Crónica de un viaje de ida y vuelta con Lila Downs: sus secretos para convocar la magia del universo
LA NACION compartió momentos de la gira con la cantante mexicana, quien toca el 18 y 19 de agosto en el Gran Rex
SANTIAGO DE CHILE.– Lila Downs se está terminando de peinar. La gente en el teatro Municipal espera a que la cantante mexicana salga a escena. Pero por ahora es la chilena Ana Tijoux quien canta. Su rapeo llega hasta camarines. Lila está casi lista. Viste ropa de la cultura prehispánica mixteca, su comunidad: una pollera roja, un brazalete multicolor, unas muñequeras tejidas a tono y un top llamativo cubierto por collares. Cubren su figura varias pañoletas del valle de Oaxaca: una con flores fucsia, otra muy amplia con detalles marrones que más tarde utilizará para imitar el vuelo de un pájaro. En la intimidad del camarín, cuenta que las pañoletas han sido confeccionadas por las mujeres que cocinan tortillas mexicanas. -Es un trabajo muy duro. Ellas traen el maíz a la ciudad, se sientan en el mercado a vender con sus tenates, unos canastos de cuero y hojas de palma muy altos que cargan en sus cabezas –dice, mientras apura los últimos detalles frente a un espejo.
Cada tanto, un aromatizador lanza un perfume que huele a eucalipto, un detalle pedido por la intérprete de “Cumbia del mole” para cuidar su garganta. Cuenta que no suele conceder entrevistas antes de salir a escena, porque siente que le roban algo, que le quitan energía. Que cantar es para ella algo asociado a la magia y la energía del universo. –Soy un poco supersticiosa. Conozco gente de mi etnia que no permite que se le tomen fotos, incluso algunos familiares son muy celosos con su energía. No soy tan hardcore, pero un poco sí –reconoce Lila entre risas, y empieza a vocalizar.
Lila Downs tiene 48 años, canta desde los 8 y ha ganado un Grammy norteamericano y cuatro latinos. Viene de una familia en la que el matriarcado es fuerte. Su padre murió cuando tenía 16 años y desde entonces las tres mujeres de la casa –ella, su madre y su abuela– tuvieron que enfrentarse a un pueblo de arraigadas costumbres machistas. Su papá era norteamericano; su mamá, mexicana, con raíces originarias. Desde sus inicios, Lila busca reivindicar las culturas precolombinas. Grabó un disco en el que cantó con los códices mixtecos que sobrevivieron a la Inquisición. Estudió antropología y se recibió con una tesis basada en los huipiles triquis, tejidos típicos de Oaxaca, esos que utiliza en sus shows. Se enamoró de Paul Cohen, un “gringo” que es su socio creativo y con quien hace 24 años comparte la vida. Y las giras, que para ellos son lo mismo.
Además de recuperar canciones clásicas mexicanas y darles un significado alejado de la cultura machista, Lila pone en palabras su lucha. En su último y noveno disco, por ejemplo, escribió una canción tras la angustia (y dos mezcales) que le provocó el triunfo de Donald Trump (“Envidia”) y otra sobre el poder de las mujeres (“Peligrosa”). También ha cantado sobre los 43 maestros desaparecidos en Iguala (“La Patria Madrina”) y sobre la violencia que se vive en su país. Aunque sabe que tiene que ir con cuidado. –Una vez me escribieron algo en Facebook que me dio miedo. Puedo hacer mucha música sin necesidad de exponer a mi familia.
En aeropuertos
Cerca de la puerta 20, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, la mexicana aguarda para subir al vuelo que la llevará junto a parte de su equipo a Santiago de Chile. Allí ofrecerán el primer show en América del Sur de su gira Salón, lágrimas y deseo, el nombre de su último disco. Tiene en uno de sus lados a Benito, su hijo de 7 años que se entretiene con unos muñequitos; del otro está Paul, su marido, saxofonista y director de la banda. Alrededor de la mesa también están Paola, su asistente; Chinita, la niñera de Benito; Daniela Cristóbal y Daniel González, los managers, y Patricio Tejedor, el iluminador. Los últimos tres, argentinos. Las risas resuenan. Lila se hace una trenza, tiene mechones violeta. Es de mañana y el resto del equipo aprovecha para desayunar. Viste, como va a vestir el resto de los días que compartamos, ropa autóctona de su tierra, colorida y alegre.
Dos horas más tarde, y tras cruzar la Cordillera, llegamos a Santiago. En Migraciones, la única que tiene que abrir su valija es Paola; le retienen uno de los dos potes de miel que trajo para aliviar la garganta de la artista. En el camino, Lila cuenta la historia de las maracas que quedaron en el aeropuerto de Caracas por estar hechas de calabazas; uno de los productores pedía a gritos “las maracas de Lila”. En Venezuela, maraca refiere coloquialmente a los senos.
En el hotel se suman los dos primeros integrantes de la banda que vienen de Nueva York. Lila tiene dos grupos: uno en México y otro en los Estados Unidos. En esta gira se combinan. El texano George Saenz (trombón y acordeón) y el mexicano Sinuhé Padilla (jarana, guitarra barroca y quijada) llegaron temprano. El tour sigue en un restaurante peruano. El brindis es con pisco sour. Lila está sentada al lado de Paul. Piden sopa de calamares. La charla se concentra en Pepe Tonio, uno de los sonidistas, que tuvo un hijo hace un mes. Igual viene a la gira. Él, junto al resto de la banda, va a llegar al día siguiente. Desde Bolivia llega Gustavo Vargas, encargado de los monitores. El clan se va reuniendo.
–Me interesa que haya familia. El virtuosismo está en un segundo plano; el alma, el espíritu y la humildad son lo más importante. Eso es lo que busco y empecé con músicos bien difíciles –dice Lila, que en sus inicios sufrió tratos malos de los “tremendos señores”. Cuando tenía 16 años demandó a un chico que la difamaba en el pueblo. No sólo lo demandó: ganó el caso. –El juez se dio cuenta de que había mucha maldad. Eso me ayudó; sentí que había ganado. Era importante. La ley estaba de mi lado –recuerda.
Cada uno regresa a su habitación. Salvo los técnicos, que deben chequear la puesta para el día siguiente. Más tarde, Lila camina junto a Paola hacia el teatro para dar una conferencia de prensa, organizada por un grupo feminista chileno. A salón lleno, la mexicana se refiere a la influencia de Mercedes Sosa. Escuchar a la Negra cantando “Gracias a la vida”, el tema de Violeta Parra, fue decisivo en su carrera, dice. En medio de esos recuerdos refiere a cuando se quedó sin voz, hace casi una década, al no poder quedar embarazada. Recurrió a la curandería, con la que se había familiarizado en la casa de su abuela materna, quien tenía un altar con la Virgen de la Limpia, la Virgen de la Soledad y la Virgen de Guadalupe. –Tenía cosas misteriosas: hojas, flores y plantas muertas. Daba miedo –rememora y cuenta que en ese tiempo habló con una difunta. –Cuando perdí mi voz acudí a la curandera que me sacó la tristeza de una manera interesante. Me decía: “Lila, le pedimos mucho de nuestro cuerpo. Ahora, tú debes hablar con tus senos, hazles un masaje, habla con tus pies, pídeles perdón porque a veces abusas de ellos. Ten esa comunión con tu cuerpo”. Y lloré, lloré y lloré. Y sané.
La noche previa al show, una noticia la entristece. Virgilio Ruiz García, director de una banda de vientos de Oaxaca, fue asesinado tras un concierto en Guanajuato. Al parecer fue un ajuste de cuentas de la mafia, cuenta Lila en el avión que la lleva a Buenos Aires, tras tres días en Chile. Algunos medios señalan que el grupo se negó a tocar una canción y, una vez en el micro, subieron personas armadas y empezaron a disparar. A ella le ocurrió algo similar en Sinaloa, hace seis años. Estaban tocando cuando le pidieron una canción y en lugar de interpretarla, el promotor les dijo que desarmaran todo y se fueran volando. –Es que te piden la canción, la cantas y el contrincante de ese territorio se ve agredido. Entonces empiezan a echarse de tiros y ahí te toca a ti al medio. Utilizan al artista para mandar un mensaje.
Lila prueba sonido en Santiago. La banda está completa. Llegaron desde México el peruano Ángel Chacón (guitarra), los mexicanos Luis Huerta (batería), Jerzain Vargas (trompeta) y Patricia Piñón (percusión), y el italiano Giovanni Buzzurro (bajo). También Juan Pablo Cruz (sonido) y José Antonio Magdaleno (sonido en sala), conocido como Pepe Tonio. Pasadas las 5 de la tarde, Lila, después de cantar algunas estrofas de “Gracias a la vida”, va a su camarín a arreglarse. Afuera, los músicos hablan. Algunos tocan por primera vez juntos, por la fusión de las dos bandas. Paty y Luigi se encierran en uno de los camarines para calentar sus manos, Giovanni tararea parte de una canción. Jerzain y George se preparan para el duelo de acordeón y trompeta. El mezcal es parte del ritual. Hay uno detrás del telón y otro al lado de la batería. Con “Mezcalito”, Lila se adueña del escenario y lo que sigue durante casi dos horas es una sucesión de rancheras, corridos, boleros clásicos, cumbia, reggae, jazz, hip hop. Le dedica el show a su amigo asesinado. Con himnos feministas, palabras dedicadas a Trump, un tema para “el primer presidente indio”, Benito Juárez, y una puesta impactante, Lila va a hacer que el público deje sus asientos.
La chamana regresa a camarines después de jugar con su voz y recrear sonidos de la naturaleza, incluidos pájaros y una iguana. Los músicos descorchan botellas de vino y brindan. Quieren seguir el festejo en otro bar. Lila no va, al otro día hay que volver a empezar.
A las 11 de la mañana, los músicos se reúnen en el lobby. Llega la combi que nuevamente depositará en un aeropuerto a la troupe de 20 personas. Lila viaja con Paul y con Benito. La China lo lleva cerca de ella. Lila le explica el origen de su camisa a Sinuhé, interesada por la historia y la antropología. Varios de los integrantes llevan remeras con calaveras. Sobre la muerte, Lila cuenta que tuvo problemas con el disco Balas de chocolate. Después de la fila de la Aduana, la cosa se empieza a calmar. El avión a lleno. Lila lleva al menos dos libros, uno sobre el pulque, bebida alcohólica que preparaba su abuelita, y otro sobre Violeta Parra y su relación con las mujeres mapuches.
Lila está tranquila: ya cruzaron los Andes. Benito está atrás con su nana. Entre jamón serrano y una copa de malbec, cuenta que no le gusta ir a Europa porque “se siente la discriminación”. “Piensan que soy gitana y se agarran la cartera.” También que en Estados Unidos la comunidad latina celebra su tema “Envidia”. Donde sí se siente cómoda es en América latina. “Tenemos algo similar, vivimos las mismas historias. Eso es emocionante.”
“Estamos haciendo una entrevista”, le dice a una de las azafatas y sigue hablando por sobre el ruido de las turbinas. Más allá de ser mixteca, Lila tomó características de las zapotecas para sacar adelante su música. Ellas son desfachatadas. En medio de la charla, se acuerda del momento en que su relación con Paul, un hombre flaco y alto que habla español con tildes ingleses, sufrió una ruptura. Fue hace unos años, cuando no podían tener hijos. –Siempre queda algo del tú tienes la culpa. Ahora, mirando todo lo que pasó, pienso en la sobrepoblación y que hay que obrar con el ejemplo. Estamos atrasados en cuestiones de adopción, debemos tomar mayor conciencia.
Cuando el avión está empezando a descender, Lila habla de los vivos y los muertos. Sabe que la situación en México es complicada, pero no piensa en el exilio. –El otro día me di cuenta de que el álbum anterior era sobre confrontar con la muerte y estar enojada. En cambio, en éste pude aceptar que nadie puede contra la muerte. Hay que amar, porque el amor es cien veces mejor que el odio.
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