El local del barrio de Palermo (y sobre todo su trastienda) fue escenario de grandes tertulias, encuentros impensados y reuniones ilustres, como la del gran Nuevo Quinteto Real; culminó años después de la trágica muerte de su fundador
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Noche de sábado, fines de la década del noventa. Finales de siglo y de milenio. En la sala del Club del Vino estaba por comenzar el espectáculo que era un clásico de la cartelera porteña. Alguien subió al escenario para avisar que uno de los músicos había tenido un percance, pero estaba en camino. Al rato se lo vio al pianista Horacio Salgán y a su inseparable socio, el guitarrista Ubaldo de Lío. Con curiosidad periodística pudimos saber que el auto de Ubaldo había tenido un desperfecto. Y que el guitarrista se había lastimado un dedo tratando de solucionar el problema. La prueba la tuvimos allí mismo, sobre el escenario, todos los que fuimos a ver al dúo aquella noche. Al final de cada tema, Ubaldo pasaba un pañuelo sobre una de sus manos y limpiaba las cuerdas. No era transpiración nerviosa (¿quién podría imaginar nervioso a ese hombre con miles de conciertos en su haber?). Era sangre; no demasiada, por suerte. Y Ubaldo nunca paró de tocar, hasta el final del espectáculo. ¿Eso era rock and roll? No, tango.
El clima finisecular de los noventa tuvo, entre tantas cosas, una olla puesta a calentar “a fuego lento” por una nueva camada de tangueros que surgía, y la llama viva que generaban esos dos veteranos que llenaban de magia cada noche de sábado, en dúo o con su mítica formación, el Nuevo Quinteto Real. El epicentro de todo aquello era el Club del Vino, una sala ubicada en Cabrera 4737, del barrio de Palermo.
Eduardo “Cacho” Vázquez había sido el creador de ese negocio que comenzó como una distribuidora de vinos muy bien seleccionados para sus asociados y al poco tiempo se convirtió en un lugar de referencia de la música de Buenos Aires. Fue el artífice del regreso del Quinteto Real de Salgán, en un espectáculo llamado Encuentro a todo tango, que incluía al trío de Néstor Marconi, a cantantes como Nelly Omar o Luis Cardei, al dúo Salgán-De Lío y a la nueva formación del célebre quinteto. A los pocos años, el Club tuvo shows de lunes a domingo, con una oferta musical de lo más variada, incluso hubo ciclos teatrales y de poesía. Del afamado pianista Michel Petrucciani y los ciclos del jazz local a las Veladas criollas de Cristina Banegas, Lidia Borda y Liliana Herrero. De los conciertos de Dino Saluzzi a los espectáculos de Nacha Guevara. De Daniel Melingo a Luis Salinas. El espectro era de lo más amplio.
Vázquez era el alma de Club del Vino, tanto que su trágica y repentina muerte, el 1° de enero 2000, en un río del Tigre, cambió el destino de este espacio cultural, que años después cerró sus puertas. Sin embargo, cada persona que habla tanto del Club del Vino como de su creador lo hace con una sonrisa en los labios. Así recuerda esos años la actriz Cristina Banegas, pareja de Vázquez: “Fue una época gloriosa. Cacho Vázquez se había propuesto tener el mejor espectáculo de tango de Buenos Aires y lo tenía. Salgán tocaba todos los sábados y cuando Daniel Barenboim venía a Buenos Aires siempre iba a escuchar a Salgán como quien va a misa. Y teníamos un ritual que era cenar con los músicos después del show. Cacho siempre decía que teníamos que poner un micrófono debajo de la mesa para grabarlos, porque contaban muchas anécdotas de nuestros grandes personajes del tango. Anécdotas curiosas, algunas desopilantes. En algún momento Ubaldo pedía que le trajeran la guitarra a la mesa. A él como a mí nos gustaban los tangos viejos. Y fue de esas sobremesas que surgió mi primer disco, con el gran Ubaldo de Lío”. Banegas hace una pausa en el recuerdo y no puede evitar la risa: “Cacho, que fue el que produjo el álbum, decía que recuperar la inversión hubiera sido imposible por la cantidad de dinero que yo había gastado en clases de canto”.
La sala era pequeña, para unas 130 personas. Para mediados de los noventa reinaba en el predio de un antiguo galpón palermitano reciclado, que también contaba con un wine bar, restaurante y una bodega donde se acopiaban los vinos para los socios del club. Todo aquello rodeaba a un patio con piso empedrado y una fuente. Su historia había comenzado una década antes.
Cacho Vázquez dejó colgadas unas pocas materias para recibirse de arquitecto en la Universidad Nacional de La Plata. Sus pasiones políticas lo llevaron al exilio en 1977. Regresó en 1984 a la Argentina con la idea de aplicar un proyecto que había aprendido en Europa. Durante su estada en España trabajó para el Club Selección que era distribuidor de vinos selectos. Incluso, como fotógrafo de catálogo, le había propuesto a la distribuidora hacer una publicación mensual con sus novedades. En Buenos Aires fue un pionero de este tipo de emprendimientos, que además de distribución incluía la promoción de varietales y la formación de paladares.
“Mi viejo descubrió que en la Argentina había vinos varietales espectaculares de bodegas chicas pero que no llegaban al mercado porque se usaban más que nada para cortes de vinos a granel. Era una época en la que la Argentina se consumía más que nada vino común”, recuerda Santiago Vázquez, hoy un gran artista de la música popular argentina.
“Comenzó con un amigo que le hacía la distribución. Vivíamos en una casa de dos ambientes. Él dormía en la habitación y yo en el living, que también era oficina durante el día. Cada tanto levantaba el teléfono y, si era para el Club, yo, con 12 años, tenía que tratar de poner voz de persona grande y llenar las fichas de asociación. Mi papá laburaba día y noche para que eso funcione”.
Con el tiempo alquiló una habitación para convertirla en depósito y más tarde pensó en montar un espacio en el que, además, la gente pudiera ir a probar los vinos, con quesos y fiambres. El primer Club del Vino abrió sus puertas en una de las esquinas de Gorriti y Malabia. Contaba con unas pocas mesas y una tarima que se convirtió en escenario. Solo cabían dos músicos. También podía actual un tercero, sentado al piano vertical que había a un costado de la tarima.
Enamorado del tango, Cacho Vázquez solía ir a ver espectáculos al Café Homero. Allí conoció al bandoneonista, compositor y director de orquesta Néstor Marconi, pieza clave en toda esta historia. “El Encuentro a todo tango se creó en una mesa del Café Homero –dice el bandoneonista-. Una vez, charlando allá, porque yo tocaba con un trío, me contó la idea que tenía para su boliche en la esquina de Malabia y Gorriti, un lugar muy pequeño. Un día fui a ver y arranqué tocando allá. Hicimos una amistad muy grande. Me contó sus ideas de un nuevo espacio, y de un espectáculo mayor. Ya tenía en mente el terreno que justamente daba a los fondos de su casa”.
Santiago Vázquez recuerda que aquellas sobremesas después de los shows, cuando el público se iba y se cerraban las puertas, habían surgido en el pequeño local de la esquina de Malabia y Gorriti. “Creo que fueron tres años. Fue una época muy linda. Además de Marconi con Ángel Ridolfi (contrabajo) comenzaron a tocar otros músicos. Venían muchos cantores. Y se armaban zapadas de tangueros. Salgán venía a ver a Marconi y después se quedaban tocando. A mi viejo le gustaba mucho ese momento de la sobremesa. Las trasnoches eran muy genuinas. En una época yo tocaba con Marconi. Un día terminé de tocar con él en el Club de Vino y justo había ido Charly García. Enseguida me fui porque esa noche también tenía un show con Luis Salinas y cuando volví, que era tipo cuatro o cinco de la mañana, vi que todavía había luz. Estaban en plena zapada. Y ahí seguimos. Ese día estaba Rubén Juárez, Charly, Marconi, Nico Cota que venía conmigo. Unas mezclas rarísimas se daban”.
La difusión y distribución de los vinos fue lo que sostuvo la bohemia de la sala musical-teatral, a puertas abiertas (para el público) o a puertas cerradas (en las sobremesas y zapadas). “Para mi fue el primer gran impulso de los varietales y para que se conocieran las zonas vitícolas. Pero sí, a mi viejo le gustaban sobremesas y las charlas”. Cacho Vázquez soñaba con un espacio mayor. Diseñó de cero el teatro, el patio y el restaurante en el predio de la calle Cabrera. “Era su sueño hecho realdad. Un restaurante con una carta, shows más grandes”, dice Santiago.
La vuelta del Quinteto Real
“Recuerdo que para principios de los noventa ya estábamos tocando en la sala de Cabrera -rememora Marconi-. Ahí se empezó a ampliar la cosa. Tuve la gran satisfacción de volver a tocar con Salgán. Cacho propuso convocar al dúo Salgán-De lío. Yo tocaba con Ángel Ridolfi (contrabajo) luego venía el dúo y en un momento de la noche nos juntábamos los cuatro”.
Las condiciones estaban dadas para que se rearmara la mítica formación salganiana de cinco integrantes. Vázquez insistió para que eso sucediera y lo consiguió. El Quinteto Real es la perfección llevada al tango que nació a principios de la década del sesenta, por una situación similar a la del Club del Vino en los noventa. En el local Jamaica había dos dúos. El de Salgán y de Lío y el del violinista Enrique Mario Francini y el contrabajista Rafael Ferro. Un productor les propuso que tocaran juntos y ellos decidieron convocar a un bandoneonista, que fue Pedro Laurenz. Así comenzó la magia.
En este caso, en los camarines del subsuelo del Club de Vino, la situación fue similar, solo que la pieza que faltaba era un violinista. “Llamémoslo a [Antonio] Agri”, dijo Salgán. “Y lo llamamos – recuerda Marconi-. Le pregunté a Horacio si nos íbamos a juntar a ensayar y me dijo que no. ‘Juntémonos a tocar’. Porque a Horacio no le gustaba ensayar”, dice Marconi, y se ríe. “Creo que estuvimos ocho o nueve años. Venían tangueros jóvenes a vernos, pero también gente del rock. Fito Páez venía muy seguido.
“Era un espectáculo pequeño y hermoso -recuerda Marconi-. En muy pocos lugares –creo que solo ahí y en el Teatro Colón- sentí que se escuchara el silencio, por el respeto enorme del público. También estaba el humor de Salgán. Ahí se festejaron los 50 años del Dúo Salgán-De Lío. Se hizo un homenaje. Cuando les preguntaron por qué después de tantos años de trabajar juntos nunca se tuteaban, Salgán respondió: ‘No, eso es solamente para los momentos íntimos’. El decía que cada noche alguien del quinteto tenía que traer un cuento nuevo para subir con otra cara al escenario. Fueron años hermosos. Me divertía mucho tocando. El Quinteto Real daba una sensación de alegría, por los arreglos y la dinámica del grupo. Era algo que contagiaba”. La formación sufrió algunos cambios de músicos. También lo integraron -durante el tiempo que Horacio Salgán siguió subiendo al escenario- el contrabajista Oscar Giunta y el violinista Julio Hermes Peressini. Y siempre conservó el mismo espíritu. El testimonio vivo de esos Encuentros a todo tango donde el Quinteto sobresalía quedaron plasmados en un disco en vivo, publicado a finales de los noventa.
“Mi viejo estaba feliz de haber tenido a gente como Luis Cardei, junto a estrellas como Salgán -explica Santiago-. Yo iba a escuchar al Quinteto cada vez que podía. Y en las sobremesas de los músicos muchas veces le pedía a Salgán que me diera unas clases de instrumentación. Me interesaba saber cómo había pasado las partituras de piano solo, o del dúo, al quinteto. Él me decía que sí pero nunca me daba bolilla. Hasta que un día apareció con una pila de partituras de piano y me dijo: ‘familiarícese primero con esto y después hablamos’. Empecé con una que me encantaba, ‘La llamó silbando’. Me puse a estudiar y a los ocho compases me saqué un ojo. Porque cuando lo veías tocar a él parecía una pavada, pero en realidad era algo muy complejo. Me dejó afuera de competencia. Ahí quedé”.
Tanto creció la propuesta artística que en 1996 Cacho llamó a un programador. Así, la sala llegó a funcionar todos los días y, algunos de ellos, con funciones también de trasnoche. Álvaro Rufiner fue el encargado de ampliar esa agenda artística. “Cuando Cacho me convocó para hacer la curaduría me dijo: ‘podés hacer lo que quieras menos tocar los sábados´. Al Club iba Jean-Yves Thibaudet [un ascendente pianista de la música clásica en la década del noventa] a ver a Salgán porque quería hacer un disco con su música, y también iba Barenboim. El libro Quinteto Buenos Aires, de Pepe Carvalho, está en parte inspirado en el Club y en el Quinteto Real. Michel Petrucciani tocó en ese escenario. Incluso eligió el piano que se compró para la sala de Cabrera. Y había mucha movida en la mesa de Cacho. Por ahí ha pasado León Rozitchner, alguna vez Tomás Abraham.”
Recuerdos imborrables
La consigna de Álvaro era ofrecer espectáculos de muy buena calidad, más allá del gusto particular de cada oyente. “Abrimos la programación al folkore y al jazz. El programa de radio Tribulaciones tuvo ciclos los martes. Había artistas residentes como Javier Malosetti, Willy Crook y la Valentino Jazz Bazar. El show Nacha canta a Discépolo estuvo un año entero en cartel, con la Orquesta de Señoritas y los arreglos de Néstor Marconi”.
También hubo presentaciones de discos de Drexler, La Chicana, Pedro Aznar o el primer álbum de Kevin Johansen. “Recuerdo que en el ciclo de Dino Saluzzi, una noche fueron a verlo la Tana Rinaldi y Mercedes Sosa. Entonces Dino les dedicó una improvisación entre una zamba y un tango que creo que es lo más lindo que le escuché en la vida. Era un tiempo muy power para la música. Festejamos los 70 años de Salgán con la música y tuvimos espectáculos del Festival de Tango en ese escenario. El Club era un lugar muy de culto. Cuando llegué el público era mayoritariamente grande, muy tanguero, de buen poder adquisitivo, mezclado con otro más cool que entendía el fenómeno Salgán–De Lío. Luego apareció otro más joven. Porque hicimos mucho teatro. Cachafaz, de Copi , por ejemplo. Fernando Noy y Alba Toranzo, que hacían música y poesía. Creo que al principio yo no tenía la dimensión de Salgán y De Lío, después terminé siendo su mánager. Y Cacho fue una especie de Cicerone para mi, de todo ese mundo. No volví a vivir otra vez esa sensación de club y amistad. Que un día pasara Charly y se quedara tocando el piano en la trasnoche. Cacho y Cristina [Banegas] fueron dos anfitriones geniales. La muerte de Cacho fue un shock muy fuerte para todos”.
La tragedia y las buenas enseñanzas
Para 1999, Cacho Vázquez planeaba desprenderse de parte del negocio del vino para ampliar su proyecto de espacio cultural. Santiago estaba dedicado de lleno a la música; no pensaba tomar la posta del negocio. Por eso Cacho inició conversaciones con el mismo empresario español con el que había trabajado en Madrid, Máximo Galimberti. Pero la muerte lo tomó por sorpresa, a los 59 años, en la madrugada del 1° de enero de 2000. Había pasado el Año Nuevo en una casa de Tigre. Decidió recibir el nuevo milenio nadando, de madrugada, en la primera sección del Río Capitán y allí se ahogó.
“Para mí fue una época muy dura pero de grandes aprendizajes. Hay cosas que ahora sé que pude resolver porque ya lo había resuelto antes mi viejo. Yo no podría haber armado La Bomba de Tiempo sin haber pasado por El Club del Vino. Y creo que todo lo que sucedió en el Club del Vino fue porque mi viejo puso todo ahí. Era su placer máximo.”
Cambio de rumbo
“Como negocio, la sala del Club del Vino era pésimo -recuerda Santiago-. Creo que, si algo de dinero le quedaba a mi viejo por la venta de entradas, se lo patinaba invitando a los músicos a las cenas después del show de los sábados. Porque le gustaba eso. Ahí entendí que no todo lo que luce hermoso es un buen negocio. Funcionaba porque era su placer y el de mucha otra gente. Muchos nos alimentamos culturalmente en ese ámbito. Me tocó ser el gerente de manera forzada por casi dos años. En un momento complicado del país y también del club. Me tocó buscar la manera de hacerlo sobrevivir. La parte cultural daba pérdida, fue siempre así, y el Club ya no generaba tanto dinero como para sostenerla”, recuerda Santiago, que retomó las conversaciones que había dejado truncas su padre y terminó vendiendo el negocio de distribución y el predio de Cabrera, para seguir dedicándose a su profesión: la música.
Entre 2000 y 2006 el Club del Vino buscó mantener su esencia y hacer crecer la oferta variadísima de propuestas artísticas, de lunes a domingo, en manos de su programadora de aquellos años, Cristina Aranjuelo Prieto y la difusión de Daniel Falcone. Y lo consiguió, con espectáculos de muy buena calidad.
Pero al promediar esa primera década del siglo que comenzaba, los nuevos dueños no se enfocaron en el espectáculo sino en el negocio del vino. Y las actividades quedaron bien divididas entre la distribución de productos, vía Club del Vino S.A., y el gerenciamiento de la sala de espectáculos y el restaurante, por Cavin S.A. El 3 de agosto de 2006 los empleados de la sala y el restaurante recibieron telegramas de suspensión. Las puertas de Cabrera 4737 quedaron cerradas. En ese caso no había sido por incumplimiento de reglamentaciones municipales pos tragedia de Cromañón. Había otros planes. También debieron ser suspendidos todos los shows programados para ese mes. Chango Spasiuk, Antonio Birabent, Celsa Mel Gowland, la Pequeña Orquesta Reincidentes, Mex Urtizberea, el grupo El Arranque y el dúo de César Salgán (hijo de Horacio, que ya se había retirado de los escenarios) y Ubaldo de Lío, con la Orquesta de Raúl Garello, dentro del espectáculo Encuentro a todo tango. Ese fue el principio del fin.
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