Cosquín Rock 2018: un recorrido por el predio
Un colectivo en Córdoba y Dorrego llamaba la atención el viernes a las 23 horas, era de una empresa de larga distancia. Justamente en esa intersección es donde empezó el Cosquín Rock para los periodistas, camarógrafos, productores, fotógrafos y noteros, a los que les esperaban 8 horas a Carlos Paz y otros 40 minutos hasta el Aeródromo de Santa María de Punilla, donde al otro día a las 14 horas empezaría la primera jornada del festival. Para algunos, esa travesía ya era parte de su historia. Si el encuentro musical cordobés tiene 18 años, muchos de los cronistas se subieron a la experiencia al menos una vez. Para otros, en cambio, era el primer Cosquín. Pero lejos de lo que pasaba al principio de los 2000, ahora el chat comunitario ayuda a organizar a la tribu que, con música y heladeritas llenas de brebajes, se dirigía al centro del país.
Ocho horas después, las gotas de lluvia hacían dibujos en las ventanas y el pronóstico había fallado otra vez: supuestamente iba a llover al otro día. Pero como las sierras tienen su propia lógica, al rato se despejó. Y tras acomodar las cosas en las cabañas, la comitiva de medios subió otra vez a un micro, esta vez más chico, para arrancar la faena.
Desde 2005, cuando el festival se hacía en la plaza Próspero Molina de Cosquín, la primera de las tres locaciones del encuentro, y Andrés Calamaro hacía su regreso a los escenarios con los Bersuit ante 15 mil personas a la fecha, sí que hubo cambios.
Para empezar, el predio es gigante y cuenta en sus 9 hectáreas con un total de 6 escenarios con diferentes propuestas. En un extremo está el principal, donde se presentan las bandas encargadas de cerrar la noche -anoche fueron las Pastillas del abuelo y hoy los Gardelitos-. Justo al otro extremo y varias cuadras en el medio, el temático -ayer de reggae y hoy de heavy- se impone como contrincante.
En el camino en el margen izquierdo, el espacio Cba x -donde se hace honor a las bandas locales- se erige entre una rampa, donde cada tanto una moto hace piruetas y unas cuadras después una de las incorporaciones más simpáticas del festival: la casita del Blues, un espacio lleno de lucecitas y bancos de madera, donde un escenario chico y con toques hogareños tienta a los festivaleros a sentarse a disfrutar, atrás un puesto enorme de cerveza.
En ese mismo recorrido, el Quilmes Garage rompe con el embrujo afro para ponerse más rockero y distorsionado. Se trata de un hangar con techo de chapa y decorado con lamparitas led transparentes con filamentos que cuelgan del techo, una estética entre granero e industrial, donde Octafonic y Pez harían mover las cabezas a los presentes el sábado. Después de cruzar el barro, una carpa de circo celeste con cuatro pilares blancos que se fusionan con las sierras de fondo, se trata del universo Geiser, donde bandas indie y electrodance bailan y hacen bailar a los que se acercan a observar con intriga sus perfomance.
También hay en el predio un patio cervecero, un espacio gourmet con al menos 10 Food Trucks con platos como ribs texanas, locro, papas bravas, sándwich de bondiola con cebolla caramelizada, entre 120 y 200 pesos, y puestos de venta de comida rápida como hamburguesas y panchos. Hay baños químicos en tres puntos estratégicos del aeródromo, puestos de hidratación y de emergencia repartidos a lo largo de las 9 hectáreas. A simple vista, el festival tiene poco que envidiarle al Lollapalooza.
Con el foco puesto en las bandas locales, aunque varios de los artistas elegidos para el escenario principal no son de la escena argentina, el Cosquín exhibe en el terreno algunos deportes extremos, como el fly board, donde Martín Schiariti, de 41 años, hace piruetas en el aire desde una tabla sostenida por una manguera conectada a una moto de agua. Para lograr su proeza, una pileta de lona de 15 x 15 y 80 centímetros de profundidad fue montada en el lugar.
Un puesto de Conduciendo conciencia, la ONG fundada por los padres, familiares y amigos de las víctimas del accidente vial en el que murieron 9 alumnos del colegio Ecos en 2006, en el que proponían usar unos lentes que simulaban cómo se ve cuando se tiene alcohol en sangre y había que esquivar unos conos.
Familias con niños, parejas jóvenes pero sobre todo grupos de amigos con banderas y remeras de sus bandas preferidas pasean de escenario a escenario, escuchan un poco de rock barrial para después moverse al ritmo de una banda reggae o bailar con el electrodance. Mientras anochece, el sol se esconde, las sierras dejan de verse tan claras, el barro se camufla y cada tanto algún despistado entierra sus pies. Algunos descubren la peluquería que está instalada en el medio del predio, donde ofrecen a los visitantes que inventen su look de rock.
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