Con Wagner o sin él
No cuesta mucho imaginar que la ópera alemana habría sido diferente de no haber existido Richard Wagner. Es que a comienzos de la década de 1840, cuando Wagner empieza a ser él mismo, la gran historia del teatro lírico en lengua y sensibilidad alemanas estaba aún en vías de desarrollo. Venía con un retraso de más de un siglo y medio en relación con Italia, la cuna del género, y de más de una centuria respecto de Francia. Es innegable que en Alemania, donde hubo intentos desde 1627, no se lograba, aún avanzado el siglo XVIII, que la ópera reflejara lo profundo del ser alemán. Y cuando surgen genios como HŠndel o como Gluck, lo hacen sobre los grandes modelos, y la lengua misma, de los italianos y franceses. Sólo Mozart, al final de su vida y particularmente con "Die Zauberflšte", arropado por el espíritu de la masonería y del naciente romanticismo, tomó conciencia de su responsabilidad de músico alemán, de su compromiso de hacer hablar, cantar y pensar en alemán y le trazó la ruta a Weber. Pero si "Der Freischütz", la obra maestra de este último, fue saludada y sentida a partir de 1821 como el trampolín hacia el gran arte alemán, el giro de la historia dispuso otra cosa. Razones políticas y económicas (Metternich mediante) motivaron que aquel impulso cayera en una actitud de vida tendiente a la bonanza y el bienestar domésticos, en una existencia sumergida en el realismo y la conformidad burguesa frente al autoritarismo estatal. La ópera en estilo "Biedermeier", por cuyas aguas mansas, modestas e ingenuamente humorísticas transitaron varios compositores, fue contemporánea de los años juveniles de Wagner.
Hasta que en 1843 "Der Fliegende HollŠnder" ("El holandés errante"), que el domingo anclará en el Colón, inicia, tras experiencias tempranas, esa genial trayectoria wagneriana que se cierra en 1882 con "Parsifal" y que convertirá a Alemania en la gran artífice del arte lírico de los tiempos futuros.
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Ingresar en el mundo de Wagner significa internarse en universos enigmáticos, donde el oyente, más allá de la fascinación de lo puramente sonoro, debe llevar su imaginación hasta límites extremos. Tal lo que propone el músico a partir de su holandés y hasta Parsifal. Del primero cabe poner en duda su existencia misma. ¿Existe el holandés, ese transgresor que espera la muerte en medio de una infernal prisión oceánica, un eterno sobreviviente, una criatura del más allá enfrentada con el cosmos organizado de los humanos? ¿O sólo vive en la imaginación de Senta? Por su parte, en el drama que cierra la trayectoria creadora de Wagner, el héroe Parsifal encarnaría una edad de oro perdida que se anhela recuperar y restaurar, pero a condición de vencer una infinidad de lecturas que han sumido a generaciones de comentaristas en los abismos de la perplejidad. ¿Y entre "Der Fliegende..." y "Parsifal"? Nada menos que el mito de los dioses paganos, la búsqueda de lo eterno humano y la conquista del amor en sus niveles supraterrenos.
Nadie tenga duda. Después de pasar por Wagner, salimos diferentes, invariablemente enriquecidos.
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