Demare, un clásico
Excepto los músicos populares, cualquiera tenía derecho a su instante de fama durante la extravagante fiesta de creatividad que se vivió en Buenos Aires en los años sesenta del siglo pasado. Nada menos que el rock en castellano nació en ese entonces, solo y sin que nadie lo considerara digno de incorporar al fenómeno, ignorado lo mismo que el tango, con el que no se llevaba bien y andaba cerca de la extinción, porque el triunfo de Piazzolla con "Balada para un loco" parecía más el fin de una época que su reactivación.
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A quienes fueron protagonistas secundarios de la noche porteña sólo les había quedado grabar para sellos sin distribuidor, hacer el ridículo en televisión o presentarse en el infame circuito de cantinas de la avenida Perito Moreno, que desapareció cuando construyeron la autopista, mientras los grandes nombres que no cambiaron de actividad permanecían atrincherados en salones concurridos por turistas.
En el peor momento de aquella crisis - agosto de 1969-, Lucio Demare inauguró en San Telmo un piano-bar propio en el que habría de pasar los cinco años que le quedaban por vivir. "Malena al Sur" se llamaba, en alusión a su conocido tango, y no parecía posible imaginar ambiente más adecuado a la sutileza musical del propietario que ese sobrio espacio diseñado por el escenógrafo Saulo Benavente como si se tratara del set de una película que nunca llegó a rodarse.
Nacido en el corazón del Abasto -Gallo y San Luis, el miércoles se cumplirá un siglo-, desde los ocho años Demare no paró de tocar el piano donde fuera necesario y admitieran a un chico para hacerlo. Acompañó películas mudas y floor shows en cabarets de la calle Corrientes, instruyó a Imperio Argentina, actuó en orquestas que se decían de jazz y rápidamente encontró su destino en la organización de Francisco Canaro, que se lo llevó a París a vivir la euforia típica del músico joven con mucho para gastar.
Allí compuso "Musette" y el genial "Mañanitas de Montmartre", conoció a Gardel, que le grabó "Dandy", condujo la Orquesta Típica Argentina y con sus cantores, Agustín Irusta y Roberto Fugazot, formó un extraño trío -piano y dos voces que no siempre eran un dúo- exitoso en España pero no en Buenos Aires, a donde retornó para instrumentar las comedias musicales de Canaro y finalmente organizar una típica que con sus primeras grabaciones -"Telón" y "La racha"- anticipó el período de esplendor que le esperaba al tango.
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Sin llegar a figurar nunca entre las favoritas del público, la orquesta de Lucio Demare fue de las más sutiles y sentimentales que se podía escuchar en la década del cuarenta, cuando lo que sobraban eran conjuntos de tango arrolladores. Tenía a favor el piano del director y sus magníficas composiciones: "Pa mí es igual", "Negra María", "Malena", "Mañana zarpa un barco", "Tal vez será su voz", "Luna", "Solamente ella" y muchas más que otros convirtieron en suceso, porque, fuera del año que contó con Raúl Berón, sus discretos vocalistas no podían compararse con los de Troilo, Di Sarli o Caló.
También resultó perjudicada por la falta de continuidad impuesta por el cine, porque Demare fue el músico de tango que más compuso fuera del género para películas nacionales, no sólo "La guerra gaucha", "Su mejor alumno" y otras dirigidas por Lucas, su hermano menor, sino también obras importantes de Soffici y Chenal, a las que tampoco aportó nada memorable.
Estuvo entre los primeros en vislumbrar el ocaso de las orquestas típicas -desbandó la suya a comienzos de la década del cincuenta- y de todos los directores significativos fue el único que no se resistió a presentarse como solista, algo que parecía disfrutar cada vez más con el paso de los años y lo llevó a madurar deliciosos recitales en miniatura en los que sus tangos se entremezclaban con los de Bardi, Cobián y Arolas como la cosa más natural.
"No quieren comprender que todo ha cambiado, la música, la ciudad, la gente, nosotros mismos hemos cambiado", declaró Demare a quien escribe estas líneas durante una entrevista cuando la apertura de "Malena al Sur" y, en otro intento de despegarse de su generación y mostrarse a la altura de los tiempos, agregó: "Yo no soy un tradicionalista". Y estaba en lo cierto, porque aunque trataba de pasar por hombre de la vanguardia, ya había dejado de ser un maestro del pasado para convertirse en clásico.