanto puedo mostrar cómo debe sonar à la rusa la música rusa: apasionada pero noble, emocional pero distinguida, sentimental pero nunca barata. Puedo mostrar ese tipo de sonido y de interpretación donde la pasión y el sentimiento jamás se vuelven vulgares.
— Mencionaste entre los desafíos de una gran carrera y de las batallas interiores que libra el pianista, las fobias, el pánico escénico, la aversión al público ¿Cómo se manifiesta y se domina un sentimiento tan poderoso?
— Sufro antes de cada concierto. Sufro mucho. Es una lucha contra los nervios, las tensiones, el estrés. El público a veces me desconcentra si está haciendo movimientos o ruidos raros y a tal punto me distrae que desvío mi mirada hacia la platea porque me resulta perturbador. Así es la fobia. Sin embargo, hay algo adictivo en esos nervios que son como una droga: dependo de ellos para exigirme y para tocar mejor porque si solo fuera sufrir, un día tendría que dejar los conciertos.
—¿En esa adrenalina que te dan los nervios es donde encontrás la fuerza y el impulso para la superación pianística?
— Sí. Porque los nervios me exigen estar mejor preparado. Si para un concierto me preparé al noventa por ciento, antes de salir al escenario voy a estar preocupado, con lo cual en un rendimiento normal tocaré al 30 por ciento o incluso menos, a un 20 por ciento de lo que yo considero la perfección, la más alta calidad. Así sucede habitualmente. En cambio, si yo uso ese sufrimiento para exigirme más y para prepararme mejor, el resultado final será el perfeccionamiento de mí mismo, porque como el cien por ciento ya no me sirve para calmar la intranquilidad, llevo mi training al 300 por ciento. Es curioso, pero cuanto más intensa y extrema es la angustia que experimento, tanto mejor es la música que logro. Y cuando una presentación ya no me produce esa inquietud o me hace sentir relajado o indiferente, no alcanzo un rendimiento tan alto como pretendo. De modo que sí, cuando ese sufrimiento está, en el fondo deja de ser algo malo porque al querer superarlo, se transforma en el motor de mi superación, la causa por la cual trabajo y soy mejor.
— Decís que tendrías que dejar de tocar en público si solo te atormentaras…
— Sobrellevo el peso de esa fobia, pero hay una segunda parte. El proceso es como un círculo donde una cosa me lleva a la otra, es como una droga, un narcótico, porque si ese es mi motor para tocar mejor, luego, cuando estoy tocando, siento algo así como un hielo que comienza a derretirse de a poco y es un desahogo enorme que se lleva todas las tensiones, y ese nerviosismo inicial que tanto me pesaba, empieza a transformarse en felicidad. Es una catarsis, una sensación orgásmica. Por eso un concierto es tanto sufrimiento y tanto placer a la vez. La catarsis es tan poderosa que compensa todo lo demás.
— Si el cien por ciento es el todo ¿qué sería prepararse al 300 por ciento?
— El cien por ciento implica que uno toca muy bien, ¡realmente muy bien! Pero en su casa o en su estudio. Estar preparado al cien por ciento es eso: ser excelente para sí mismo. Prepararse al 300 por ciento quiere decir que uno debe lograr ese mismo nivel de excelencia y permanecer allí mientras las manos no paran de temblar, mientras se está luchando contra varios obstáculos, frente al público, lidiando con los nervios en todo el cuerpo… y aun así tocar maravillosamente. Cuando hay fobias, el entrenamiento debe ser más duro, más largo, más intenso, más profundo. No todos sobreviven a esto. Por eso digo que, después de ganar todos los premios del mundo, lo más importante es resistir.
—¿Te sentís como Martha en ese sentido?
— Sí, somos similares en eso, nos parecemos mucho. Martha es como una madre para mí. He compartido con ella todas las penurias de mi vida personal y sentimental. Me siento reflejado en ella, aunque nunca diría que puedo tocar como ella porque cuando la veo, me siento tan intimidado que me digo: “yo debería dejar el piano”. Somos similares no solo como personas, sino también en el modo de ver la música, de vivir la situación de los conciertos y de ponernos mil excusas para evitar el escenario. Me siento cerca de ella y espero que eso sea mutuo. Ver el sufrimiento que padece ante el escenario es un gran consuelo para mí porque pienso: si la más increíble de todos los pianistas sufre en ese momento tanto como yo, ya tengo un consuelo. No estoy tan solo en el mundo.
Para agendar
Festival Argerich: Dong Hyek Lim se presentará el miércoles, en un programa con obras de Schubert; el jueves, con obras de Chaikovski con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, y el sábado, en un concierto a dos pianos con Martha Argerich, interpretando obras de Saint-Saëns y Prokofiev. Todas las funciones serán a las 20, en el Teatro Colón.
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