Cuando Estados Unidos sacó a relucir su arma secreta en plena Guerra Fría: el jazz
De Benny Goodman a Louis Armstrong y de Dizzy Gillespie a Dave Brubeck, la Casa Blanca diseñó un plan para pisar territorio enemigo con su música; en qué consistió la Diplomacia del jazz
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A mediados de 1962, los noticieros de Estados Unidos transmitían en vivo desde la Casa Blanca: Benny Goodman, el famoso clarinetista, se preparaba para dar una conferencia. Acababa de reunirse con el presidente John Fitzgerald Kennedy (JFK), al cual le había dado detalles de su reciente gira por la Unión Soviética con su big band de 22 músicos.
“Pude comprobar que a Nikita Kruschev no le gusta el jazz”, cuenta Goodman, con gracia, a la prensa. Al parece, Nikita fue uno de los pocos que no disfrutó de su música, aunque el líder supremo de la Unión Soviética (URSS) lo debió recibir en su despacho casi obligado por la popularidad del jazz en dominios moscovitas. Durante seis semanas, el rey del swing llenó los teatros y fue ovacionado por los rusos, que bailaron al ritmo de sus pegajosas melodías. ¿Qué hacía Benny Goodman durante la Guerra Fría en tierras de la potencia enemiga, a poco de la crisis de los misiles de Cuba que conmocionaría al mundo, y siendo embajador sin disimulo de unos de los íconos de la cultura norteamericana?
En primer lugar, ya existía otra tolerancia. A diferencia del régimen nazi de Hitler, que persiguió, fuera y dentro de Alemania a la música de jazz por considerarla contraria a la moral de la raza aria, la Unión Soviética nunca censuró los ritmos provenientes de Nueva Orleans y fue el mismísimo Nikita Kruschev quien acudió personalmente al aeropuerto de Moscú a recibir a la banda de Benny Goodman. No había inocencia como tampoco confrontación, pero detrás de los buenos modales de la Guerra Fría la suspicacia operaba tanto como una sutil maniobra de espionaje.
En lo estrictamente musical, la experiencia quedó sellada en un disco, Benny Goodman en Moscú que, curiosamente, empieza con el tema “Mission to Moscow”, donde se plasma el toque de su orquesta en varios escenarios de la capital durante junio de 1962. Un mojón para la leyenda: era tanto la primera grabación de jazz como la primera actuación de un jazzman norteamericano en la hoy extinta URSS. La fotografía de Benny Goodman tocando su clarinete en la Plaza Roja de Moscú, asediado cual rock star, es un testamento alegórico para entender cómo, en ciertos capítulos de la historia, la música no corre separada de la política.
Tiempo después, los historiadores lo denominarían como la Diplomacia del Jazz. Ahora se cumple el aniversario número 67 del nacimiento de lo que, tras la fachada de giras, charlas y conciertos de músicos de jazz por África, Asia, Latinoamérica, Medio Oriente e incluso por la Unión Soviética, había sido una política exterior de los Estados Unidos durante la Guerra Fría: usar el jazz como aparato cultural de masas.
“Benny Goodman es nuestro embajador internacional con clarinete”, solía decía John Fitzgerald Kennedy como síntesis perfecta. En aras de contener el comunismo y expandir el american way of life -con sus prédicas de libertad individual y gloria a la improvisación creativa, contrarios al rígido realismo socialista-, la Diplomacia del jazz se había craneado a través de dos artificios: primero, la celebración de conciertos de los intérpretes más representativos en diferentes partes del mundo y, segundo, la transmisión de programas radiales sobre jazz en emisoras de difusión internacional. Mientras el arsenal nuclear de Estados Unidos y de la Unión Soviética preocupaba a hombres y mujeres de todo el mundo, con golpes de estado aquí y allá, los norteamericanos potenciaban su enorme ejército mediático “en sus batallas de imperialismo cultural”, como luego afirmarían Ariel Dorfmann y Armand Mattelart en su mítico libro Para leer al Pato Donald.
La paradoja fue que en el fuero interno se estaba escribiendo un capítulo fundamental en la lucha de los derechos de la raza negra y el Departamento de Estado de Estados Unidos quería que las giras de los músicos de jazz -negros en su mayoría- contrarrestaran la imagen de la segregación racial. Sin embargo, le dio al floreciente Movimiento de Derechos Civiles una voz importante en el escenario mundial justo cuando más lo necesitaba.
De hecho, la Diplomacia del jazz fue un campo de disputas, ambivalencias y tensiones. En una de sus presentaciones en el exterior, Dizzy Gillespie dijo que “no se iba a disculpar por las políticas racistas de Norteamérica”, evitó presentaciones ante las elites locales y celebró jam sessions en barrios populares. “Mi banda representa la democracia porque está conformada por blancos, negros y mujeres”, respondió en una entrevista y, en Atenas, Grecia, los mismos jóvenes que habían apedreado horas antes la embajada norteamericana para protestar contra su política exterior, lo sacaron en hombros y lo llevaron por las calles luego de su concierto.
¿Por qué un país que tenía un gran músculo militar y económico recurrió en un período de conflicto internacional a la Diplomacia del jazz? “En el contexto de la Guerra Fría, en el cual hubo frentes diversos -que ocupó hasta la Carrera espacial-, el jazz fue una herramienta útil para que Estados Unidos encontrara la victoria, al igual que para los soviéticos era pasearse por el mundo con su Ballet Bolshoi. No hay que perder de vista que fue una guerra de ideas: el enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. El jazz fue parte de la Guerra Fría cultural, donde Estados Unidos además demostró su poderío simbólico con sus tradiciones fílmicas, educativas, científicas y tecnológicas”, apunta el investigador musical Esteban Bernal Carrasquilla.
Benny Goodman y Dizzy Gillespie no fueron los únicos. Fue una política de larga duración, que comprendió casi veinticinco años -y la visita a casi cuarenta países- desde la iniciativa del gobierno de Eisenhower de organizar una gira mundial con varios músicos de jazz en las zonas en conflicto donde Estados Unidos tenía una vapuleada imagen: Vietnam, Cuba, Egipto, África, Grecia y Oriente Medio. Desde allí entonces, entre 1954 y 1978, artistas como Louis Armstrong, Duke Ellington, Miles Davis, Charles Mingus, Randy Weston y las cantantes de gospel Marion Williams y Mahalia Jackson, junto con sus bandas racialmente integradas, tocaron -con jugosos honorarios- en lugares “calientes” y no elegidos al azar, como la Yugoslavia de Tito, Croacia, Tailandia y Pakistán representando al Departamento de Estado estadounidense en plena Guerra Fría.
El 6 de noviembre de 1955, el New York Times publicaba en su portada: “El arma secreta de Norteamérica es una nota azul en una escala menor”. Allí se decía que Louis Armstrong “era el embajador más efectivo”. Defensor de los derechos civiles, Satchmo se había negado a salir de gira solidarizándose con “Los nueve de Little Rock” -un grupo de estudiantes afroamericanos que había sido detenido por la Guardia Nacional- aunque años después cambió su posición y visitó África, cuyos países empezaban a independizarse de sus ataduras como colonias europeas y se convertían en objetivos de la política exterior de Estados Unidos.
“Mientras que para el África utilizaban a músicos afroamericanos, en destinos como Varsovia o Moscú enviaron a artistas de corte más clásico, como lo fueron Dave Brubeck y Goodman. En este sentido, Benny Goodman difundió una pequeña anécdota que ilustra lo dicho: ´Decidí preguntar al funcionario del Ministerio de Cultura Soviético que me recibió, qué le parecía que invitaran a un músico de jazz a Moscú. El funcionario se quedó mirándome y contestó: ´Nuestra gente se toma muy en serio la música… por eso no están interesados en el jazz. También por eso Benny Goodman está en nuestro país´. Y no le faltaba razón al viejo funcionario. Brubeck y Goodman, además de ser blancos y tener una formación clásica, realizaban un estilo de música menos agresiva y más del gusto occidental, un estilo que muchos de los jóvenes soviéticos no consideraban ni jazz”, expresa el periodista Juanma Castro Medina, del sitio Tomajazz.
Los embajadores del jazz constituyeron, de esa forma, una de las historias contemporáneas más emblemáticas de la relación entre música y política en un mundo cada vez más globalizado. Por algo fue definido, por los especialistas, como un relato del “poder blando” en la Guerra Fría. En un arco temporal atravesado por hitos como la Guerra de Vietnam, el asesinato de JFK, el Mayo francés del 68 y el Watergate, antes de la caída del Muro de Berlín, el arte no había pasado desapercibido en la mesa chica de la geopolítica y, en efecto, la Diplomacia del jazz no fue un fenómeno meramente musical sino, por sobre todas las cosas, un movimiento cultural de la política exterior estadounidense.
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