Clásico de clásica: fantasías, nocturnos y polonesas, en un recorrido por las obras “secretas” de Beethoven
Por fuera de sus maravillosos cuartetos, sinfonías y conciertos, el gran compositor alemán dejó un enorme corpus musical poco transitado salvo por los más entendidos o más puntillosos de sus admiradores; a continuación, algunas obras para descubrir este fin de semana
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Frecuentar las obras más conocidas de los compositores más amados es una de las actividades preferidas de la mayoría de los amantes de la música clásica. Con todo, por fuera de los platos favoritos puede haber otros manjares para disfrutar, incluso de esos compositores de los cuales podría suponerse que ya se conoce absolutamente todo. La propuesta para nuestra columna de hoy es ir a conocer algunas obras de Beethoven que lejos, lejísimo están de las grandes luminarias. Por fuera de sus maravillosos cuartetos, sinfonías y conciertos, el gran compositor alemán dejó un enorme corpus musical que, creemos, vale la pena descubrir. O, para los más conocedores, volver a observar.
Para darle más valor a esta selección, dejaremos de lado el más de centenar de obras que Beethoven no editó en vida y que son aquellas que, en sus títulos, portan la sigla WoO que, en alemán, precisamente, quiere significar “obra sin número de opus” (Werke ohne Opuszahl) y a la cual, paradójicamente, se le otorga un número para poder identificarla. Nuestro recorrido comienza con una fantasía. No viene mal recordar que este término comenzó a aplicarse en el Renacimiento, cuando, muy lentamente, fue surgiendo la composición de música instrumental como un arte independiente, por fuera del consabido acompañamiento instrumental a la danza o al canto o como parte de algún tipo de ritual. Y el término se aplicaba a aquellas obras que no se ajustaban a ningún patrón vocal o de danza establecido. Con ese mismo sentido, como obras libres e independientes de cualquier modelo, continuaron las fantasías hasta la actualidad.
Beethoven, en 1808, estrenó una magistral Fantasía para piano, coro y orquesta, la celebérrima Fantasía coral. Al año siguiente, reincidió con esta forma musical pero, en esta ocasión, para piano solo. La Fantasía en sol menor, op. 77 es un ejemplo clarísimo de lo que debe ser, propiamente, una fantasía. En la primera sección, alternan veloces ráfagas de sonidos descendentes separadas por silencios tensionantes. También se asoman pasajes melódicos breves y atractivos. El primer tema concreto aparece en 1.39 y luce esencialmente clásico y hasta elegante. Desde 2.25, con aires de improvisación, aparece el esperado Beethoven impetuoso y volcánico. De una fantasía el asunto se trata, luego llega un Adagio (3.25). A puro cambio y sin destino previsible, la obra continúa sus senderos hasta que, finalmente, comienza una segunda sección (5.45) que es un tema de ocho compases seguido por ocho variaciones. La regularidad termina en 8.10 y la fantasía vuelve a su libertad inicial para concluir, misteriosamente, casi como con un signo de interrogación. La brillante interpretación es de Yuliana Adveieva, la gran pianista rusa que ganó el Concurso Chopin de Varsovia en 2010.
Ante la conjunción de Beethoven y sonatas lo inmediato sería pensar en las treinta y dos que compuso para piano, las diez para violín y piano o las cinco para chelo y piano. Y es de dudar que ante ese estímulo alguien recordara o sugiriera a la Sonata para corno y piano en Fa mayor, op.17, escrita en 1800 y dedicada al cornista italiano Giovanni Punto. En tres movimientos, es una obra clásica y tradicional escrita para un instrumento que, en aquel entonces, carecía de válvulas y cuyas posibilidades y limitaciones técnicas y expresivas le fueron claramente señaladas a Beethoven por Punto. En este sentido, con solo escucharla, queda claro que la parte del piano es infinitamente más compleja y variada que la del corno. En este video, Young Kim, con un corno natural, interpreta admirablemente bien el primer movimiento de la sonata junto a la pianista también coreana Hsiao-Ling Lin.
El corazón de la música de cámara de Beethoven está entre los tríos y los cuartetos de cuerdas. Un tanto relegado, ahí está también un único quinteto de cuerdas, con dos violas. En 1801, tal vez queriendo ampliar la experiencia de los quintetos postreros de Mozart, Beethoven compuso un extenso y muy bello quinteto clásico en cuatro movimientos, ciertamente, poco interpretado y registrado. Mucho más cercano en su discurso y su estética a los Seis cuartetos op.18, el Quinteto de cuerdas en Do mayor, op. 29, no predice ni aventura la gran conmoción musical que Beethoven operará en la primera década del siglo XIX. Es una obra muy equilibrada y –con Beethoven estamos caminando después de todo– perfectamente escrita y plasmada. El Cuarteto Hába le da la bienvenida al violista Philipp Nickel en este video registrado en Fráncfort en 2020.
En nuestro recorrido por los rincones menos conocidos de Beethoven llegamos al que alberga su Polonesa para piano en Do mayor, op.89, una obra de madurez, escrita a finales de 1814 y editada, en Viena, al año siguiente. La polonesa, que pareciera ser patrimonio exclusivo de Chopin, es, en realidad, una antigua danza polaca en compás ternario y con un patrón rítmico muy peculiar. Mucho antes que Chopin la elevara a un sitial eminente, en 1738, Bach ya había incluido una polonesa dentro de su Suite para orquesta Nº2. Hacia 1815, la polonesa era una danza sumamente apreciada dentro de los ámbitos nobiliarios vieneses. La Polonesa para piano de Beethoven comienza con una introducción y el patrón de la danza aflora preciso y clásico en 0.32. Y desde ahí, sin abandonar en ningún momento ni la métrica ni la rítmica de la polonesa, la obra avanza muy clásica, elegante y algo aristocrática, sin ningún contacto con los arrebatos de la Sonata appassionata o del Concierto del emperador. Precisa y convincente es la interpretación de Wolfgang Manz.
Beethoven no fue un eximio compositor de canciones. Adelaide, op.46, de 1795, es, posiblemente, la más interpretada. Pero veinte años después, por encargo que venía del otro lado del Canal de la Mancha, Beethoven se abocó al arreglo de canciones populares de Irlanda, de Inglaterra, de Gales y de Escocia. En total fueron más de un centenar de canciones agrupadas en una decena de colecciones diferentes, sin mezclar regiones de procedencia. La única en ser editada, en Londres y en Edinburgo, en 1818, fue Veinticinco canciones escocesas, op.108, obviamente, todas ellas en inglés. Al mismo tiempo que Schubert escribía Margarita en la rueca, y cimentaba las bases sobre las cuales habría de erigirse la canción de cámara del romanticismo, Beethoven publicaba O Sweet Were the Hours, la tercera de esas canciones del Op.108, en este caso, arreglada para voz, violín, chelo y piano. Así como los chicos juegan a buscar a Wally entre la multitud de personajes que lo rodean, acá bien cabría preguntarse dónde está Beethoven.
Por último, nuestra excursión por los caminos poco transitados de Beethoven concluye con un nocturno. Y este género musical, sin escalas, nos remite nuevamente a Chopin. Pero acá cabe aclarar que el nocturno, en el clasicismo vienés, era exactamente equivalente a serenata o a divertimento, esto es, una obra en varios movimientos y para distinto tipo de orgánicos instrumentales que incluían alguna danza. En 1798, Beethoven concluyó su Serenata para violín, viola y chelo, op. 8, una obra característica del primer período de la vida creativa de Beethoven. Cuatro años después, a través del trabajo de Franz Xaver Kleinheinz, bajo la supervisión estricta del mismo Beethoven, la Serenata op. 8 devino en el Nocturno para viola y piano, op. 42. En el tercero de sus seis movimientos, “Adagio”, alternan, sucesivamente y casi como si fuera un combate, una melodía exquisita, sublime, y un scherzo un tanto furioso. Bien vale la pena cliquear en 9.10 para deleitarse con las bellezas de este movimiento y así, junto al violista coreano Jae Hyun Cho, concluir del mejor modo este paseo por un Beethoven mayormente desconocido.
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