La soprano norteamericana deslumbra por estos días al público del Met neoyorquino con un rol poco transitado tras haber sido sinónimo de Maria Callas; Radvanovsky, como demostró hace pocos meses en el Colón, está a su altura
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Si a lo largo y ancho del planeta se hiciera una encuesta entre los amantes de la ópera para nombrar a las cinco cantantes líricas más destacadas de la actualidad, es de dudar que alguien dejara afuera de la lista a Sondra Radvanovsky. Solo en esta temporada, la gran soprano estadounidense cantará Tosca (en Zúrich, Barcelona, Vancouver y Berlín), Turandot (en Zúrich), será la ambiciosa esposa del Macbeth verdiano (en Toronto, Barcelona y Nápoles) y ofrecerá una decena de recitales en distintos países del hemisferio norte, como ese que, hace tres meses, presentó en el Colón. Pero ahora, ella es Medea. Precisamente esta noche, en el Metropolitan Opera House, Radvanovsky cantará la octava y última función de esta ópera de Cherubini que –créase o no– nunca había sido representada en el teatro neoyorquino. Y dado que Sondra Radvanovsky es una artista completísima que no repite moldes sino que sabe cómo encarar y diferenciar a cada uno de los personajes que representa, su creación de la mitológica hechicera ha tenido una crítica altamente favorable en tanto que, en el lugar de los hechos, una tras otra, las aclamaciones del público han sido estruendosas y vocingleras como, seguramente, será la de esta noche, cuando cierre esta serie llamada a ser un hito tanto en la historia del Met como en la trayectoria personal de Radvanovsky, trayectoria construida con actuaciones memorables e insuperables, algunas de las cuales repasaremos a continuación.
En el programa de mano que se está repartiendo, en estos días, en el Met neoyorquino, se señala que, desde su debut en ese teatro, en 1996, se ha presentado en más de doscientas ocasiones, cantando veintisiete roles protagónicos diferentes. Uno de ellos fue el de Tosca, en 2011. Dolida, violentada y preguntándose por qué tiene que estar sufriendo las desgracias que Scarpia le inflige, la heroína canta “Vissi d’arte”
En el mismo teatro, en 2017, Sondra se mudó al bel canto de Bellini y se vistió de Norma quien, apenas ingresada a la escena, canta “Casta diva”, una sentida invocación a la luna. La suma sacerdotisa corta un muérdago y eleva su plegaria. Suplicante, le pide a la luna que esparza sobre la tierra esa paz que ella hace reinar en el cielo. Sin la brillante cabaletta que concluye la escena, Radvanovsky se desliza suavemente y con precisiones admirables por las ondulaciones melódicas de un Bellini insuperable.
Exactamente el 27 de marzo de 2018, Sondra Radvanovsky llegó hasta el Liceu de Barcelona para asumir el papel de Maddalena di Coigny, en la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano, cuya acción transcurre en los albores de la Revolución francesa. En el tercer acto, Maddalena canta “La mamma morta” y relata cómo ha sido asesinada su madre, una condesa, cómo se vio reducida a la miseria y cómo ha hecho desde entonces su sirvienta, Bersi, para cuidarla. El aria, en la voz de Maria Callas, tuvo un momento de enorme popularidad cuando, en la película Filadelfia, de 1993, el personaje de Tom Hanks le traduce el texto en italiano, palabra por palabra, a un azorado Denzel Washington. Curiosidades que sólo les ocurren a las grandes estrellas de la lírica, el video que continúa a este párrafo comienza por el final del aria. Tras la ovación y los pedido del público por su repetición, Sondra accede y, desde 3.25 en adelante, ahí está, ahora sí, completa, “La mamma morta”.
Turandot, en cuanto a las exigencias vocales, es el personaje más wagneriano de todas las heroínas de Puccini. Radvanovsky, en el segundo acto, se enfrenta al temerario Calaf y en “In questa reggia” le cuenta la historia de la violación y asesinato de la princesa Lou-Ling, que tuvo lugar hace mil años, y que explica la razón de su comportamiento. Los sobreagudos y la dimensión sonora del acompañamiento orquestal tornan particularmente exigente esta aria. Sondra Radvanovsky, con altura y arte, supera todas esas exigencias.
El recorrido y la admiración por el arte de Sondra Radvanovsky podría continuar con la contemplación de otras arias de distintos tiempos y estéticas ya que su repertorio es amplio y variado. Con todo, la elección de estas cuatro arias no fue azarosa sino que responden a una vinculación muy particular. Todas ellas fueron cantadas por Maria Callas. Ya hace más de setenta años que la cantante nacida en Nueva York, en 1923, se subió a los escenarios para dejar una huella profunda e imborrable. A diferencia de lo que hacían otras grandes sopranos de su tiempo, sus personajes tenían otra carnadura, otra dimensión. Entre otras más, ella fue Tosca, Isolda, Elvira, Turandot, Brunilda, Violetta y Norma. En paralelo y con posterioridad a ella, todos esos personajes fueron recreados por otras cantantes sobresalientes que, con sus improntas y sus talentos, también les dieron vida. Pero hubo un personaje de la Callas que, con escasas y muy dignas excepciones, nadie tomó. O tal vez, que nadie osó tomar. El de Medea. Fue tan convincente su construcción de la malvada hechicera que Pier Paolo Pasolini la convocó para que la actuara en su película de 1969.
Tras el retiro temprano de la gran diva, la ópera de Luigi Cherubini no estuvo en la mira de las grandes cantantes. De las cantantes y de los teatros, tampoco. En este sentido, vale recordar que ésta es la primera vez que la ópera se representa en el Met. Se podría intuir que el apartamiento de esta obra se debe a que no es una obra maestra: efectivamente no lo es. Pero más preciso sería afirmar que las verdaderas causas están en ese personaje que vocal y teatralmente es demandante, si no apabullante. En absoluta soledad y sin ninguna defensa, Medea es excluida por la sociedad, rechazada por Giasone, su exmarido, y, en Corinto, vilipendiada por su extranjería. Expulsada, repelida y repudiada, llega al summum de la venganza matando a sus propios hijos para dañar a Giasone, quien la ha dejado para casarse con Glauce. Callas mostraba su grandeza asumiendo todos estos desafíos y hacía de Medea una ópera atrapante. Y aunque esta afirmación sonará pecaminosa o, peor aún, sacrílega para los admiradores a ultranza de la Callas, con Radvanovsky ha llegado una nueva gran Medea.
Medea debe alcanzar los agudos más exigentes y pasearse con solidez por las notas más graves de su registro. Pero además de dominar estas cuestiones no sólo técnicas, Radvanosky aplicó distintas voces para lucir suplicante, enamorada, furiosa, culpable o desesperada. Con distintos colores, quebrando la voz como medio expresivo y, ocasionalmente, despojando del vibrato a sus bajos para que suenen más ásperos, Sondra hizo amar a esta Medea.
En vivo, sobre el escenario del Met, su presencia, su voz y su personalidad tienen una dimensión que, como es de entender, no puede apreciarse por ningún medio electrónico. Más allá de un vestuario poco convincente y de algunas reiteraciones poco oportunas, David McVicar, el director escénico, centró su puesta en el rechazo y el desaire. Medea debe reptar y moverse lentamente por los resquicios que le dejan transitar, tratando insistentemente de ingresar a esa Corinto cuyos muros se cierran inexorables ante cada uno de sus intentos.
El Met ofrece un collage de distintos momentos. Este video comienza con la escena del primer acto cuando, por primera vez, Medea se encuentra con Giasone. Después de repetirle dos veces “crudel”, le implora por su amor. Desde 1.35, con el fuego ardiendo en el templo de Juno, Medea se enfrenta a sí misma ante su decisión de matar a sus hijos y el amor que siente por ellos. Y el final de la ópera: en 3.00, avergonzándose de sus momentos de titubeo, vuelve a empuñar el cuchillo con el que llevará adelante su venganza y, en 4.35, la satisfacción por la concreción de su deseo. Sondra Radvanovsky es Medea.
Ante esta actuación y esta creación, podría suponerse que la trayectoria de Radvanosky ha alcanzado su punto culminante. Con sólo mirar hacia atrás y ver cómo se ha reinventado y abierto caminos donde no los había, lo más pertinente sería suponer que este no es sino un eslabón más al cual, sobre seguro, habrán de llegar otros tan admirables como el de Medea.
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