Divorcios tangueros de ayer y de hoy
Durante lo que fue el gran período de esplendor del tango iniciado en la década del cuarenta del siglo pasado, cada vez que un cantor dejaba la orquesta en la que se había vuelto famoso, la reacción se asemejaba a un disgusto de multitudes, presentido, inevitable y esperado, pero lo mismo sufrido como una pérdida irreparable.
No tanto cuando se trataba de la mudanza a otra típica, para dejar de aguantar a determinado director, tener más protagonismo o ser pagado mejor. Lo que se vivía angustiosamente, como si se tratara del final de un ciclo glorioso y el comienzo de otro incierto, era la transformación del cantor de orquesta en solista, una categoría superior que no perdonaba el fracaso ni permitía el retorno digno al segundo plano.
La primera fuga masiva de cantores ocurrió a comienzos de 1944, cuando Roberto Rufino abandonó a Di Sarli; Héctor Mauré se fue de la orquesta D Arienzo; Troilo despidió a Fiorentino, y Tanturi perdió a Alberto Castillo, que ya era una gran figura y continuó creciendo durante más de medio siglo.
La disolución de asociaciones legendarias que parecían imprescindibles para la existencia del tango se aceleró: Angel Vargas dejó a D Agostino; Alberto Marino, a Troilo, y Julio Martel, a De Angelis. Más tarde, Alberto Morán le dijo adiós a Pugliese luego de nueve años, Héctor Varela perdió simultáneamente a Rodolfo Lesica y Argentino Ledesma y el último de los ídolos masivos, Julio Sosa, se separó de Pontier.
Para entonces, las rupturas preocupaban menos, porque sobraban los buenos cantores de reemplazo y los directores sabían dónde encontrarlos, o cuánto ofrecer para robárselos a un colega. En cuanto a los independizados, nada se perdía, ya que lo habitual era que organizaran un conjunto similar al que habían dejado y que a veces se llevaran unos cuantos ejecutantes y algún arreglador.
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Edmundo Rivero y Mauré fueron de los pocos que se arriesgaron a actuar con guitarras y adoptar el formato de recital en sus comienzos como solistas. Los demás necesitaban que la gente se hubiera sacado las ganas de bailar para aparecer; por eso empleaban conductores excelentes -Castillo y Marino, a Emilio Balcarce; Vargas, a Eduardo del Piano; Morán, a Armando Cupo; Sosa, a Leopoldo Federico-, y quedaban ellos como cantores de su propia orquesta.
Los que corrieron exitosamente el riesgo de la independencia fueron menos que los que permanecieron en el sistema orquestal mientras el tango tuvo vigencia popular, lo que creó una jerarquía intermedia de cantor estrella sin dueño que iba de una agrupación a otra, a veces fuera del país, sin cambiar de estilo ni repertorio, que arrastraba a un público cautivo numeroso, como ocurrió con Alberto Podestá, Raúl Berón, Roberto Arrieta, Horacio Deval, Jorge Ortiz, Floreal Ruiz, Carlos Roldán, Jorge Durán, Oscar Serpa, Roberto Florio y el mismo Rufino.
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Si el tango era capaz en el pasado de encontrar la fuerza para superar el fin de las asociaciones artísticas más queridas y aceptar como solistas a los desertores, habrá que ver si sucede lo mismo con el primer divorcio importante en esta etapa de recuperación, porque Ariel Ardit se fue de la orquesta El Arranque, que lo inventó como cantor y acaba de publicar un álbum titulado con sus iniciales, Doble A , a pesar de que ni por un segundo se escucha ahí la voz del bandoneón.
Es un dato suficiente para entender que la intención de Ardit al largarse solo se parece más a la audacia de Rivero que al conformismo de Sosa en el mismo trance, porque lo que plantea no es una continuación de lo que hizo durante siete años con El Arranque y tanto gustaba, sino una apertura a instrumentaciones inesperadas en él: una o dos guitarras en ciertos temas y pequeños conjuntos de cámara con preponderancia de cuerdas en otros.
Lo que se mantiene igual es su talento para elegir lindísimos tangos que se han dejado de cantar y el modo de expresarlos que lo diferenció de cualquier otro recién llegado y debería servir para establecerlo, porque se trata de un estilo transparente y sano, que no necesita de Roberto Goyeneche para ser feliz, y más que referencia a determinados vocalistas del pasado es una reconstrucción perfecta de la sensibilidad que les permitía hacer un clásico con poco y nada.